Nuestra capacidad de asombro ha tenido un año tan avasallador que ha quedado arrasada hasta esfumarse. De otra manera no podríamos soportar sin echar mano de una gran carcajada el que la única coincidencia entre toda la ciudadanía con carnet de identidad español fuera la corrección de una anomalía de gran calado que figura en el artículo 49 de la Constitución. Había que diferenciar entre lo ofensivo que significa ser un «disminuido» y lo satisfecho que debe sentirse uno al ser valorado como una «persona con discapacidad». Tal finura semántica ha merecido un aplauso unánime de todos los grupos políticos. La filología debe estar de enhorabuena y el país feliz como una perdiz.
Resulta paradójico que esto suceda cuando la palabra ha muerto, o quizá sea por eso. Ya no sirven para nada los compromisos verbales porque nadie está dispuesto a creérselos. Nos han metido de hoz y coz en la desconfianza. No basta con un notario que de fe, ahora se necesita un testigo acreditado que siga cada paso de lo que se ha prometido, en la conciencia de que se van a hacer trampas que echaran abajo lo firmado. Junts por Cataluña, un grupo con delincuentes probados, exige un mediador que evite que los pactos anticonstitucionales se incumplan. Por su parte, el líder de la oposición condiciona los acuerdos con el presidente Sánchez sobre la Judicatura al seguimiento de la Unión Europea para que no les haga trampas en los plazos y los objetivos.
La pregunta del periodista Carlos Alsina en el cara a cara con Pedro Sánchez no sólo consagra a un entrevistador sino también enfrenta a un político ante el más cruel de los espejos, el del cinismo. «¿Por qué miente tanto?».
En política nadie debe fiarse de nadie; está en la naturaleza del oficio, pero hay un ámbito en el que es obligado tener cierta seguridad en que la palabra del adversario, aunque sea pronunciada en el secreto más siniestro, va a cumplirse. Es un principio no escrito pero al que se atienen desde los grandes delincuentes hasta los estadistas más bregados. Sólo en la galaxia del business entran otras variables que echan por tierra este hábito consagrado desde que empezó la civilización del mercado y se acabó con el trueque. Es lo que ahora alguno define de manera oblicua como hacer de la necesidad virtud, que no es otra cosa que adaptar la necesidad ansiosa de poder para que se convierta en virtud si logra el objetivo de mantenerte.
La pregunta del periodista Carlos Alsina en el cara a cara con Pedro Sánchez no sólo consagra a un entrevistador sino también enfrenta a un político ante el más cruel de los espejos, el del cinismo. «¿Por qué miente tanto?«. Lo que pueda decir luego son argucias, volutas de humo, juegos de manos, disculpas de quien ha sido pillado con las manos en la trampa. Implícita en la pregunta ya estaba la descalificación humana y profesional, porque para llegar a ella había que acumular tal rosario de falsedades que hiciera innecesario ir pasando las cuentas. Ambos lo sabían.
Quien diga que la situación en Cataluña, por ejemplo, está mejorando habría que preguntarle en primer lugar, para quién
Aunque parezca tirar muy lejos, la muerte de la palabra es también la agonía de la ley, porque las leyes son palabras dictadas para cumplirse; de ahí el valor simbólico de que haya lugares donde están exentos de cumplirlas. Quien diga que la situación en Cataluña, por ejemplo, está mejorando habría que preguntarle en primer lugar, para quién. Lo que había fracasado y se deslizaba hacia la marginalidad de la que había salido, ahora ha cobrado bríos y hasta financiación suplementaria. Que dicten leyes los que viven de eso, que ellos seguirán agarrados a la virtud que creó la necesidad. Estaban acabados y la necesidad de Pedro Sánchez les dio la oportunidad de sobrevivir en la virtud de la derrota. Luego viene la sección de arreglos y abrillantado, como en los limpiabotas de antaño. Ese aseado y pulido que convierte en virtuosa lo que no es más que seguir manteniendo el mismo establecimiento en el que nacieron, crecieron y administraron la fortuna acumulada tras muchos desmanes. Esos zapateros remendones son los mismos que se refieren a lo ocurrido en Pamplona como «la recuperación de la alcaldía» y no como el pacto inverosímil hasta anteayer.
No son las palabras las que los delatan, porque esas están muertas. Son los endiablados juegos verbales a los que están sometidos para decir algo sin que tenga el menor sentido. Al presidente Sánchez cuando no le escriben se embarulla. «En Cataluña hay que encontrar un punto de encuentro». Si las palabras tuvieran alguna significación habría que deducir que no es fácil en política «encontrar un encuentro», a menos de estar bebido y que te importe una higa lo que vas a decir, porque la parroquia está borracha.
Que se haya perdido la palabra y que ya no signifique nada es todo lo contrario de una nadería. Es una virulenta epidemia social que echa por tierra cosas tan trascendentales como la vigencia de la palabra dada, incluso esas antiguallas de la honradez y la dignidad que diferencian a una persona, incluso a un profesional de la política, de un perillán. El descrédito del liderazgo consiente que gentes como Trump o Milei alcancen cotas de partidarios abrumadoras y que incluso gobiernen gentes a las que con toda seguridad nadie compraría un coche usado y menos alquilaría un país en crisis. Cualquier cosa menos lo que nos amenaza, o lo que es lo mismo, acabaremos soportando lo que nos amenaza. Sobre esa ola está surfeando Pedro Sánchez.
Este año que se nos viene encima será el de las sorpresas; viene cargado de incógnitas. Ni siquiera una frivolidad semántica como diferenciar disminuidos de discapacitados nos va a librar de afrontar situaciones para las que no tendremos palabras porque se nos han muerto. Estamos tan indefensos creyéndonos capaces de domeñar la Inteligencia Artificial, cuando andamos a rastras con la Inteligencia Natural, que aún es posible que esos talentos que marcan nuestra manera de expresarnos de modo políticamente correcto aseguran que la expresión clave del año 2023 es «polarización«. Un palabro robado a la física y extraído del vocabulario de la clase política, la misma que después de matar el valor de las palabras, se ha inventado una para su uso exclusivo, fuera del lenguaje común.
Podrían haber señalado otras como «perplejidad», «hastío», «desconfianza» o sencillamente «agresividad», pero “polarización” traduce una pedantería para manejo de tertulianos. Deberíamos aceptarlo; somos disminuidos a los que nos han discapacitado en el uso de la palabra. En vez del brindis del año nuevo feliz estaríamos en condiciones de levantar la copa para decir alto y claro: esto no hay quien lo aguante. Sería como empezar a recuperar el valor de las palabras.