JUAN RAMÓN RALLO-EL CONFIDENCIAL
El dinero gratis es, en realidad, el reverso de lo caro que resulta invertir productivamente
La portada de esta semana en ‘The Economist’ es una de esas que indudablemente mueve a la reflexión: “Dinero gratis: cuando el gasto público no conoce límites”. De acuerdo con el semanario inglés, la pandemia ha acelerado algunas de las tendencias previas dentro de nuestras economías según las cuales los bancos centrales están siendo capaces de implementar políticas monetarias ultraexpansivas que, sin generar inflación, mantienen los tipos de interés por los suelos permitiendo así a los gobiernos endeudarse de manera aparentemente ilimitada.
Es verdad que ‘The Economist’ no se muestra plenamente a gusto con esta situación: todo este edificio de deuda podría venirse abajo si regresa la inflación y, aun cuando no lo hiciera, un sector público hipertrofiado y financiado por la imprenta irrestricta del banco central podría terminar siendo instrumentalizado en su propio beneficio por los distintos grupos de presión. Pero, a pesar de estas críticas, diría que el seminario no termina de dibujar la imagen completa del momento que estamos viviendo.
De entrada, no es verdad que el gasto público no conozca límites. Los límites del gasto público los conocemos sobradamente: el pleno empleo de los recursos. Cuando todos los recursos de una economía estén operando a su plena capacidad, no existe margen para incrementar el gasto en unas partidas sin reducirlo en otras. Si, en ese contexto, un gobierno tratara de gastar más, provocaría a buen seguro uno de estos dos efectos: o subida de los tipos de interés (si intentara gastar más endeudándose mediante la emisión de bonos) o subidas de precios (si pretendiera gastar más emitiendo nueva moneda fiat). A día de hoy, sin embargo, no asistimos ni a subidas de precios ni a subidas de tipos de interés, lo que parece indicar que los gobiernos sí cuentan con espacio fiscal para endeudarse más y gastar más. Pero, ¿por qué cuentan con ese espacio fiscal? O expresado de otra forma, ¿por qué los recursos no se hallan plenamente empleados?
De entrada, no es verdad que el gasto público no conozca límites. Los límites los conocemos sobradamente: el pleno empleo de los recursos
En cuanto a la insuficiencia del gasto en consumo, no es que durante las últimas décadas se haya producido un desplome de la propensión media al consumo (al contrario, esta ha aumentado en las principales economía occidentales), pero como el PIB ha seguido creciendo y no se ha consumido la totalidad de esa nueva producción, los volúmenes de ahorro han continuado incrementándose. Además, han aparecido nuevas economías —como China— con propensiones medias al consumo más bajas que en Occidente, lo cual también ha aumentado la disponibilidad global de ahorro. Ahora bien, si todo ese ahorro fuera invertido, no habría factores ociosos.
¿A qué se debe, pues, la insuficiencia del gasto en inversión como para absorber todo el ahorro? Las hipótesis son muy diversas y no necesariamente excluyentes: caída de la productividad marginal del capital, frenazo innovador, envejecimiento de la población (y consecuente aumento de la aversión al riesgo), oligopolización, sobrerregulación, sobreendeudamiento privado o zombificación. En cualquier caso, la rentabilidad esperada de los proyectos de inversión conocidos no es lo bastante elevada como para inducir a todos los ahorradores a emprenderlos.
Así, cuando el ahorro —la renta que los agentes económicos desean trasladar del presente al futuro— supera la inversión —los procesos de producción presentes que generan renta en el futuro—, la diferencia se canaliza hacia el atesoramiento: los agentes económicos no intentan acceder a la renta futura produciéndola (inversión), sino amasando poder adquisitivo sobre los bienes que otros produzcan mañana. En el pasado, ese poder adquisitivo contra producción futura se lograba atesorado oro: cuando aumentaba la demanda de oro, y dada la rigidez de su oferta, se generaba deflación (y esa deflación, por cierto, podía rentabilizar inversiones que previamente no resultaban atractivas). A día de hoy, el principal vehículo para atesorar poder adquisitivo son los pasivos estatales de gobiernos solventes, pero la lógica sigue siendo la misma: si hay una muy intensa demanda de deuda pública y su oferta se mantiene rígida, entonces los tipos de interés bajarán (incluso se volverán negativos) y entraremos en deflación. Por eso hoy los gobiernos cuentan con margen para emitir deuda sin que se disparen los precios o los tipos de interés: porque la deuda pública es el vehículo en el que preferentemente los ahorradores buscan transformar su renta presente en renta futura sin asumir personalmente los riesgos vinculados a implementar procesos que incrementen la producción futura.
¿Y por qué deberíamos suponer que el sector público triunfará allí donde el privado ha fracasado?
Pero semejante situación resulta harto indeseable, dado que traslada al sector público la capacidad y la responsabilidad de emplear los factores productivos ociosos para impulsar el crecimiento del PIB. ¿Y por qué deberíamos suponer que el sector público triunfará allí donde el privado ha fracasado? ¿De verdad nuestros políticos conocen suficientes proyectos de inversión con un retorno suficientemente positivo como para compensar a los ahorradores que han adquirido sus títulos de deuda pública? Si la respuesta es negativa, entonces la emisión de más y más deuda pública solo conducirá a una masiva socialización de pérdidas: los compradores de deuda pública podrán acceder a producción futura no porque hayan contribuido a generar esa producción futura, sino porque parasitarán, vía impuestos, la producción futura generada por otros. Y más impuestos sobre las actividades productivas que subsistan en el futuro solo minarán aún más la disponibilidad de inversiones rentables.
De ahí que el aparentemente atractivo enfoque que plantea ‘The Economist’ —si los gobiernos pueden endeudarse irrestrictamente, que lo aprovechen— sea un enfoque desacertado. Los bajos tipos de interés y las pulsiones deflacionistas no son una ventaja a explotar, sino un problema a solucionar. Los gobiernos no deberían dedicarse a emitir deuda pública de manera alocada para disparar el gasto de cualquier manera, sino a atacar las causas profundas de la inexistencia de suficientes oportunidades de inversión (quizá no todas ellas puedan ser remediadas, pero algunas como la oligopolización, sobrerregulación y zombificación desde luego sí lo son). El dinero gratis es, en realidad, el reverso de lo caro que resulta invertir productivamente.