Lo más significativo del debate no fue la exigencia a Zapatero de que muestre las actas, sino la negativa de éste a dar explicaciones de sus actos. No es esperable que vuelva con aquella fuerza el ‘espíritu de Ermua’, ni siquiera que podamos llorar juntos a las víctimas. Este solo hecho requeriría una explicación, un balance y una reflexión. No se harán.
Mañana se cumplen diez años del secuestro de Miguel Ángel Blanco. Fue aquél el jueves de una semana santa laica vivida a través de los medios de comunicación. ‘En directo desde el Gólgota’ tituló Gore Vidal una novela sobre la pasión y muerte de Jesucristo. ‘El Evangelio según Gore Vidal’ llevaba como subtítulo, y fue así como vivimos el prendimiento, suplicio y crucifixión de un inocente entre un jueves y un sábado del mes de julio de 1997.
No faltó en aquella representación ningún aspecto de la original, ni siquiera la presencia de dos mujeres (María y María Magdalena) junto a la víctima de aquella iniquidad. Seguramente este paralelismo no es ajeno a la reacción que el asesinato de Miguel Ángel produjo en la sociedad española, al avivar el poso religioso que late en el subconsciente colectivo.
Eso hizo posible la reacción social contra el terrorismo que conocemos como el ‘espíritu de Ermua’, una unidad que presionó desde la ciudadanía a sus representantes democráticos. Todos, en general, estuvieron a la altura de las circunstancias y supieron unir sus voces contra los asesinos y sus cómplices. Es verdad que no duró muchos meses. Un año más tarde, los dos partidos (PNV y EA) que soportaban el Gobierno vasco negociaban con ETA la tregua y el pacto que la cobijaba, un acuerdo para excluir de la política vasca al PP y al PSOE. Naturalmente, esto se hacía a espaldas del Gobierno y de quien había sido socio del PNV en Lakua durante los últimos 12 años, salvo los ocho meses del tripartito formado por el PNV con EA y EE.
Diez años después hemos asistido a una repetición de la historia cuyo último capítulo se ha representado durante el debate sobre el Estado de la Nación. No estuvo afortunado Rajoy en su exigencia de que Zapatero mostrara las actas de las reuniones con ETA. Este es, probablemente, el factor que más pesó en la percepción de la opinión pública de que había perdido el debate. Lo más significativo, sin embargo, no es eso, sino la negativa de Zapatero a dar explicaciones de sus actos: qué datos le llevaron a considerar que los terroristas estaban dispuestos a deponer las armas sin contrapartidas políticas, cómo, con quién, cuántas veces.
El presidente nos debía un relato de los hechos que fuera coherente con las informaciones que ya teníamos. Por decirlo con palabras que le resultarán familiares, antes de votar queremos la verdad, o, por lo menos, una aproximación razonable a ella, una explicación que descarte la perturbadora idea de que el proceso ha sido construido a costa de la verdad. Suponiéndole toda la buena voluntad del mundo al presidente, sería útil saber quién, cómo y cuándo le engañó, creándole una percepción de la realidad que se ha revelado falsa; si ETA y Batasuna engañaron a sus enviados o estos le contaron una versión optimista de lo que oyeron en tantos encuentros.
Tras un proceso negociador siempre es bueno tener una explicación de los gobernantes. Si ha concluido felizmente, para conocer mejor las claves del éxito. Si ha fracasado, con más motivos. Al menos dos de mucho peso: que el gobernante rinda cuentas ante la opinión pública de la responsabilidad que asumió al iniciar el proceso y analizar los errores cometidos para no volver a repetirlos.
No ha habido manera. El PSOE y todos sus socios parlamentarios han aceptado una extraña lógica impuesta por el presidente y basada en dos supuestos inciertos: el PP en la oposición es el único partido que ha pedido cuentas a un Gobierno de la gestión en torno al terrorismo y siempre lo ha hecho, mientras Zapatero siempre apoyó al Gobierno del PP. No es el único. El PSE y el PP pidieron cuentas al PNV y a EA de sus acuerdos con ETA en el verano del 98 y al Gobierno vasco durante toda una legislatura, en la que le pusieron sendas mociones de censura y un pacto para derrotar a Ibarretxe para desalojarlo de Ajuria Enea, en una estrategia que fracasó el 13 de marzo de 2001. El PSOE tampoco apoyó lealmente al Gobierno cuando era oposición: negoció una tregua a espaldas de su socio en el Pacto Antiterrorista, violando con ello el punto primero del acuerdo desde mucho antes de que empezaran a exigirle al PP su cumplimiento.
Hubo una ocasión en la que el PP apoyó a un Gobierno socialista sin un pero. Fue durante y tras las negociaciones de Argel, aunque es obligatorio recordar cómo se hicieron las cosas entonces. El ministro de Interior, José Luis Corcuera, hablaba con todos los portavoces de los grupos parlamentarios antes y después de cada reunión de Vera y Eguiagaray en Argel para explicarles el tema. Esa fue la clave y ninguna otra.
Tantos años después, estamos a la espera de los primeros atentados. No es esperable que vuelva con aquella fuerza el ‘espíritu de Ermua’, ni siquiera que podamos llorar juntos a las víctimas. Este solo hecho requeriría una explicación, un balance y una reflexión. No se harán.
Santiago González, EL CORREO, 9/7/2007