ISABEL SAN SEBASTIÁN, ABC – 23/07/15
· España paga por sus nacionales, como pide la mayoría social, mientras EE.UU. rehúsa negociar con terroristas.
Los yihadistas del Daesh son maestros en el arte de administrar el terror. Es su negocio, el que les alimenta dentro y fuera de las fronteras que controlan, gestionado a base de adaptar con refinada eficacia su propio grado de crueldad a la respuesta de sus enemigos. La mayor parte del poder que han conseguido no se debe ni a su pericia militar ni mucho menos a su armamento o efectivos humanos, considerablemente inferiores a los de las fuerzas que les plantan cara, sino al miedo que son capaces de inspirar. Y en el empeño de aterrorizar del modo más favorable para sus intereses el periodismo constituye un altavoz impagable, además de un escaparate mundial.
La presencia de periodistas en zonas de conflicto resulta indispensable para dar testimonio de lo que allí acontece y proteger de ese modo a las víctimas inocentes; cierto. Ello no obstante, cuando los propios periodistas, advertidos, señalados y reconocibles, se convierten en blanco de uno de los bandos combatientes a fin de ser utilizados en repugnantes chantajes o brutales «sacrificios» humanos, es hora de plantearse si su trabajo informativo empieza a ser contraproducente. Mi respuesta en el caso de Siria, donde más de cincuenta reporteros han caído abatidos por su condición de informadores, es que sí. Lo es porque la munición propagandística que brindan a los islamistas en el caso de ser capturados, por no hablar del dinero fresco que les proporcionan sus rescates, causa un daño muy superior al valor de cualquier noticia. Lo es en opinión de no pocos expertos, incluidos muchos ilustres colegas, por más que pocos se atrevan a decirlo públicamente, desafiando con ello uno de los dogmas sagrados de la corrección profesional. Antonio, José Manuel y Ángel, tres compañeros
freelance que se movían en los alrededores de Alepo, permanecen secuestrados a esta hora en alguna lóbrega mazmorra, probablemente por los mismos bárbaros fanáticos que mantuvieron retenidos durante meses a Javier Espinosa y Ricardo García Vilanova, después de haber degollado a James Foley. La razón por la que unos están vivos y el otro muerto es evidente, aunque tampoco sea de buen tono exponerla con claridad: España paga por sus nacionales, mientras que Estados Unidos rehúsa negociar con terroristas, aunque esté en juego la vida de un reportero, hermano, para más señas, de un marine americano desplegado en Irak. Aquí nadie lo admitirá nunca oficialmente, pero, como ha anunciado Rajoy, «el Gobierno hará todo lo posible para traer de vuelta a casa» a esos compatriotas, lo que equivale a reconocer que cederá a la extorsión.
Es la demanda abierta de una amplia mayoría social, horrorizada ante la posibilidad de que uno de los secuestrados fuese su hijo o su hermano, y a pocos parecen incomodar las implicaciones de esa capitulación. No seré yo quien juzgue si se trata o no de la decisión correcta. No me corresponde ese juicio y me sumo al deseo de una pronta liberación. ¡Por supuesto! Creo, eso sí, que debemos mirar de frente a la verdad, asumiendo el dilema ético que esconde y recordando otros casos en los que la firmeza del Estado ante el terror supuso el asesinato alevoso de un joven concejal llamado Miguel Ángel Blanco y el final de los secuestros perpetrados con fines políticos. Debemos mirar de frente a la verdad y llamar a las cosas por su nombre, porque cuando toda una nación, empezando por sus dirigentes, abdica sus principios ante una amenaza de esta naturaleza, el negocio terrorista prospera. La paz que se compra a cambio de dignidad acaba siempre convertida en indignidad y guerra.
ISABEL SAN SEBASTIÁN, ABC – 23/07/15