Ignacio Marco-Gardoqui-EL CORREO
Si ha tenido la oportunidad y la paciencia de leerme alguna vez quizás suponga equivocadamente que me he ilusionado mucho con la dimisión de Yolanda Díaz. Pues no. Mi educación jesuítica me impide alegrarme del mal ajeno. Más que alegría, lo que me produce es asombro. Tiene tras de sí una historia rutilante. No consiguió lidiar con IU, no logró avanzar con AGE, destacó en Podemos pero lo llevó al descalabro y ahora asume que no puede ser la coordinadora general de su proyecto estrella, Sumar. Por eso dimite.
Pero no nos equivoquemos. No dimite de su puesto de vicepresidenta del Gobierno ni de su cargo al frente del Ministerio de Trabajo. Es decir, no dimite de donde cobra, que eso de los heroísmos hay que tomarlo con calma y sosiego y siempre es mejor dejarlo para los demás. Dimite de su liderazgo en esa cosa que es más que una alianza y menos que un partido.
Cuando llegó aseguró sin el mínimo rubor que «ahora empieza todo». Nadie sabe bien a qué se refería, pero en cualquier caso, ese «todo» ha durado poco más de 14 meses. Es decir, no se siente capaz o con fuerzas para coordinar el combo de Sumar, pero se considera perfectamente habilitada para cargar con el país entero sobre sus hombros, siempre en apoyo del ‘amado líder’ que, sin darse cuenta -o sí-, le está destrozando su pequeño espacio electoral. Es tan reducido que solo puede apoyar en él un pié. No caben los dos, pero le parece suficiente para ordenar el tiempo de trabajo de todos, animarse con la regulación fiscal de todos y más cosas que se le vayan ocurriendo mientras Sánchez acaricia su gato con sonrisa beatífica.
¿Dónde compra esta buena señora el complejo vitamínico que le proporciona la fuerza moral suficiente para considerarse tan importante en la vida nacional y tan imprescindible en su Gobierno?
Podría empezar por Cataluña. Pasadas las elecciones europeas y una vez superado el peligro de ‘contagio’ el Gobierno que vicepreside con tanta eficacia ha tenido a bien publicar en el BOE la ley de amnistía. La acompaña con una nota cruel que dice así: «Esta ley ha sido una pieza fundamental para el cierre de una etapa de enfrentamiento y división en la sociedad catalana. La norma ya ha demostrado su utilidad a la hora de abrir una nueva etapa de encuentro, diálogo y prioridades compartidas que la sociedad catalana consagró en las urnas».
Según el Gobierno que vicepreside esta es la realidad y ya sabe que si es la realidad es también la verdad.
¿Y qué dice el fango? El fango dice que el nuevo presidente del Parlament desobedeció al Tribunal Constitucional justo en el día que estrenaba el cargo, al permitir que votaran telemáticamente quienes lo tenían prohibido. El fango dice que se ha montado un cisco mayúsculo entre las peticiones de aplicación de la ley por parte de sus presuntos beneficiarios, las peticiones de aclaración de los jueces, el mantenimiento de la orden de detención de Puigdemont y las habituales declaraciones de los líderes independentistas, que como el señor Turull dijo ayer, impasible el ademán: «Ahora empieza la batalla». Es decir, bulos y más bulos, fango y más fango.
Pues eso. Menos pensar y más ver la tele. Y si es La 1, mejor.