Dimisiones

Jon Juaristi, ABC 11/11/12

La tragedia de Cataluña reside en la fragilidad de sus clases rectoras, que carecen de un concepto de orden.

Asistí, el jueves pasado, a la investidura de Sir John Elliot como Doctor Honoris Causa por la Universidad de Alcalá. Mientras el ilustre hispanista pronunciaba su lección magistral desde la cátedra del Paraninfo, recordé otra que le oí, hace quince años, en la inauguración del Centro Rey Juan Carlos de New York University. Decía entonces Elliot que, a pesar del ascenso de los nacionalismos en la Transición, España no ha dejado de ser percibida desde el exterior como una nación homogénea.

En la última década del pasado siglo parecía culminar, en cierto sentido, un proceso integrador que había arrancado de las Cortes de Cádiz, a través del cual la metrópoli de un viejo imperio cuya disolución se iniciaba por entonces se iba a transformar en una nación moderna. El recorrido no fue fácil. La construcción del Estado liberal fue interrumpida por períodos de caos político, guerras civiles, pronunciamientos y dictaduras. Pero en los años noventa, aunque el terrorismo de ETA siguiera golpeando sin tregua y proliferaran los escándalos políticos, dominaba la convicción de que la sociedad española había alcanzado unos niveles de cohesión y prosperidad ni siquiera imaginables en los tiempos del franquismo tardío.

Los fastos de 1992, tan criticados posteriormente, contaron sin embargo con un amplísimo respaldo cívico, porque se entendía que la nación democrática tenía el derecho de celebrar sus logros y además lo necesitaba. La Feria Internacional de Sevilla o la Olimpiada de Barcelona suscitaron un entusiasmo verdaderamente nacional. Los diagnósticos de los historiadores eran asimismo optimistas. Enric Ucelay da Cal, por ejemplo, afirmaba que Cataluña se había españolizado mucho más profundamente en el período reciente de libertad y autonomía que en toda su historia anterior (pienso que lo mismo se podría decir de todo el resto de España, incluido el País Vasco). A la altura de 1998 constatábamos que los programas regeneracionistas del fin de siglo anterior habían sido rebasados con creces y que el «problema de España» que afligía a nuestros abuelos se había convertido en una antigualla. Ni siquiera los políticos invocaban la memoria de la guerra civil para desacreditar a sus adversarios.

Indudablemente, los nacionalismos gobernantes en el País Vasco y Cataluña no habían renunciado a sus programas máximos ni estaban dispuestos a plegarse a un cierre del proceso autonómico, pero, por lo que fuera, por prudencia u oportunismo, contenían aún sus impulsos naturales. Sus pretensiones hegemónicas —plasmadas en políticas lingüísticas y retóricas guerras de símbolos— incordiaban y ofendían, como es lógico, a los no nacionalistas. Pero en Cataluña, el pujolismo se manifestaba aún como catalanismo y no como nacionalismo, en el sentido que daba Pla a dichos términos, y debe reconocerse que CiU había conseguido encauzar las energías sociales apartándolas de la anarquía destructiva que caracterizó la vida catalana en épocas no tan remotas.

El panorama ha cambiado totalmente, y en ello han influido, por supuesto, la crisis económica y el advenimiento de generaciones que no conocieron a Moisés, pero la radicalización secesionista del catalanismo resultaría inexplicable sin el efecto deletéreo que tuvo en CiU la política del tripartito. En tiempos de tribulación, el catalanismo conservador siempre ha demostrado carecer de un concepto propio de orden, y si en 1936 buscó el amparo de la sublevación militar, ha optado ahora por sumarse a la subversión nacionalista. La tragedia de Cataluña reside en las recurrentes dimisiones de sus clases rectoras, acobardadas ante cualquier manifestación de la rauxa plebeya. En las horas duras, nunca están en su sitio.
Jon Juaristi, ABC 11/11/12