- Como ministro de Sanidad ya demostró que hablar bajito, no perder las formas, usar gafas de pasta y llevar el flequillo bien atusado no es garantía de nada
Me pasa un amigo un artículo de un entusiasta del sanchismo que califica a Salvador Illa de «político serio y pragmático». Me lo envía por guasap, subrayado con un emoticono de carcajada con lágrimas. Me sumo… a las risas irónicas.
O España sufre un ataque de amnesia colectiva, o me veo con un pie en el frenopático, pues recuerdo nítidamente a Salvador Illa como un terrible ministro de Sanidad, que falló por todo lo alto ante la mortífera pandemia.
Cuando ya has cumplido muchos abriles te vas dando cuenta de que en la vida existen algunos casos de cantamañanas de éxito que trepan de una manera que no concuerda con sus méritos reales. Los principales métodos de progresión a través de la simulación laboral son tres:
El primero es tan viejo y sonrojante como siempre eficaz: el puro pelotilleo, arrastrarse a los pies de los jefes, fórmula casi infalible («qué amable es Guillermo», «qué maja Mari Carmen», se queda pensando el responsable que ha recibido el burdo baño de jabón).
El segundo es el del presunto súper-profesional que inspira confianza al primer vistazo. Muy atildado. Voz profunda. Siempre con una sonrisa acogedora, ni corta ni larga, pero que infunde solvencia y cordialidad. Puesta en escena de persona de gran mundo. Sabe chocar la mano tocando al tiempo el codo de su interlocutor, elegir buenos restaurantes y mirar a los ojos con una franqueza desarmante (más falsa que un Trólex del topmanta).
El tercer método consiste en dar la imagen del perfecto funcionario: sereno, eficaz, reflexivo, fiable. Exige componer una efigie de sólida seriedad, hablar bajo y lento y no alterarse jamás. Las mayores simplezas o majaderías han de subrayarse con una máxima solemnidad, como si se estuviese inventando la pólvora, y a la hora de la verdad no hay que hacer nada. Es el método del jardinero de Bienvenido Mr. Chance, aquella comedia con el estupendo Peter Sellers.
Y es también el método de Salvador Illa. Carita seria, casi compungida. Flequillo bien peinado, con ese pelazo farandoleado. Traje impecable y gafas de pasta a lo Clark Kent. Tono de voz muy recogido y burradas pronunciadas con tono de máxima seriedad («la lengua es la columna vertebral de la nación catalana», dijo ayer tras la toma de posesión de sus consejeros, la mitad de ellos nacionalistas, y por supuesto habló también de «la España plurinacional»).
Contemos la verdad. De entrada, «el filósofo Illa» no es tal, sino licenciado en Filosofía, que es otra cosa. Su mayor hito fue ejercer durante casi diez años de alcalde de su pueblo, 29 kilómetros al norte de Barcelona y de 12.000 almas (vaya, que tampoco era el regidor de Nueva York). Tras dejar la alcaldía en 2005 se puso a trabajar en una productora audiovisual. Duró solo nueve meses. Enseguida volvió a flotar en su placenta de siempre, el PSC. Primero lo nombraron «director general de gestión de Infraestructuras del Departamento de Justicia de la Generalitat», uno de esos curros de relleno que florecen en las autonomías. Allí chupó de la piragua cuatro años, hasta que el PSC perdió el Gobierno catalán, pero enseguida le buscaron otros cholletes en el Ayuntamiento de Barcelona.
En 2016, Iceta lo nombró secretario de organización del PSC y empezó a destacar por su diplomacia con los nacionalistas (léase lisonja y cesiones). Esa fue la tarjeta de presentación por la que Sánchez lo fichó para su Gobierno. Su cometido real consistía en engrasar las relaciones entre Moncloa y los separatistas. La cartera era lo de menos. Se le dio la Sanidad en enero de 2020 porque parecía un ministerio florero, vacío de competencias. Pero se cruzó un cisne negro, la pandemia, e Illa tuvo que ponerse a trabajar en la Sanidad, de la que sabía tanto como la buena de mi tía Matilde de las ecuaciones de Navier y Stokes.
El resto ya lo saben. Comités de expertos que no existían, medidas tardías y equivocadas, ocultación de las cifras de muertos y mentiras con los datos, compras chapuceras de material sanitario, que ahora sabemos que además ocultaban una red de corrupción socialista. Más los ridículos constantes de Fernando Simón, la inconstitucionalidad del encierro, la propaganda atosigante… Y la cobardía de plantar el cargo al año y pasarle la patata caliente a las comunidades al verse desbordado. Ese es Illa, el mismo personaje que iba de leal constitucionalista y ahora habla exactamente igual que un dirigente de ERC. El que ha comprado su cargo con un cupo catalán anticonstitucional y planes para fulminar el español en Cataluña.
En la presentación de su Gobierno ha dicho que está guiado «por la socialdemocracia y el humanismo cristiano». Sorprendente definición, pues ambos están justamente en las antípodas de promover la desigualdad entre las personas por motivos de presunta superioridad identitaria, que es por lo que aboga el nacionalismo, el credo que Illa ha abrazado.
El flequillo luce perfecto, sí.
Lo que hay debajo ya es otra historia… El PSC e Illa son nacionalistas catalanes y dañan la unidad de España. Así de sencillo.