Jon Juaristi, ABC, 8/9/12
Extracto del texto cuya lectura pública impidieron los reventadores del acto inaugural del curso universitario, el pasado lunes 3 de septiembre, en la Universidad Autónoma de Madrid
COMIENZA este nuevo curso en las circunstancias más difíciles que haya atravesado nuestro país desde la Transición. No sólo seguimos inmersos en una gravísima crisis económica cuyo final no atisbamos todavía, sino que vemos además arreciar las críticas desabridas contra la Constitución Española en vigor. En parte, el desconcierto que la crisis ha suscitado en la ciudadanía es comprensible. Ninguna constitución es perfecta, y la nuestra, que plasmó un pacto entre fuerzas marcadas por profundos antagonismos del pasado próximo, exigió a todas ellas renuncias y concesiones recíprocas. Si entonces nadie quedó satisfecho por completo, podemos imaginar fácilmente por qué las generaciones posteriores, a las que la cada vez mayor lejanía cronológica impide valorar debidamente la generosidad de sus mayores, no se hayan sentido tan vinculadas a la letra ni al espíritu de la que, sin duda, ha sido la más amplia e incluyente de nuestras constituciones.
Las generaciones que forjaron la Constitución de 1978 están empezando a desaparecer. Dos de los artífices directos del texto constitucional han fallecido este pasado curso: don Manuel Fraga Iribarne y don Gregorio Peces-Barba Martínez, catedráticos ambos de sendas universidades públicas madrileñas. Podemos sentirnos legítimamente orgullosos de ambos maestros. Honraron a la universidad, y es justo que honremos su memoria en este acto.
Pero los padres de la Constitución no imaginaban cómo iba a ser la España de nuestros días. No previeron, en lo que directamente nos concierne, los enormes cambios que iba a experimentar la universidad. En 1978 el número de las universidades públicas españolas no llegaba a la mitad del de las actuales y para contar el de las privadas bastaban los dedos de una mano. Se hablaba ya de masificación, pero la mayoría de los estudiantes procedía de las clases medias tradicionales, si bien eran perceptibles los efectos de la Ley General de Educación de 1970, que había facilitado el acceso a la universidad a sectores sociales mucho más amplios. A pesar de la práctica gratuidad de los estudios universitarios, éstos no se habían convertido aún en una partida demasiado abultada de los presupuestos públicos. Y, sobre todo, los licenciados accedían a sus primeros empleos con relativa prontitud.
Durante dos décadas y media, España obtuvo excelentes réditos del sistema constitucional. De ser un país de emigrantes, pasamos en pocos años a recibir la inmigración masiva de países con economías estancadas o destruidas por regímenes políticos totalitarios y corruptos. Se consolidó la sociedad de clases medias y vislumbrábamos un horizonte de prosperidad. Nos representábamos el futuro como una inagotable cornucopia. A la altura de 1998, en el centenario del año del Desastre, predominaba el optimismo. Habíamos superado con creces los modestos programas de los regeneracionistas y el nacionalismo plañidero de los escritores del anterior fin de siglo nos parecía sencillamente absurdo. Eran pocos los que advertían entonces las aporías del modelo de sociedad surgido en la última posguerra europea, al que nos habíamos incorporado tardíamente. Pocos, los que auguraban el colapso del Estado del bienestar si las demandas de servicios públicos gratuitos seguían creciendo exponencialmente a medida que iban siendo satisfechas. Y, por supuesto, no se les escuchaba. Los tiempos de bonanza no suelen ser propicios a las Casandras. Hoy, cuando aquellas ilusiones se han desvanecido, nos vemos confrontados a algo más que al derrumbe de las expectativas de entonces y a la extensión de la pobreza (miseria ya en muchos hogares). Si lográramos consolidar una trama de esfuerzos individuales y corporativos, opondríamos una resistencia eficaz a los embates de la crisis. Pero presenciamos algo muy distinto: un nuevo auge de los particularismos. Como sucedió en los años finales de otros ciclos constitucionales, individuos, partidos, corporaciones e incluso instituciones públicas parecen hoy concordar solamente en la persecución de sus fines particulares. Una concordia perversa que conduce a la discordia general. Un elemental sentido de la responsabilidad exige que los gobernantes tomen con decisión las medidas que más convengan al bien común. Es inevitable que los que ponen sus fines por encima del interés general se quejen de agravios. El agravio no es sólo un tópico obligado de los particularismos, sino su misma esencia. No hay particularismo sin conciencia de un agravio comparativo, a veces real, pero en la mayor parte de los casos puramente imaginario. La universidad no debe contribuir a la zarabanda de los particularismos. Su misión es precisamente la contraria: defender la razón frente a los desequilibrios viscerales y enfriar las pasiones desbocadas, porque sólo un clima de energías encauzadas hacia el estudio permite transmitir los saberes y perseverar en la investigación. Sería un error que se considerase particularmente agraviada por la restricción de las subvenciones públicas, que afectan a la práctica totalidad de organismos e instituciones del Estado. Sería un error que se considerase el incremento de los precios de las matrículas una injusticia. Lo injusto sería mantener en la dificilísima situación presente privilegios sectoriales en claro perjuicio de la sociedad en su conjunto, y en especial de los más vulnerables ante la crisis, los desempleados y sus familias. A pesar del aumento de las tasas, éstas siguen estando muy por debajo del coste real de la enseñanza. Pero el peor de los errores sería que la comunidad universitaria cediera a la tentación de sumarse a una fronda contra nuestro sistema político. Don Manuel Fraga Iribarne y don Gregorio Peces Barba venían de tradiciones políticas antagónicas. Supieron limar sus diferencias para lograr el acuerdo que permitiera a los españoles vivir en libertad y negociar pacíficamente los conflictos de intereses. Construyeron, no derribaron. Lejos de encastillarse en sus disensiones, pagaron a la sociedad la deuda que con ella habían contraído por el privilegio de haber accedido a la universidad. Nos dieron un ejemplo de patriotismo y de verdadero espíritu universitario, y por eso merecen nuestro homenaje.
Todos nos sentimos orgullosos de nuestras universidades, que se cuentan entre las mejores de Europa, y que atraen cada nuevo curso mayores cantidades de estudiantes de países extranjeros y de otras regiones de España. Sólo quiero asegurarles a ustedes que el gobierno de la Comunidad de Madrid es plenamente consciente de ello y que haremos los esfuerzos necesarios para mantener y mejorar la calidad de las mismas. Pero el futuro de la universidad está en manos de ustedes. Les pido que combatan el desánimo, que trabajen con entrega y que no se rindan a las adversidades, en la confianza de que saldremos del trance presente si avanzamos juntos en la dirección precisa.
Jon Juaristi, ABC, 8/9/12