Tenemos un país que algunos se empeñan en presentar sometido al «conflicto», y a base de insistir, el conflicto acaba anegándolo todo. El Guggenheim sería un buen museo para aquella sociedad política que lo hizo posible, la de los gobiernos de coalición, sensatos y estables ante las pasiones. Los museos son para sociedades armoniosas y pacíficas, y ésta no lo es.
Diez años tiene ya el edificio emblemático del Museo Guggenheim, que ha dado a Bilbao una dimensión internacional encomiable teniendo en cuenta las malas noticias que desperdigamos por el mundo. Incluidas las de las más altas jerarquías autonómicas voceando en sus periplos los padecimientos que sufrimos por no poder decidir libremente nuestro futuro y la de algún atentado protagonizado por ETA de vez en cuando, que viene a confirmar la existencia de una opresión que exige una consiguiente respuesta de violencia liberadora.
Pero la historia del Guggenheim empezó bastante antes, cuando en aquellos gobiernos de consenso entre el PNV y el PSE se pudieron establecer planes de reconversión económicos y urbanísticos, que posibilitaron crear en la capital vizcaína la empresa pública Bilbao Ría 2000, auténtico instrumento para el cambio, y poner de acuerdo a todos los demócratas para sacar adelante a un país no sólo acosado por la violencia sino en declive tras la perdida de determinadas empresas siderometalúrgicas fundamentales en la anterior etapa del desarrollismo industrial. El Ayuntamiento de Bilbao no fue ajeno a esos aires de responsabilidad e inició, junto a su primer plan general urbanístico, el proceso de expropiaciones, buscando ganar la Ría para la ciudad. No hay que olvidar la generosidad de la Administración central, la dependiente del vituperado Gobierno de España, que aportó terrenos de empresas públicas, del Puerto y de Renfe, para poder sacar adelante lo que hoy es el paseo de ribera donde está la joya de Bilbao. Y eso que aquellos terrenos no estaban en las competencias que se reclaman como pendientes del Estatuto.
Si bien todas las mentes responsables estaban de acuerdo en propiciar una reconversión de Bilbao como ciudad de servicios -de hecho, el ejemplo había tenido éxito en alguna ciudad británica similar-, no lo estuvieron tanto respecto al contenido artístico que pudiera tener el futuro museo Guggenheim. Recuerdo las críticas procedentes de algunos representantes del PSE temiéndose una invasión del minimalismo artístico tan caro a los americanos. Pero el tesón de un hombre de ilustrado discurso como Joseba Arregi, entonces consejero de Cultura, fue capaz de vencer muchas reticencias y temores. Lo cierto es que el Museo Guggenheim no sólo se potenció a sí mismo, sino que impulsó esa joya que siempre ha sido el Museo de Bellas Artes e incitó a abrir nuestra ciudad a los foráneos para que acabaran declarando, lo que es todo un paso, que Bilbao no es feo. Se atreven a decir esto a pesar de la belleza excelsa de nuestra vecina Donostia.
Por eso resulta lamentable la deriva que ha tenido este aniversario cuando el museo, declarado sin pudor por el popular Antonio Basagoiti como el motor de la economía de Bilbao, se ha visto envuelto en la polémica a causa de una exposición de fotos cuestionada por las asociaciones de víctimas del terrorismo. Quizás refleje este desagradable hecho la situación que se padece, la sensibilidad que unos y otros -y al final todos- mostramos a flor de piel en Euskadi. Tenemos un país que algunos se empeñan en presentar sometido al «conflicto», y, a base de insistir, el conflicto acaba, de un manera abusiva, anegándolo todo. Que no espere que pase otra cosa quien gusta así calificar lo que ocurre en Euskadi.
Al final, añorante, uno piensa que el Guggenheim sería un buen museo para aquella sociedad política que lo construyó y lo hizo posible, la de los gobiernos de coalición, sensatos y estables ante las pasiones y los sentimientos. Pero es que, a la postre los museos son para sociedades armoniosas y pacíficas, y esta no lo es. A la postre, el Guggenheim está ahí como las extrañas flores que brotan en un corral, siempre temerosas de que alguna bestia las acabe por aplastar.
Eduardo Uriarte, EL PAÍS, 24/10/2007