- La impunidad de todo político con un pie en el poder, eso significa «lawfare»
¿De qué habla un político español cuando dice «lawfare»? ¿O, si es menos analfabeto, cuando habla de «judicialización»? Nunca, de lo que dice estar diciendo: un político miente siempre; no por buena o mala voluntad; por oficio. Sin la mentira (o la ficción escénica, su variedad solemne), la política no existiría: sencillamente porque no existiría el modo de someter de modo estable a unos sujetos bajo la disciplina de otros, de los cuales no obtienen los primeros más que costes y desprecio.
¿De qué habla, pues, un político, la ministra ecológica por ejemplo, cuando pronuncia un sustantivo cuyo contenido –en la forma analfabeta, como en la toscamente castellanizada– es del todo aleatorio? Porque más aleatoria no puede ser la definición del feo neologismo «judicializar» que propone el Diccionario de la Real Academia Española (en el cual, por supuesto, el dichoso «lawfare» no tiene sitio): «llevar por vía judicial un asunto que podría conducirse por otra vía, generalmente política». Claro está que el «generalmente» anula cualquier pretensión conceptual de un término al cual reduce así el diccionario a la sola función alusiva. «Político» puede ser, en efecto, el «asunto» en muchos casos. Como no en otros muchos, a los que tienen que hacer por igual frente los magistrados. Y a los magistrados –y sólo a ellos– compete establecer en qué casos el dichoso «asunto» debe ser encaminado a juicio o rechazado. A los magistrados. En aplicación de la ley. Otra cosa sería entrar en la dinámica de lo que es convención llamar «tribunales populares». O «tribunales de partido», cuando las cosas –como sucede ahora– se ponen de verdad feas.
¿Qué está diciendo, pues, la ministra Rivera cuando dice «lawfare», con cara solemne de saber lo que dice? Está diciendo «impunidad», ¿Qué, bajo nombre de «lawfare», está pactando el Doctor Sánchez (aquel del «y quién manda en la fiscalía, pues eso…») con delincuentes condenados? Está pactando la impunidad. La de los delincuentes condenados, por supuesto. Pero también la de todos aquellos que pudieran llegar a delinquir bajo su protector manto. Tanto dentro del partido cuanto en sus aledaños. Ya en lo criminal como en lo económico: la impunidad de todo político con un pie en el poder, eso significa «lawfare».
¿Perjudica a los jueces? A algunos, muchísimo. Puede que haya otros que se resignen. Todo depende de si un juez tiene la intención de ejercer como tal o si ve la carrera sólo como una etapa para dar salto mortal a la política. La esgrima del «lawfare» por una mafia de partido acabaría con la función judicial. Por completo. Así fue, de hecho, en todos los Estados totalitarios: bajo distintas máscaras y en diversos grados de cinismo.
Pero no, no son los jueces los únicos perjudicados por eso que el sanchismo llama «lawfare». El daño es más hondo. Porque afecta a todos. Sin excepción. Suprimida la autonomía de los magistrados –cuyos códigos limitativos tasa estrictamente la ley que ellos aplican–, puesta la atribución de juzgar a los jueces en manos del poder político –y, en el límite, del partido hegemónico–, nada protegería ya a ningún ciudadano de la autocracia plena de un gobierno que se haya arrogado la potestad de decir la última palabra acerca de ley y magistratura. La condición ciudadana habría desaparecido. Y todos retornaríamos a la condición de siervos.
La demagogia sanchista enarbola la existencia de jueces que prevarican. Puede que los haya. Pero la prevaricación (RAE: «delito consistente en que una autoridad, un juez o un funcionario dicte a sabiendas una resolución injusta») es, en efecto, eso: un delito. Grave. Que los tribunales juzgan. Como cualquier otro delito. No los políticos: esa gente que siempre miente. Necesariamente.