Manuel Marín-Vozpópuli
- La derecha callejera parece regodearse en la incapacidad de su proyecto para poder llegar y se instala en un autolamento de sentimiento trágico
Empieza a ser una engorrosa costumbre. La derecha vuelve a adquirir ese absurdo hábito de los miedos y la inseguridad. Es el temblor de piernas en el penalti definitivo de la final. El exceso de confianza, creer que todo el trabajo está hecho y pensar que nadie puede ser capaz de levantar una losa de rechazo social, desprestigio personal y corrupción como la que pesa sobre Pedro Sánchez, con sus sobres de Ferraz, sus puteros en serie y sus cátedras de Wallapop. Nadie como la derecha para autolesionarse y para reabrir el estigma autodestructivo. Nada como la derecha social, y la de tanto analista conservador que nunca está conforme y siempre parece odiar lo que él mismo representa, para denunciar desde su superioridad de criterio la debilidad, la impotencia, la torpeza o las incongruencias de la derecha moderada, o sea el PP, cuando se atisba que puede ganar. Esto en la izquierda no pasa porque en la calle y en la militante sumisión de sus medios de comunicación esa izquierda está entrenada para el zafarrancho de combate, para proteger sus habichuelas y para sobrevivir bajo el caparazón, agrupados todos en la lucha final. En cambio, la derecha callejera, la mayoritaria, la liberal y tal, parece regodearse en la incapacidad de su proyecto para poder llegar y se instala en un autolamento de sentimiento trágico.
La izquierda siempre crea ese espíritu de remontada posible… y la derecha siempre se deprime en un pesimismo existencial y resignado que se le clava en la mirada de su miedo escénico. ¿Por qué? Puro misterio. Sentimiento de inferioridad. Menos ímpetu ‘revolucionario’ y movilizador en la cabeza. No sé. Pura ambición, quizás: la izquierda, por exceso, y la derecha por defecto. En los bares, los remilgos de la derecha sociológica del PP con los suyos son inversamente proporcionales a la disciplina férrea y sumisa de la izquierda del PSOE con los suyos. La realidad es que cuando la izquierda dobla el espinazo, ahí llegan los gurús de la derecha a lamentar que el neoconservadurismo con ribetes liberales nunca se reconstruye bien, que es insolvente, carece de colmillo, y que no llega, que le falta reprise… y que por eso Vox le adelanta por la tangente con su clarividencia desacomplejada y la coherencia del discurso. Ay, esa recurrente falta de autoestima. Ahí está, preparándose para febrero un proyecto editorial auspiciado desde la derecha liberal que se titulará “La derecha desnortada”. Pues eso.
Dado el empecinamiento de Pedro Sánchez en mantener la parálisis de la legislatura hasta 2027, surgen diez razones por las que el PP tiene motivos sobrados para provocar una implosión electoral. Tiene las herramientas para ello en once comunidades autónomas y tiene la llave de adelantos electorales que abran el ciclo de fondo que Sánchez se niega a abrir. El primer motivo es por audacia, por demostración de coraje. Un conservadurismo que espera a que el sanchismo caiga de maduro es un conservadurismo paciente y sufridor que transmite cierta sensación de impotencia. Aquello de ‘dejar hacer, dejar pasar’ no rinde ya en los códigos tradicionales de la política. Que esto ha evolucionado. La mesura, los equilibrios, la prudencia llevada al límite no rentan. Arriesgar implica liderar la acción, tomar la iniciativa, marcar terreno. El poder autonómico, a todos los efectos no es subsidiario del nacional, no es una comparsa, es real y potente. Forzar en las autonomías un retrato realista del mapa electoral, más allá del delirio de algunas encuestas, no tiene por qué ser una mala idea.
Segundo, retomar la agenda política sin soltarla, encabezar el debate público y la conversación en la calle con empuje. Salir del laberinto que te hace mostrarte zigzagueante y, tras un macrodomingo electoral autonómico, sacar conclusiones objetivas del escenario real que queda. Al sanchismo y al propio PP. Porque haya elecciones donde las haya —forzosas en Castilla y León y Andalucía, y optativas en Comunidad Valenciana, Extremadura, Aragón, Baleares…— se va a configurar en clave de plebiscito sobre Sánchez (y sobre Núñez Feijóo) inevitablemente. Tercero, la estrategia del PP frente a Vox está premiando a Santiago Abascal. Algo no funciona en Génova o algo carbura demasiado bien en Bambú. Ahí está el ejemplo de Aragón, única autonomía sin mayorías absolutas en toda la democracia. Allí el PP es rehén presupuestario de Vox y ese chantaje no va a cambiar. Como los desajustes en el PP con el criterio sobre la inmigración, sobre Gaza, sobre la vivienda o sobre el aborto. Un aldabonazo electoral regional clarificaría suficientemente un panorama electoral entre PP y Vox ante el que se está procrastinando.
Cuarto. Unas autonómicas masivas permitirían clarificar, aunque sea a nivel autonómico, el calado del trasvase de votos que van a producirse. Del PP a Vox, del PSOE al PP, de Sumar al PSOE… El voto autonómico a menudo es diferente al nacional, pero las tendencias ya no serían una elucubración, sino una hoja de ruta para corregir errores. Sería un buen laboratorio de pruebas para calibrar la fiabilidad de voto que retiene el PP, el crecimiento de Vox, la envergadura de posibles vasos comunicantes, y el éxito de cada potencial ganancia. Porque anímicamente puede resultar demoledor para el sanchismo. Quinto. Evaluar el valor real de la tendencia del voto joven y extrapolarlo a unas generales. Sexto, la reafirmación de liderazgos autonómicos con probable proyección nacional futura y que son aún desconocidos en el ámbito nacional. Azcón, Mañueco, Prohens o Guardiola son ejemplos de ello. Y asociado a esta reafirmación, la medición del estado de forma de Núñez Feijóo ante los comicios generales como factor anímico.
Séptimo, la resituación del debate público, de modo que permita a la derecha fijar su “target” y afianzar sus nichos de votantes en virtud de criterios homogéneos de coherencia, y evitar así trampas dialécticas del sanchismo a veces demasiado simplistas, pero con efectos probados dada la eficacia de su relato. A menudo resulta fácil dejar en evidencia las contradicciones del PP en cuestiones públicas muy sensibles. Octavo: es un error vencer todo el argumentario de la derecha a la corrupción en torno al sanchismo. Está más que amortizada y nadie, ni a la izquierda ni a la derecha, va a alterar ya su punto de vista por mucha prostitución más que aparezca. El mesianismo de Sánchez crea fanáticos del sanchismo que son inamovibles, y aunque amenacen con abstención… casi siempre terminan votando. Y nunca a la derecha.
Noveno. Va siendo hora de que empiece el baile. La legislatura está muerta, nada avanza y nada retrocede, y las tensas esperas terminan por aburrir al votante con la desmotivación y la ausencia de impulso. Es relevante ser el protagonista de la efervescencia, y Sánchez ya se ha adelantado empezando ese proceso desde el mismo día en que vio en la Vuelta Ciclista una oportunidad. Y décimo motivo. Un macrodomingo electoral puede ser lo más parecido a una moción de censura. Entraña riesgos, pero de lo que se trata es de conjurarlos y crear la atmósfera emocional de que el sanchismo se ha agotado de modo irreversible. Todo lo demás será dar bazas a una recuperación paulatina del PSOE.