Lo bueno que tienen las conmemoraciones es que nos pueden hacer reflexionar sobre los hechos conmemorados, pero, sobre todo, mirar al presente. Ahora que los españoles hemos dado otra vuelta al dos de mayo de 1808 deberíamos fijarnos en el día de hoy del dos mil ocho, a ver si por casualidad hemos cambiado algo.
Hace 200 años
Resultó que entonces lo más florido de las ciencias y las artes eran afrancesados. Después de soportar a una casa real infame en manos de un valido prepotente contemplaban el Imperio francés como el instrumento para llevar a cabo importantes reformas sin que la canalla se desmadrara y acabara guillotinando hasta al apuntador, como acababa de pasar en Francia hasta el advenimiento de Napoleón. Los ilustrados progresistas habían encontrado en éste el camino para salir del Antiguo Régimen sin que la ola revolucionaria acabara tragándose también el progreso y la ilustración. Una forma ideal de dar los necesarios pasos adelante con la medida tomada. Lo que ocurre es que en la realidad las soluciones ideales no suelen producirse, existen demasiados factores que no se tienen en cuentan y, además, las dinámicas de los hechos desencadenados acaban reconduciéndolos con apariencias caprichosas y a veces contradictorias, porque acaban teniendo vida propia.
La preocupación por la insurrección popular era tremenda y compartida por las clases altas, no sólo entre los monárquicos absolutistas, sino también entre los espíritus avanzados. Ver a gente armada en la calle era lo último para ambas facciones, cada vez más enfrentadas en lo ideológico y más unidas que nunca ante el terror revolucionario.
Unos y otros solían utilizarlo al argumentar a favor de sus tesis, unos para defender el rechazo a nuevos usos y la defensa de la tradición, señalando lo que pasó en Francia por no saber hacer frente a las ideas disolutas que acabaron movilizando la marea canallesca, y los otros que había que hacer reformas no fuera a producirse esa marea de violencia. Lo cierto es que de no haber sido recogido por revolucionarios liberales, que vieron en la insurrección del pueblo todos los valores, en un discutible ejercicio demagógico, maquillado para el futuro por publicistas de este credo como don Benito Pérez Galdós y otros, el dos de mayo hubiera quedado como una reacción emotiva del bajo pueblo de Madrid contra la prepotencia de las tropas francesas. Una reacción, por cierto, que días antes había sido entrenada en el motín de Aranjuez nada menos que por el infante y sucesor Fernando y su camarilla de secuaces absolutistas, frente a Godoy, aliado de Napoleón.
El dos de mayo es un monumento a la reacción emotiva, y hasta a los ilustrados, vista la represión de los franceses, no les quedó más remedio, pues como patriotas eran los primeros, que aceptar el alzamiento y hasta verlo intelectualmente con agrado, cuando convocadas las Cortes de Cádiz éstas supieran dar paso a una constitución liberal que iniciaba la ruptura con el pasado. Aunque no todos alcanzaran observar, pues su patriotismo se lo impedía, que la influencia del Cádiz liberal en el resto de la península alzada contra el invasor era mínima, lo que llevó a Marx a calificar esta situación como de “hechos sin ideas”, la insurrección peninsular, e “ideas sin hechos” lo que se estaba gestando en Cádiz. Reflexión que nos ofrece la posibilidad de apreciar la tragedia española, tan bien pintada por Goya en el cuadro de los dos hombres semienterrados dándose estacazos, como el enfrentamiento entre el racionalismo y la emotividad.
Pero en Cádiz, la ruptura con el pasado sólo fue anunciada, pues seis años después, recibido El Deseado a su regreso a España por los diputados denominados desde entonces los “persas”, por el manifiesto en el que apelando a estos promovían la sumisión al monarca absoluto, sosteniendo el trono en arengas emotivas y de causa religiosa, dieron al traste con el racionalismo que tenuemente alumbró la iglesia de San Felipe Neri, sede de las Cortes. Este enfrentamiento encarriló a España hacia una tragedia de más de un siglo, con al menos cinco guerras civiles, infinitud de pronunciamientos y asonadas, más las guerras coloniales, además de crear hábitos de vida relacionados con la violencia, con militares desmovilizados sin destino a la espera de la siguiente guerra, con pronunciamientos y guerrilleros reconvertidos en bandoleros asaltantes de diligencias o en el empleo, más digno, de contrabandistas. La última de esta sucesión de guerras acabó de hecho con la transición española en 1978, y alguno parece que no lo desea, desenterrándola siempre que puede.
Lo cómodo y correcto sería decir que la emotividad quedó en la reacción, en el absolutismo, en el tradicionalismo, y que el racionalismo quedó en el liberalismo y los nuevos movimientos proletarios, pero no fue del todo así. Según eran llamadas las capas populares a participar en los abundantes conflictos, mayor demagogia y emotividad se volcaban en los discursos de ambos bandos. No siempre la emotividad estuvo situada en uno de los dos bandos, y no siempre los unos contra los otros. Hubo excepciones de encuentros que facilitaron el traslado del irracionalismo hacia el bando renovador, como los encuentros entre guerrillas carlistas y criptorrepublicanas a partir de 1850, pero mucho antes el Ejercito se había convertido tras el Abrazo de Vergara en un buen crisol donde depositar todo tipo de emociones e ir derivándolo hacia el conservadurismo, tras los planteamientos liberales radicales que Espartero le aportara bajo su caudillaje en la primera guerra carlista.
Planteamientos tradicionales, prejuicios castizos, historicismo oportunista, radicalismo gratuito e irracional, e influencia religiosa, se encuentran al final tanto en la derecha como en la izquierda. Y aunque se entienda algo más esta tendencia en la derecha, lo cierto es que la formulación de imitación religiosa que el obrerismo adoptara en España bajo la supremacía del anarquismo, de cuya influencia en el socialismo hizo gala el actual secretario general del PSOE, permite ver la carencia del racionalismo, y por ende de la política, como medio de arbitrar la convivencia, reforzando la tendencia hacia discusiones irracionales que no tienen al final más marco de solución, y trágico marco, que el del enfrentamiento.
La crisis suscitada ante el congreso del PP, resuelta con eficacia pero con más que probables agujeros negros, ha permitido observar el irracionalismo esgrimido por una parte de los protagonistas de la crisis. Hacer de la cuestión de fe un elemento de debate y resolución puede ser argumento en teología, pero no en la política. Lo mismo sucede cuando se plantea el debate entre el bien y el mal, o se lleva a la discusión sobre lo moralmente bueno al terreno de los principios. Por ese procedimiento no se facilita el encuentro. La política debe permitir el debate sobre cuestiones sociales, utilizando en la medida de lo posible los datos más objetivos, y huir como de la peste de las rapsodias de sentimientos y emotividades, máxime después de cuatro años de fuerte utilización de los mismos en colosales manifestaciones de víctimas del terrorismo y asociaciones católicas. O se rebajan las emociones y se apuesta por la racionalidad y el encuentro, es decir, por la política, o el futuro inmediato de nuestra derecha, prisionera de su tremendismo, es más que dudoso (acuérdense, pues, del miedo que daba a las clases pudientes, al cacareado centro actual, la amenaza radical de las masas populares).
Viene de lejos
Cuarenta años de dictadura no dejaron de causar una importante falla en la cultura política. Es cierto que la modernidad también, pero es de suponer que si sectores de cierto nivel intelectual no son capaces de apreciar la pobreza del discurso político español, es porque la dictadura no permitió más que a una ínfima minoría acceder a una cultura política más amplia en otros países cercanos y, sobre todo, disfrutar de determinados referentes míticos republicanos que facilitan la gobernabilidad, la adhesión popular y el impulso de naciones cercanas.
En Francia existe una serie de tabúes republicanos, uno de los principales es la existencia de una lengua franca para todos los franceses como lo es el francés –de lo que se sorprendía aquel fidalgo portugués, porque todos los niños de Francia supieran hablar francés-. En España la primera necesidad, premisa, de la asignatura de la educación para la ciudadanía debiera ser el conocimiento del español, que brilla por su ausencia en algunos sistemas educativos regionales. No es casualidad nuestra pertenencia a España, nación que nos concede los derechos del ciudadano. ¿No sería más que dudoso que los tuviésemos en pequeñas republicas nacidas al capricho de unas recientes élites políticas? A la vez que es una concesión al desastre político fomentar una actitud fóbica hacia la cultura cristiana, que queramos o no, nos condiciona hasta a los ateos. Concesiones al sentimiento y a la emotividad que no proceden de la derecha, sino especialmente de la actual generación de la izquierda.
Concesiones a la emotividad y renuncia al racionalismo ilustrado, cuando portavoces de la izquierda como Mikel Arana, de Esker Batua, clama por la falta de respeto del Gobierno al recurrir la consulta de Ibarretxe a la que califica nada menos que de “democracia participativa”. Si no hay respeto a la ley no hay democracia, y para rubricarlo recojo prestada la cita que Andoni Unzalu hace, tratando esta cuestión de la consulta de Ibarretxe, de la definición que Bobbio realiza de la democracia: “Conjunto de normas y procedimientos que definen cómo se adoptan los acuerdos colectivos y quiénes están autorizados para adoptarlos”. En este sentido hay demasiados políticos que ostentan cargos importantes, especialmente de la izquierda y nacionalistas, que no se adaptan a la democracia según Bobbio. Un problema generado por la prepotencia del partidismo, pues pueden ser ignorantes y despreocuparse de su ignorancia y de los disparates que realizan debido a esa ignorancia, pues tienen el poder.
En el otro lado, durante el proceso congresual del PP hemos visto demasiadas veces recurrir a los principios. No es cuestión de esgrimir en política el principio, sino la búsqueda del encuentro. El principio no va a permitir la política, lo que no quiere decir que la política exija su propio harakiri alentando la desafección de la firmeza en el respeto a la ley y la sacralidad de la Constitución. Pues política no es la inexistencia de referentes, ni pragmatismo que todo lo supera, la política exige el principio del respeto a referentes muy bien marcados con anterioridad (entre ellos, ya que estamos a vueltas con el Plan Ibarretxe de nuevo, en quién reside la soberanía), pero no puede convertir el programa de un partido, y mucho menos los criterios de un sector de éste, en principio, pues impediría cualquier acuerdo social, incluso el acuerdo en el seno mismo de un partido.
El problema es que cuando las cosas le van bien a un partido, es decir, está en el poder, el mero ejercicio de ese poder además de narcotizar la reflexión produce tal satisfacción que evita reconocer las razones por las que la política funciona, por qué se ejerce ese poder, por qué los otros se quedan en la oposición. Por qué, también, por principio no se puede imponer nada, sino que las ideas se materializan en leyes, mientras más apoyadas más estables (salvo alguna reciente excepción), mediante la suma traducida en votos de muchas razones, ya que la razón es muy difícil de conocer objetivamente. No se hacen las cosas en democracia ni por principio, ni convirtiendo la moral y ética en moneda de las relaciones políticas, ni siquiera por cuestiones de fe. Generalmente, cuando alguno esgrime la ética, la moral, la religión como argumentación contra el adversario, es porque va romper con el sistema establecido, porque quiere argumentar contra el marco legal, véase si no, el comportamiento de Ibarretxe y sus seguidores. El que desee utilizar las argumentaciones del tipo indicado ajenas al discurso político que haga el favor de abandonar la política, haga lo que con sinceridad (y más coherencia que lo que superficialmente concluimos) decía Franco: “Haga lo que yo, no se meta en política”. Le faltaba por añadir para que se entendiese mejor: “Sea golpista, conviértase en dictador” – pues él si que usaba la fe, los principios, la emotividad, la moral y la religión como argumentos de su poder-. Es decir, no necesitaba la política, es más, la aborrecía por ser invento liberal.
La democracia, un sistema de consenso
Llevamos más de treinta años viviendo en paz y libertad. No en una paz impuesta por las armas, como la paz de la dictadura, que más que referirse a la existencia de paz habría que hacerlo al mantenimiento de una victoria armada que se iba prolongando hasta cuarenta años. Lo importante para los españoles de mi generación es que la gran mayoría supimos enterrar los enfrentamientos de la guerra civil del treinta y seis, además de muchas contradicciones y enfrentamientos que han estado latentes en España desde 1808.
Por fin la convivencia social se hizo posible, se pasó de pronto a la modernidad al tener muy presentes los estragos de la guerra entre conciudadanos, acercándonos, no en todos los casos conscientemente, a los parámetros liberales, similares a los de los países cercanos de solera democrática, que velan por la convivencia. El que considere que el peso del brutal enfrentamiento no estuvo presente en todo el proceso de la transición democrática, además de engañarse juega peligrosamente con la clave fundamental del pasado que posibilitó la convivencia. Lo que no se hizo fue reabrir la herida acusándole al otro de toda la responsabilidad de los desgraciados acontecimientos.
Aunque se aprecie que no en todos los casos existió conciencia del cambio hacia una democracia liberal, no desdice ni desprestigia el hecho de que se alcanzaran los consensos. La necesidad de acuerdo, so pena de volver al pasado, obligaba a los pragmáticos, a los ajenos a cualquier reflexión teórica sobre hacia dónde caminábamos y donde podíamos acabar, a unos encuentros importantes que tuvieron siempre algún que otro teórico, como alguno de los padres de la Constitución, que supieron darle enmarque liberal a lo realizado, que había sido el resultado del encuentro entre los que se consideraban otrora enemigos. Bien dejados al socaire de la práctica, o bien porque algunos, los menos, sabían poco más o menos hacia donde desembocar, acabamos en un sistema democrático que garantizaba la convivencia en libertad.
Un consenso que en lo político diera como resultado la Constitución de 1978. Un consenso que después de una guerra civil que estuviera presente hasta la muerte de Franco, apuntó soluciones a problemas pendientes desde el siglo XIX, como la naturaleza diversa de las regiones y nacionalidades españolas, la descentralización sin el descoyuntamiento del Estado, la asunción de la Monarquía parlamentaria como bisagra entre la tradición y la modernidad, etc. Hitos que por el hecho de que hayan durado treinta años no dejan de seguir teniendo su importancia en la actualidad. La siguen teniendo tanto o más. Pudiéndose exponer, ante los olvidadizos o los osados inauguradores de nuevas etapas históricas frente al pasado, que toda esa posibilidad de osadía de cambio es feudataria de aquella inmensa capacidad de consenso, es feudataria del consenso, y que puede correrse el riesgo que al devaluarlo invirtamos el proceso de convivencia que hemos disfrutado. No vale pensar que como ya llevamos treinta años de convivencia se pueden romper los consensos del pasado: el Estado no lo aguanta todo, y para prueba la última, la II República.
Y por ese camino vamos cuando la organización territorial, comparable a la federal, se va desplazando hacia un sistema confederal, animando esta derivación las opciones secesionistas, que inmediatamente se han dispuesto, la de Ibarretxe y las prometidas por nacionalistas catalanes, demostrando una aceleración de la ruptura territorial en la medida en que se ha ido procediendo a la transferencia de mayor número de competencias en el iluso objetivo de apaciguar pretensiones más radicales. Por el contrario, las ha animado. A mayor nivel competencial, mayor aceleración en el proceso de secesión, dinámica a la que debiera darse freno, pues lo cierto es que está siendo imitado por autonomías en las que en ningún caso era de esperar comportamientos tancentrífugos. Desastre del que no es ajeno el excesivo protagonismo de los partidos en la trama institucional española, donde los poderes del Estado están muy devaluados ante la enorme importancia de los partidos como superestructuras, por ende, muy ajenas a la sociedad.
Florencio Domínguez ha recordado una frase poco afortunada de Margaret Thatcher en plena vorágine de reformas sociales, quizás en parte necesarias pero de naturaleza muy cruel y a la larga poco afortunada para sus impulsores, precisamente por la soledad en la que las hizo, precisamente por no buscar el consenso para realizarlas, consenso que hubiera impedido las formas brutales que adoptaron en un país de fuerte sindicalismo. Su frase, “la democracia es el gobierno de la mayoría, no del consenso”, podía venirle al pelo para impulsar las enormes reformas sociales que iba aplicando, pero era evidente que con osadía inusitada, en el país por antonomasia del consenso más permanente y duradero, en el país donde casi todas las políticas fundamentales están históricamente consensuadas, forjando una estabilidad de la que se aprovechaba, a la postre llevó a su partido a la situación más crítica que haya padecido.
El error consistió en confundir un instrumento del sistema, el uso de la mayoría para dirimir diferencias de segundo nivel, con el sistema democrático, sin duda alguna el sistema más convenido, pactado y consensuado de los que hayan existido, donde sus muchas leyes se encargan de marcar con gruesas líneas el terreno de juego donde es posible la convivencia. El político que resuelva superar las limitaciones que el sistema le impone usando la mayoría para soluciones coyunturales, menos sirven aún para las profundas, está siguiendo un comportamiento nada democrático, pues por mucho ejercicio de mayoría que esgrima -curiosamente cuando a tal se apela es cuando esa mayoría es más raquítica que nunca- pondrá en seria crisis al sistema. Lo mejor que puede ocurrir, como a la Thatcher, es que ella y sus seguidores acaben cayendo para muchos años. Pero para que tal ocurriera hace falta una sociedad consciente con cultura democrática, cultura a la que se accede al disfrutar de un duradero sistema democrático.
La actual situación de crisis hay que contemplarla como la oportunidad para reconducir demasiados dislates que se están produciendo. Para ello es necesario hacer valer la política, el racionalismo, y evitar discursos no sólo emotivos, sino que no pertenecen al espacio de la política, que desean trasladarnos a un plano diferente al de la convivencia que establecimos hace varios años. Es necesario plantear la crítica pero es tan necesario como ello plantear la alternativa a lo criticado, pues en caso contrario nos deslizaremos hacia el fascismo, opción afincada exclusivamente en el rechazo, la emotividad y en el cultivo de los peores sentimientos.
Eduardo Uriarte Romero, 18/7/2008