Manuel Montero-El Correo
Asombra el ‘revival’ permanente del franquismo, presentado como una realidad inmediata. De tanto recrearlo, se diría que no podemos vivir sin Franco
Entre nosotros triunfa una utopía rarísima. No aspira a un futuro paradisíaco, como suele ser habitual en tales ilusiones, sino a cambiar la historia. Según su discurso cotidiano, la principal misión de nuestra época es acabar con el franquismo. Resulta el grito de guerra preferido. Por la frecuencia e intensidad con que la dictadura franquista salta a la palestra, se obtiene la impresión de que ocurrió ayer, no anteayer.
Se produce una distorsión temporal. Es como si hubiésemos entrado en un bucle sin continuidades lógicas. En este imaginario social, parecen haber desaparecido cuatro décadas, las que van de los comienzos de la Transición hasta aquí. Cuando mucho, quedan descalificadas como tardofranquismo, por insuficiencia antifranquista o por contaminarlas la sombra alargada del miedo. Por lo demás, esos años han perdido consistencia, se han desvanecido. Como si no hubiesen existido.
La actualización retroactiva del franquismo lo convierte de pronto en la hidra que nos persigue.
Aproximadamente la mitad de la población actual no había nacido cuando la muerte de Franco. Y los que habíamos llegado a los 18 años, el segmento que puede tener vivencias nítidas del franquismo, somos actualmente el 20%, la gran mayoría jubilados. El 80% restante vive de referencias prestadas, para la mayoría lejanísimas.
Por eso asombra el ‘revival’ permanente del franquismo, presentado como una realidad inmediata. De tanto recrearlo, se diría que no podemos vivir sin Franco. Como si fuésemos incapaces de romper con el pasado tenebroso. Como si nos viésemos abocados a revolcarnos en tiempos de blanco y negro que poco tienen que ver con la sociedad del XXI, de problemas tan distintos.
Constituye un hecho nuevo. A la altura de 2005 el franquismo casi había desaparecido del discurso político en España, salvo en el País Vasco, donde desde la Transición las alusiones a la dictadura habían ido aumentando con el paso de los años. En un artículo académico de ese año proponía una explicación. Argumentalmente, el nacionalismo vasco necesita evocar la represión «antivasca» y, como ya no había experiencias de este tipo, la apelación al franquismo mantenía la llama, imprescindible en un movimiento configurado como respuesta a presuntas agresiones. Hace quince años, por el contrario, en el resto de España podía el interés por el presente y por el futuro: el franquismo se convirtió en antigualla. Era una evocación histórica, no un flagelo cotidiano para fustigar la convivencia y tacharla de espuria.
Lo que ha venido después no desmiente el diagnóstico, pero demuestra que las evoluciones históricas no van siempre hacia delante. La política española fosilizó, se vasconizó y tras invocarse una memoria punitiva -precisamente al revés que en la Transición- el franquismo se convirtió en omnipresente. Surgió un neoantifranquismo que ofrece una versión rudimentaria de franquismo, al gusto del consumidor. El futuro dejó de interesar y el presente se caracterizó por dos notas: la voluntad de vengarse de la dictadura y la búsqueda de expresiones franquistas por doquier.
¿Nos sentimos bien en esa imagen inmovilizada, perpetuamente en el 36 o el 39, vengándonos, imaginando la vuelta a la tortilla? Por sí mismo, el síndrome de regreso al franquismo no tiene salida: creadas las estructuras de la autoflagelación social, contraída futurofobia y desarrollada la capacidad de detectar presencias franquistas en cualquier discrepancia, la vida en sociedad se convierte en una espiral que se envuelve en sí misma, la pescadilla que se muerde la cola.
El otro efecto del fenómeno impresiona: en la percepción pública desaparecen más de cuarenta años de democracia. Se ha volatilizado así un periodo brillante de nuestra historia, en el que la convivencia se convirtió en un objetivo colectivo y en el que los cambios políticos fueron profundísimos, positivos, y nos pusieron a la altura del entorno democrático -no del bolivariano sino del europeo- y, salvo la lacra del terrorismo, el nivel de concordia pudo considerarse alto. No faltaron las crispaciones -váyase, señor González, los dóberman- pero no constituyeron el centro de nuestras vidas.
Ese pasado democrático, que no aspiraba a sacar el ojo al vecino sino a convivir, fue fruto de las generaciones que habían vivido el franquismo, incluyendo las fases más brutales. A lo mejor no fue por la flojera del miedica que sugieren los neoantifranquistas sino por la voluntad de convivir, superando las trincheras que les habían amargado la vida.
La España de 2020 no es la que sale del franquismo sino de los cuarenta años siguientes de democracia. La supresión del pasado democrático, como si no hubiese existido o fuera irrelevante, nos transporta a un mundo sin tiempo ni continuidades. Que da vueltas sobre sí mismo, como una noria.