José Luis Zubizarreta-ElCorreo

  • Resulta en extremo difícil de admitir que una búsqueda sincera de concordia haya podido conducir irremisiblemente a un nivel tan alto de discordia

Tras permanecer sofocada durante un tiempo la deflagración que produjo su aprobación en el Congreso, la ley de amnistía la ha reactivado al ser devuelta por el Senado y levantarse el veto por el que había quedado suspendida en una pausa injustificadamente larga. Como otro Guadiana, fluyó sumergida durante las elecciones autonómicas de Galicia, Euskadi y Cataluña, por temor al efecto perverso que, en los diversos partidos, favorables o contrarios, pudiera causar su mera mención, y se ha puesto de nuevo en marcha para emprender una incierta andadura que la lleve a adquirir, además de su actual vigencia, plena efectividad. Queda, en efecto, ahora su aplicación en manos de fiscales y jueces involucrados en los sumarios del ‘procés’, así como, eventualmente, en las de los tribunales Constitucional y de Justicia de la UE. Y es de temer que el mesurado debate y las ponderadas resoluciones con que estos calmados ámbitos la traten remuevan las turbias aguas en que chapotea la política.

Por de pronto, la propia campaña en que ésta se halla inmersa para los comicios europeos está ya viéndose perturbada por este nuevo tema que se ha añadido a los ya manidos de la supuesta corrupción de «la Moncloa y su entorno» y la presunta «fascistización» de la derecha, sea extrema o moderada. E ingenuo sería pensar que el debate político sobre este nuevo asunto vaya a adoptar la misma ponderación y mesura con que se conducirá la conversación judicial. Más realista es temer que los poderes que uno y otra representan sigan la senda que a cada uno le es propia. El debate político, la del «fango»; la conversación judicial, la ajustada a razón, si bien, visto cómo están de agitados los ánimos en ambos ambientes, el riesgo de contaminación no será fácil de evitar. Grave sería, por cierto, aunque no improbable, que el debate bronco, borde y estéril de la política prevaleciera sobre la serena conversación judicial que podría reconducirlo a la cordura perdida.

Sea esto lo que fuere -y lo prudente es temer siempre lo peor-, lo absurdo sería plantear la pelea electoral, como desde ambos polos políticos se hace, en términos de plebiscito entre dos opciones opuestas, cuando la previsiblemente baja participación que arrojan de costumbre los comicios europeos en absoluto podrá reflejar el sentir general de un electorado en gran medida ausente. Tal planteamiento sólo está logrando que la campaña se desentienda de todo lo que tiene que ver con lo que las elecciones europeas persiguen para nuestro incierto futuro y se convierta en la repetición virtual y falsaria de las que preceden a unas generales, cuyos resultados, en este caso concreto, ni por asomo dirán cuáles son las preferencias reales del electorado respecto de los asuntos nacionales.

Así, al margen de cuáles sean los resultados que arrojen estas elecciones, la legislatura no sólo seguirá empantanada en las ya conocidas desavenencias entre los socios del Gobierno y entre los aliados que lo apoyan, sino que se verá además agriamente enfrentada entre el Ejecutivo y la oposición por la definitiva vigencia de la ley en cuestión y los avatares que la esperan en su recorrido. Se contarán, entre éstos, algunos tan sensibles y conflictivos como el retorno del prófugo Puigdemont, con su efecto revitalizador de las exigencias soberanistas y la puesta en duda de la constitución del Gobierno catalán y la continuidad del español, el goteo de dilatorias cuestiones prejudiciales interpuestas por diversos tribunales, la larga y variada serie de resoluciones que los jueces emitan y que, por discordantes entre sí, estarán abiertas a contradicción y, como guinda final y fatal, la exacerbación del enfrentamiento entre poderes constitucionales que, al mostrar sus discrepancias en el abordaje y solución de cuestiones tan sensibles, amenazarán con desestabilizar el sistema que se instauró en 1978. Y a cada avatar le seguirá una nueva trifulca. Nunca una sincera búsqueda de la concordia habría conducido a tanta y tan grave discordia.

Creer que la disolución de las Cámaras y la convocatoria de elecciones es la mejor salida al impasse en que la política se halla empantanada sólo sería un ejercicio de frustrante buenismo. La polarización ha penetrado hasta tal punto en el tejido político, que se ha hecho a corto o incluso medio plazo irreversible y no permite albergar esperanza alguna de que el recurso electoral sea capaz de desenmarañar el enredo en que aquél se encuentra atrapado. La agria sesión parlamentaria del jueves fue sólo un anticipo de lo que se avecina.