Fernando Vallespín-El país
El objetivo del Rey ha sido subir la moral a un país sumido en el desánimo, desconcertado, escéptico y rasgado por fuertes divisiones políticas 

Esta Nochebuena el rey se enfrentaba a uno de sus discursos de Navidad más difíciles -el del 3 de octubre de 2017 ya pertenece a otro género, el de la excepcionalidad-. Era difícil por muchas razones. La primera y fundamental, porque por primera vez en nuestra democracia la dirección de la vida público-institucional no va a estar solo en manos de actores con firmes adscripciones constitucionalistas. Como todo el mundo sabe, Podemos es declaradamente anti-monárquico y, de producirse al final la abstención de ERC, al republicanismo de este partido se une su explícito rechazo al actual Estado. Pero ahí no queda la cosa. ¿Qué decir de tan larga interinidad política, o de la creciente fragmentación y polarización entre nuestras fuerzas políticas? Por mucho que su figura deba sobrevolar los detalles de la confrontación política partidista, su propia figura va asociada a la defensa de las instituciones, la integridad del Estado y el bienestar de España. ¿Se deslizaría alguna crítica, aunque sea entrelíneas, a la incapacidad de nuestros actores políticos para alcanzar acuerdos o al deterioro institucional?

Es obvio que la profesionalidad de la Casa Real no lo permitiría, y que tendría que elevarse a consideraciones más abstractas. Es más, ya casi desde el mismo comienzo, ha dejado claro lo que la Constitución le exige, el máximo respeto al Congreso “para tomar la decisión que considere más conveniente para el interés general de todos los españoles”. Pero, ojo, esta idea, la de velar por el bien común, se asocia también al deseo de concordia, la voluntad de entendimiento, y el encauzamiento de nuestras disputas en el marco de la Constitución. Y, a la vista de la serie de problemas que enumera al comienzo -Cataluña, el deterioro de las instituciones y los desafíos para la cohesión social de la revolución tecnológica entre otros- afirma que para resolverlos debemos implicarnos todos. La democracia es tarea de todos, y ha subrayado particularmente la importancia de las virtudes cívicas como el combustible imprescindible para afrontar los retos a los que hemos de hacer frente.

No se trata de exigir un voluntarismo vano. España ya demostrado en otros momentos la madurez y resiliencia suficientes para salir de situaciones similares. Como país, aparte de compartir un conjunto de sentimientos y valores comunes, tenemos las suficientes fortalezas para conseguirlo. Sobran, por tanto, los agoreros, los extremistas y los autocomplacientes. Los recursos están ahí, ahora solo falta saber enhebrarlos en una ambiciosa acción común –“todos juntos”-, porque “sabemos hacerlo y conocemos el camino”.

La conclusión es que se trata de un discurso dirigido a subir la moral a un país sumido en el desánimo, desconcertado, escéptico y rasgado por fuertes divisiones políticas. Una visión de España en positivo. Terapéutica. Falta por saber si sabrá reaccionar el paciente, porque los otros liderazgos, los que nos han conducido a esta situación, no parecen estar en la misma onda.