José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- El poder político e institucional de Ayuso resulta ya enorme, y si añadiese el orgánico, su capacidad para mediatizar al PP en sus políticas y de condicionar a su dirección nacional sería considerable
La pelea por la presidencia del PP de Madrid no es una refriega territorial más. Es un pulso de poder de gran envergadura y de mucho alcance político. Si Isabel Díaz Ayuso se hiciera con el mando de la organización en la región —lo que ocurrirá seguramente—, acumularía un poder extraordinario. Madrid es el principal bastión del PP cualquiera que sea la variable que se considere: tiene el mayor número de afiliados; es la región con mayor PIB de España (20%); la tercera comunidad en población, tras Andalucía y Cataluña; aporta al Congreso de los Diputados 37 escaños, y es la sede de todos los organismos principales del Estado y la referencia céntrica nacional a efectos de comunicaciones, cultura y servicios. El poder político e institucional de Díaz Ayuso resulta así enorme y si añadiese el orgánico, su capacidad para mediatizar al PP en todas sus políticas y de condicionar a la dirección nacional del partido sería muy considerable.
Salvo que se logre un pacto, la cuestión se dirimirá en primarias, pero Pablo Casado y Teodoro García Egea no están por la labor de adelantar el congreso regional al primer trimestre de 2022. Prefieren dilatar los plazos hasta el próximo mes de mayo y ganar tiempo para recomponer la situación interna en la organización, que es ahora tensa y hasta conflictiva. En el inconsciente colectivo de Génova, es recurrente la reverberación de Esperanza Aguirre, que amargó la vida a Mariano Rajoy al que planteó una constante competición.
La por tres veces presidenta de la Comunidad de Madrid (2003, 2007, 2011) y todas ellas por mayoría absoluta, se mantuvo en el liderazgo del partido desde 2004 a 2016. A punto estuvo de dar un golpe interno la madrugada del día 10 de marzo de 2008, horas después de que Rajoy perdiese por segunda vez las elecciones generales ante Rodríguez Zapatero. El PSOE obtuvo 169 escaños y el PP, 154. Fuerzas diversas —mediáticas y sociales— fabularon con la posibilidad de que el presidente nacional del PP renunciase en esas horas críticas y se autoproclamase Aguirre lideresa nacional del partido. Lo evitaron la fallecida Rita Barberá y Francisco Camps, que pusieron a disposición de Rajoy el PP de la Comunidad Valenciana, en cuya capital se celebró luego el congreso popular durante el que el gallego invitó a Aguirre —sin citarla— a que se fuese “a un partido liberal o conservador” y enfatizó: “A mí no me ha pedido que me presente ningún periódico ni ninguna radio”, en referencia a ‘El Mundo’ y la COPE de entonces, que patrocinaban las expectativas de la presidenta de Madrid.
Pablo Casado es consciente, desde aquel antecedente y por la irrupción impertinente y faltona de Aguirre en el debate interno apoyando a Ayuso, de que un empoderamiento mayor de la presidenta provocaría una descompensación ideológica en el partido, porque su compatibilidad con los barones gallego, andaluz, castellano y murciano —además de los dirigentes de otras comunidades— es difícil. La lideresa madrileña representa la figura política de mayor proximidad del PP a Vox, y si alcanzase la presidencia del partido en la región, ese efecto desequilibrador podría acentuarse.
No le beneficia a Díaz Ayuso que Esperanza Aguirre, que debería estar purgando su ‘culpa in vigilando’ sobre aquellos que le salieron ‘ranas’—, haya salido descalificando a la actual dirección nacional del PP —“niñatos”, “chiquilicuatres”, la calificó el pasado mes de septiembre—, porque esa vinculación entre ellas no es solo emocional sino también táctica, estratégica e ideológica. Sin embargo, el común denominador de los dirigentes populares más allá de Madrid lo representa mejor la templanza actual de la dirección nacional que el ayusismo, que es la expresión ultraliberal que funciona en la capital y en la región, pero que no es extrapolable necesariamente al resto del territorio nacional. Sin quitar méritos a la presidenta madrileña —que los tiene indudables—, esta cuestión orgánica hay que considerarla en toda la importancia que tiene. Y es mucha.
Por lo demás, la insistencia de Díaz Ayuso en enarbolar un discurso general, presentándose como la principal opositora efectiva a las políticas de Pedro Sánchez, merma el terreno que le corresponde al presidente nacional, achica la gestión de sus colegas en otras autonomías y aspira a marcar por su cuenta posiciones del partido que a ella no le corresponden o que deberían estar totalmente alineadas con Génova. Eso también lo hacía con frecuencia Esperanza Aguirre frente a Rajoy. No le sucedió a José María Aznar, que evitó siempre que Alberto Ruiz-Gallardón —primero presidente de la comunidad y luego alcalde de la capital— se encaramase en la presidencia del partido en la región, pese a su preparación, mesura y transversalidad.
Es cierto que estas diferencias sobre la presidencia del PP de Madrid afectan a la imagen del partido. Los electores se alejan de las formaciones que explicitan sus disensos internos, pero la cuestión que dirime la dirección nacional de los populares en este episodio no se resume en un mero combate de egos. Se trata de una cuestión de fondo. El debate, aunque incómodo y poco estético, es más trascendente de lo que parece para la derecha española.