la persistencia de déficits de cultura democrática en la sociedad vasca emplaza a los responsables institucionales a ir más allá del momento en que la izquierda abertzale recupere la legalidad. De nada sirve que el lehendakari anuncie que se verá con Sortu si es legalizado. O que el Ararteko opine cuando no conoce los argumentos de la Fiscalía.
Los mensajes preparatorios para un eventual regreso de la izquierda abertzale a las instituciones están siendo más numerosos que los que previenen respecto a la posible anulación de Sortu y de cuantas coaliciones o agrupaciones de electores pudieran constituir la opción B. El principio de realidad parece imponerse por la vía de algo que se presume ineludible. La propia izquierda abertzale ha evitado manejar públicamente el supuesto de que siga siendo ilegal, entre otras cosas para procurar que su vuelta a la legalidad se dé por hecha. Tanto que a estas alturas resulta ocioso divagar si la legalización es el medio o la finalidad perseguida por los promotores de Sortu.
Nunca los tribunales habían cargado con tanto peso. No es que no lo hicieran la primera vez que el Supremo emitió una sentencia de ilegalización, en 2003. Pero entonces su decisión estaba sustentada en la reciente promulgación de la Ley de Partidos y en el empecinamiento de Batasuna por responder al envite legal con una provocación tras otra. Mientras que en esta ocasión la remisión de toda responsabilidad a los tribunales se ha vuelto tan recurrente entre los actores políticos que cabe preguntarse si la política, con excepción de la de la izquierda abertzale, no tiene otro cometido que el de esperar a la sentencia.
Los estatutos de Sortu parecen acatar el «imperativo legal» tratando de someterse a la norma y a las resoluciones judiciales. Pero, ¿qué piensa la izquierda abertzale de la legalidad? La democracia es un proceso de autoaprendizaje. Pero la ventanilla de la legalización es una parcela tan nimia de la legalidad que sus lecciones resultan limitadas. El «imperativo legal» no es un recurso didáctico a desdeñar. Pero durante más de tres décadas la izquierda abertzale ha segregado un sustrato cultural que vendría a decir que, ‘dado que todo no es posible, nada de lo posible merece la pena’. La legalidad democrática entraña renuncias a las que la izquierda abertzale debería disponerse incluso antes de su legalización.
En estos momentos la izquierda abertzale presenta dos almas. Un alma considera que volver a la legalidad constituye el cambio que precisa la situación, suficiente para proclamar el éxito de la estrategia posibilista que parecen impulsar sus actuales dirigentes. La otra alma aspira a mucho más y de inmediato; pretende que su regreso a la legalidad impulse un cambio cualitativo que desborde los cauces de la legalidad actual, de la Constitución y el Estatuto, para conducir a Euskal Herria a una nueva etapa histórica que la aproxime a la independencia. El apego o el desapego hacia ETA no sería más que el reflejo de esta dualidad.
Pero esas dos almas no son la expresión de dos corrientes internas, ni mucho menos. La dualidad se manifiesta en combinaciones diversas en cada dirigente o portavoz de la izquierda abertzale, en cada mensaje que trasladan a las bases en sus asambleas o en cada declaración pública. Es más, esas diversas combinaciones varían de un día para otro, a cada hora, ante cada circunstancia o emplazamiento concreto. Se trata de una dualidad variable, hasta que un alma acabe imponiéndose a la otra.
El paso del acatamiento por imperativo legal a la asunción de la legalidad no es inocuo para una tradición esencialmente rupturista como la representada por la izquierda abertzale. Acatar la legalidad pase, pero asumirla con todas sus consecuencias supone tanto como ridiculizar la trayectoria colectiva y la peripecia individual de todos los que integran la izquierda abertzale. Porque, una vez que se han desentendido de las culpas que pueda arrostrar ETA, necesitan justificarse a sí mismos. El alma que a cada miembro de la izquierda abertzale le hace creer que es portador de una energía incontenible, que se liberará una vez se diluya la sombra etarra y dará lugar a ese estadio superior que han venido negando la Constitución y el Estatuto, no es más que el rastro inercial de su propio pasado.
Los responsables políticos e institucionales de la democracia se limitan a exigir que la izquierda abertzale condene a ETA o reclame expresamente su disolución, lo que sitúa a los dirigentes de la extinta Batasuna ante la ineludible necesidad de pronunciarse de forma aun más inequívoca que en los estatutos de Sortu para lograr la legalidad. Pero la obligada espera de la sentencia judicial no puede eximir a los responsables públicos de intervenir en la dialéctica referida a las dos almas de la izquierda abertzale sin alentar, con su silencio, las ilusiones de las que vive el alma más fundamentalista.
Ni la sociedad ni la política pueden convertirse en el aula de una escuela en la que alguien ejerce el magisterio democrático respecto a la izquierda abertzale. El método no sería eficaz. Pero la persistencia de déficits de cultura democrática en la sociedad vasca -aunque sea al modo de una acracia acomodada e indiferente, como en parte se refleja en la última encuesta a la juventud vasca- emplaza a los responsables institucionales a ir más allá del momento en que la izquierda abertzale recupere la legalidad entablando con ella una discusión pública sobre el significado de esa misma legalidad. Porque, mientras tanto, de nada sirve que el lehendakari anuncie que se verá con Sortu si es legalizado. O que el Ararteko exprese la opinión del jurista Iñigo Lamarka cuando no conoce los argumentos de la Fiscalía y de la Abogacía del Estado.
Kepa Aulestia, EL DIARIO VASCO, 26/2/2011