ABC-ISABEL SAN SEBASTIÁN

Con el usurpador Maduro ya no hay nada que hablar, salvo las condiciones de su rendición. Con los taxistas violentos, tampoco

LA izquierda autoproclamada «progresista» ha usado y abusado tanto de la palabra «diálogo» que, no contenta con pervertirla, está logrando otorgarle una connotación negativa. El diccionario define «diálogo» como «acción de hablar una con otra o más personas, contestando cada una a lo que otra ha dicho antes». Nada hay en esta definición que anime a pensar en el diálogo como una fórmula mágica para solucionar problemas complejos. Tampoco se presenta el término como sinónimo de claudicación. El diálogo es una mera herramienta neutra, ni buena ni mala; una forma primaria de comunicación, incapaz de resolver absolutamente nada por sí misma, cuya conveniencia, oportunidad, margen y viabilidad dependen de cada circunstancia. Atribuirle un poder taumatúrgico milagroso equivale a escudarse en él con el fin de no hacer nada, o bien, y esto es lo que más abunda, emplearlo como pretexto para justificar lo injustificable.

Aquí, en España, fue Zapatero el primero en apelar al «diálogo» indefinido, inconcreto, insustancial e ilimitado como una especie de mantra recurrente cada vez que se topaba con una situación difícil. Ante las preguntas incómodas, sonrisita y «diálogo». Ante el chantaje separatista, sonrisita y «diálogo». Ante la evidencia de una crisis económica de proporciones gigantescas, sonrisita y «diálogo». Ante los terroristas de ETA, sonrisita y «diálogo». Un diálogo casi siempre estéril, a menudo inconfesable y las más de las veces a caballo entre lo inútil y lo infame. ¿O no es infame, además de inútil, otorgar la misma condición de interlocutor al verdugo y a la víctima? ¿Qué diálogo puede establecerse entre el carcelero liberticida y el encarcelado por la libertad? ¿De qué pueden charlar la pistola y la nuca?

No es casual que la dictadura chavista recurriera a él como «mediador» a sueldo, asignándole la tarea de blanquear ante el mundo la brutal persecución sufrida en Venezuela por la oposición democrática. Tampoco lo es que los hijos españoles de ese régimen representado hoy por Nicolás Maduro, encuadrados en Podemos y sus «círculos», traten de ocultar su complicidad con el dictador apelando al mismo «diálogo» entre el opresor y los oprimidos. Ni que su hijo político, Pedro Sánchez, balbucee patéticas súplicas al tirano para que convoque elecciones, en lugar de liderar con valentía una postura común que conduzca al inmediato reconocimiento del presidente Juan Guaidó por parte de la Unión Europea. Todo forma parte de la misma lógica equidistante, pusilánime, ruin y miserable.

Con el usurpador Maduro ya no hay nada que dialogar, salvo las condiciones de su rendición, que deberán negociar los venezolanos entre ellos. Tampoco puede establecerse diálogo alguno con unos taxistas como los de Madrid, echados al monte, que cortan calles, bloquean el tráfico, insultan a ciertos viandantes, dañan gravemente vehículos VTC y perjudican a millones de ciudadanos, con total impunidad, en apoyo a unas exigencias destinadas únicamente a proteger su monopolio. Ningún diálogo encuadrado dentro de los márgenes de la Constitución satisfará jamás a los independentistas catalanes, cuyos hechos demuestran a las claras su peculiar manera de entender ese concepto: nosotros imponemos, vosotros tragáis. Todas las conversaciones mantenidas durante los últimos treinta años, todas las cesiones, las transferencias, las inversiones, los privilegios, los miramientos sin cuento han conducido al mismo callejón sin salida de victimismo, insatisfacción y desafío renovado, lo que debería tapar la boca a quienes siguen apostando por el bálsamo milagroso de Zapatero-Fierabrás. Pero nada. Erre que erre, la progresía hispana sigue aferrada a la fe en un ídolo de barro moldeado por sus seguidores para servir la mentira, la impotencia y la cobardía. Esa es su interpretación del «diálogo».