- Su convivencia con Gobiernos de distinto signo se ha distinguido por su absoluta neutralidad, el cumplimiento estricto de sus deberes, su paciencia y saber coexistir con un cabeza del Ejecutivo hostil, zafio y descortés, como el que ahora soportamos
La llegada al multisecular trono de España de Felipe de Borbón y Grecia, décimo de su dinastía en portar la Corona, no se produjo de manera natural al fallecer su antecesor ni tampoco tras una guerra de sucesión, como le sucedió al primer Borbón español, Felipe V, ni por una restauración a la manera de su tatarabuelo Alfonso XII, ni -hecho singular- por una simultaneidad de instauración y restauración, que así alcanzó la jefatura del Estado su padre Juan Carlos I. Felipe VI accedió a la cúspide de nuestro sistema constitucional tras la abdicación forzada de su progenitor, arrastrado a la renuncia por una serie de desafortunados acontecimientos de su vida privada que hicieron imposible su continuidad.
Este triste episodio cumple en estos días diez años y se produjo porque las modernas monarquías parlamentarias no ocupan su elevada posición por derecho divino, como sus antepasados dotados de poder absoluto, sino que dependen de la opinión al igual que los políticos elegidos periódicamente. Por supuesto, el Rey no es votado en comicios regulares, pero está sometido a un plebiscito continuo y si deja de merecer el aprecio, el respeto y la adhesión de los ciudadanos, su situación se vuelve insostenible, tal como experimentó dolorosamente el hoy Rey Emérito.
Se le exige un comportamiento en todos los aspectos de su existencia, incluidos los más familiares e íntimos, ejemplar y sin mácula, dado que nos representa a todos los españoles
La coronación adelantada de Felipe VI demostró una característica de las modernas monarquías democráticas que ninguno de sus titulares en Europa debe olvidar: por muchos y valiosos que hayan sido sus servicios al Estado, por acertada que se haya desarrollado su labor institucional y por grandes que hayan campeado su simpatía y popularidad, errores graves en su esfera personal son percibidos por el pueblo como incompatibles con el ejercicio regio. Es una dura carga, pero inexorable, porque se espera del monarca no sólo una impecable actuación en la alta tarea que le encomienda el orden constitucional, sino que, además, y debido a su carácter de símbolo, referente y encarnación de la trayectoria histórica de la Nación, se le exige un comportamiento en todos los aspectos de su existencia, incluidos los más familiares e íntimos, ejemplar y sin mácula, dado que nos representa a todos los españoles y es percibido como la proyección de cada uno de nosotros en un espacio inmaterial en el que reside nuestra personalidad y nuestra moral colectiva. Nos podemos permitir un presidente de Gobierno mendaz, indigno y traidor como el que actualmente padecemos, pero no nos es posible convivir con un Rey que no esté a la altura de su cargo, incluso en terrenos ajenos a sus deberes públicos.
En este décimo aniversario de su juramento ante las Cortes, Felipe VI presenta un balance netamente positivo de su ejecutoria. Heredó una situación comprometida para su Casa, con índices de apoyo entre la ciudadanía alarmantemente bajos, consecuencia de la última y accidentada etapa de su predecesor. Ha sabido remontar esta dificultad a base de tesón, mesura, inteligencia y dedicación, hasta que la ciudadanía le ha otorgado su respaldo y su afecto. Su convivencia con Gobiernos de distinto signo se ha distinguido por su absoluta neutralidad, el cumplimiento estricto de sus deberes, su paciencia y saber coexistir con una cabeza del Ejecutivo hostil, zafio y descortés, como el que ahora soportamos.
La princesa Leonor ha recibido y sigue recibiendo una educación esmerada y rigurosa, civil y militar, que aprovecha al máximo con admirable atención a sus estudios, sin asomo de frivolidad o de aprovechamiento de su privilegiado estatus
Como en todo en este mundo, el factor suerte asimismo juega su papel. Y el Rey y la Reina han recibido el regalo de una primogénita que reúne las mejores cualidades para la labor que ya ha empezado con enorme éxito a realizar y para la más ardua que la espera en el futuro. Con el debido respeto a los herederos de otras monarquías reinantes en nuestro continente, sin duda nuestra Princesa de Asturias, de Viana y de Gerona, destaca sobre los demás por su entrega, su calidez, su discernimiento, su disciplina, su afabilidad y su completo y firme sentido de su elevada misión. Ha recibido y sigue recibiendo una educación esmerada y rigurosa, civil y militar, que aprovecha al máximo con admirable atención a sus estudios, sin asomo de frivolidad o de aprovechamiento de su privilegiado estatus. Esta parte de su preparación es el fruto de sus méritos, pero por supuesto también del acierto de sus padres, que han sabido encauzarla y concienciarla de su singular responsabilidad con la Nación y con su linaje.
La Corona es la clave de bóveda de nuestra pervivencia nacional, ahora amenazada por aviesos ataques de pulsiones centrífugas desleales y colectivismos totalitarios que anidan dentro de nuestras fronteras, demostrando que en ocasiones los enemigos interiores pueden ser peores que los externos. Por ello, hemos de redoblar nuestro firme compromiso con el Rey porque, como ya he dicho y escrito en otro momento, pero no quiero prívame de repetir, España no es la Corona, pero, sin la Corona, España dejaría de ser.