Isabel San Sebastián-ABC

  • Sánchez no ha renunciado ni al sueldo ni a las vacaciones mientras casi un millón de españoles se sumaban a la cola del paro

Basta darse una vuelta por las calles de Madrid o cualquier otra ciudad española para constatar la devastación producida en su comercio por la pandemia, aliada a la incompetencia demostrada por el Gobierno en el abordaje de la catástrofe. Así como el virus ataca las vías respiratorias del enfermo, las políticas erráticas destinadas a combatir su propagación han asfixiado el tejido empresarial de este país, que no descansa en las grandes compañías del Ibex a las que se dirigió el presidente en su soliloquio del lunes, sino en millares de pequeñas tiendas, bares, talleres, restaurantes y negocios similares, gestionados en su inmensa mayoría por autónomos a quienes este Ejecutivo tan «progresista» ha abandonado a su suerte.

Resulta desolador contemplar las persianas bajadas, las liquidaciones, los carteles de «cerrado» o «se traspasa» que no han sido retirados al llegar septiembre, ni lo serán probablemente en mucho tiempo. Los humildes emprendedores pobladores de ese desierto, trabajadores como el que más pero por cuenta propia, no interesan al PSOE y mucho menos a Podemos. Ni manejan grandes fortunas, ni tienen capacidad financiera para rescatar al Ejecutivo del abismo en que nos sitúa un déficit cada vez más abultado, ni se dejan mangonear por sindicatos de partido para secundar las huelgas con las que la izquierda hace oposición a la derecha cuando es ésta la que está en el poder. (Por ejemplo, la de profesores convocada en la Comunidad de Madrid, solo la Comunidad de Madrid, cuya presidenta, Díaz Ayuso, se ha convertido en la principal pieza a batir por el tándem Sánchez-Iglesias.) Los autónomos no sirven de bandera ideológica a los coaligados de La Moncloa porque representan lo contrario de lo que interesa a esos defensores a ultranza de lo «público», entendido como pesebre en el que abrevar con cargo al contribuyente. Su esencia es el esfuerzo individual, el empeño por sacar adelante un proyecto a base de coraje y trabajo, la disposición a asumir grandes riesgos que rara vez, y más ahora, redundan en beneficios. Son personas libres y, como tales, no conciernen a un Gobierno liberticida donde nadie sabe lo que significa esforzarse. Un Gobierno que no ha renunciado ni al sueldo ni a las vacaciones mientras cerca de un millón de españoles se sumaban a las colas del paro ante el derrumbe del sector turístico y el consumo. Un Gobierno que exige apoyo incondicional a sus cuentas y sus ocurrencias pero que ignora en eso que llama «diálogo social» al portavoz de los autónomos, Lorenzo Amor, excluido de la lista de invitados a su desayuno triunfal no sabemos si porque, a diferencia de otros, se permite criticarle sin tapujos o simplemente porque Sánchez no concede importancia suficiente a sus tres millones de representados, de los cuales apenas un cuatro por ciento ha podido beneficiarse de alguna prestación por cese de actividad, cuando hasta la fecha más del doble, unos trescientas mil, se han visto abocados al cierre o subsisten en la miseria sin ver aliviada un ápice su abrumadora carga fiscal.

Ese es el trasfondo real sobre el que versan las conversaciones que entabla esta semana el bronceado presidente con los líderes de otras fuerzas políticas. Esa es la España cuyo nombre pronuncian unos y otros en vano. Mientras ellos echan pulsos y se entrecruzan acusaciones, mientras hacen cálculos sobre lo que conviene a sus respectivas siglas y buscan el modo de culpar de todos los males al otro, el país se va al garete. Y la segunda oleada asesina no ha hecho más que empezar.