Felix de Azua-El País
La política como sucedáneo de la religión, exige la presencia de enemigos a los que no hay que vencer, sino aniquilar
Ahora que quizás ya ha terminado la parte más grosera del mercadeo, a ver si podemos ya volver a la reyerta ideológica, es decir, a la vieja tradición de estabular al enemigo. En España solo hubo política unos pocos años, tras la elección de Felipe González. Ahora hemos vuelto al vasallaje de cargos, enchufados y clientela, bajo el manto excluyente de la ideología. Son muchos siglos de escuela católica como para olvidar que en este país solo hay buenos y malos, cristianos y judíos, papistas y luteranos, izquierdas y derechas. La política, como sucedáneo de la religión, exige la presencia de enemigos a los que no hay que vencer, sino aniquilar. Si se puede. Y si no se puede, sumen todas las fuerzas al servicio del odio.
Cuando las podemitas tomaron el Ayuntamiento de Madrid, se entregaron a cambiar nombres de calles, plazas y avenidas con desenfreno. Naturalmente era lo mismo que habían hecho los franquistas hace un siglo. Y allí en donde hasta ahora figuraba un olvidado general, las ideólogas pusieron el nombre de un desconocido insurrecto. El pavor religioso a los nombres no es actual. En 1793, año terrible de la Revolución Francesa, en plena actividad del Comité de Salud Pública, o sea, del Terror, se rebautizaron muchas cosas, los años, los meses, las fiestas. Había que borrar los nombres infectados por Satán. En los palos de la baraja los Reyes fueron reemplazados por los Genios, las Damas por las Libertades, los Caballeros por las Igualdades y los Ases por las Leyes. ¿A quién le importaban esos nombres? Al dueño del lenguaje que es Dios, a sus ministros en la tierra, los obispos, y a los supersticiosos que obedecen como ovejas al amo. Yo espero que el nuevo Ayuntamiento de Madrid no empiece a cambiar nombres, por el amor de Dios.