ABC 27/06/17
DAVID GISTAU
· Dinamarca debe de ser la leche, el reverso perfecto de ese ente fallido llamado España
Los únicos daneses de los que tengo un conocimiento aproximado son el rey Canuto, Michael Laudrup y Sven Hassel. Más allá, estoy culturalmente predispuesto a incorporar Dinamarca a las naciones de las cuales partieron las invasiones «alegres y faldicortas» que provocaron en España la eclosión del landismo. Cuando el turismo no era una degradación alpargatera sino la vanguardia de una apertura con la que iban asentándose los fundamentos del gran parque temático español.
De las carencias que me lastran, la que me resulta ahora más acuciante es no haber estado en Dinamarca. Lo digo porque Dinamarca debe de ser la leche, el reverso perfecto de ese ente fallido llamado España: cada uno de nuestros defectos es allí trocado por una virtud, cada uno de nuestros fracasos colectivos florece allí como éxito, y todo pasado por un tamiz de socialdemocracia fundacional que lo hace aún más encantador y civilizado. Tenía razón Cánovas: español es, no ya quien no puede ser otra cosa, sino aquel desgraciado a quien no dieron el carné de danés, como en una exclusión terrible, parecida a la que separaba a los ciudadanos Alfa de los Beta en el mundo feliz de Aldous Huxley.
En estos años de crisis y corrupción que tanto potenciaron el autoodio a la española, fíjense en la importancia que adquirió entre nosotros la palabra Dinamarca entendida al mismo tiempo como aspiración y como medida de nuestro naufragio. Los partidos autodenominados regeneradores, los que iban a hacer sin pirotecnias revolucionarias la Transición auténtica, nos imponían como examen por aprobar la voluntad de ser daneses. Ignoro si la obligación incluía también aprender un idioma que se me antoja hermético y entrenarnos para dar pases mirando hacia otro lado en una desactivación definitiva de la Furia. Daneses nos quería hacer Rivera, a quien España, como a Camba la cocina, debía de olerle un poco a ajo y supersticiones religiosas. Cuando se hundió electoralmente, Rosa Díez dijo que su error había sido fundar en España un partido para daneses, vamos, que UPyD nos cayó encima como la botella de CocaCola ante la cual se admiró el bosquimano de «Los dioses deben de estar locos».
Ahora hay un alcalde catalán, creo que de Gerona pero estoy dispuesto a vivir el resto de mi vida sin averiguarlo, que cultiva el narcisismo nacionalista, y al mismo tiempo justifica la ruptura, diciendo que lo que el Ebro separa es nada menos que Dinamarca del Magreb. Ya conocíamos de Cataluña el desprecio a lo «mesetario» tan «gauchedivine», tan barra del Bocaccio, que ahora ha interiorizado el nacionalismo –también el de los tíos Tom del PSC– para agregar desdén cultural al mito de los tanques entrando por Diagonal. Eso no es nuevo y en realidad es una reminiscencia del desprecio anti-imperial de los sojuzgados humanistas italianos. Pero, joder, otra vez Dinamarca. Ahora sí que necesito ir y ver aquello que se ha convertido en la utopía donde confluyen todos los clichés de la vergüenza de pertenencia española.