Dimitir «de a poquito»

IGNACIO CAMACHO, ABC – 23/07/14

· En su despedida a plazos, como la de Antoñete o la de Miguel Ríos, Duran se ha ido de un sitio en el que ya no estaba.

Se va Duran Lleida, dicen los periódicos, los telediarios, las tertulias mañaneras. Los massmedia, como se decía antes, se llenan de análisis sobre la dimisión de este catalán elegante, culto y distinguido, como si su renuncia fuese un acontecimiento estratégico cenital capaz de descarrilar el conflicto soberanista. Pero atentos a la letra pequeña del relato. ¿De dónde se va Duran? ¿De la presidencia de su pequeño partido, Unió Democrática? No. ¿De la portavocía nacionalista del Congreso? Tampoco. ¿De la presidencia de la Comisión de Exteriores? Frío, frío. ¿De la suite del Palace en que habita «prisionero» como Julio Camba? Quiá. Entonces, ¿de dónde demonios se ha ido?

Pues se ha ido de un sitio en el que de hecho ya no estaba. De la secretaría general de Convergencia i Unió, una de sus múltiples funciones que es casualmente la que menos ejercía porque hace mucho que dejó de sintonizar con Artur Mas y sus pretorianos subidos a la ola independentista. Del resto de sus variados cargos persiste por ahora en ejercicio. Duran seguirá votando y defendiendo cosas y causas en las que no cree, como el referéndum de autodeterminación o el rechazo a la abdicación de Don Juan Carlos, y continuará presidiendo un minipartido que a su vez permanece coaligado con otro con el que no se entiende. La suya es como la despedida de Antoñete, como la de Miguel Ríos, una retirada a plazos, de a poquito que dicen los latinoamericanos. Me voy pero no me voy, que aunque me voy no me ausento.

En realidad lleva bastante tiempo ausente. Su teórica influencia carece de soporte porque su falta de compromiso y de carácter lo ha vuelto irrelevante, gaseoso, transparente. El papel de puente que se autoasignó no funciona porque está desconectado de las dos orillas y se ha varado en medio del río. Y ni siquiera en el momento de su aparente ruptura se atreve a explicar claramente su incomodidad con el soberanismo. La suya es una eterna melancolía confortada con el dulce estatus de su rango parlamentario y un pasaporte diplomático del Reino de España, la nación de la que se quieren separar sus aliados sin que él acierte siquiera a reprochárselo. Todo él es una contradicción, un amago; ha llegado un momento en que ya no se sabe si es de los suyos.

Político de salón, de moqueta y cenáculo, rodeado de un prestigio artificial fruto de una sobrevaloración endogámica, Duran cohabita consigo mismo, con su alma escindida en sentimientos encontrados, lealtades contrapuestas y remordimientos mal resueltos. Ha perdido todo ascendiente en Cataluña y en Madrid porque no lo necesitan ni en un sitio ni en otro. Cómo lo van a necesitar si no sabe hacerse valer. Si hasta le falta pujanza para dar un portazo, para irse de golpe con un gesto de dignidad airada y resolutiva. Si ni siquiera ante la evidencia de que nadie cuenta con él puede dejar de echarse de menos a sí mismo.