Sobre el cambio generacional y las cosas que no entendemos

ste largo comentario sobre la situación política del momento fue escrito durante el mes de octubre de 2006 ante la obsesiva preocupación de algunos compañeros sobre una situación que no entendían y un comportamiento del Partido Socialista que tenía poco que ver con la ‘generación de Suresnes’ y las posteriores del ‘felipismo’.

Nota previa: Puesto que los editores de esta web me han ofrecido un espacio -bajo el significativo título ‘El diván de Teo’-, no me queda más remedio que aportar materiales. El presente, cuya razón de ser se explica en la introducción, es anterior en su realización al que se publicó hace unos días, inaugurando esta serie de reflexiones.

Sobre el cambio generacional y las cosas que no entendemos

Este largo comentario sobre la situación política del momento fue escrito durante el mes de octubre de 2006 ante la obsesiva preocupación de algunos compañeros sobre una situación que no entendían y un comportamiento del Partido Socialista que tenía poco que ver con la ‘generación de Suresnes’ y las posteriores del ‘felipismo’. De unas notas pasó a algo más extenso ante la fatua observación por mi parte de que las piezas empezaban a encajar.

A la búsqueda de entender este convulso mundo y sus vertiginosos cambios, al mirar al mundo árabe uno tiende a aceptar que la razón fundamental de la existencia del integrismo islámico se encuentre en el fracaso de los marxismos populistas que postergaron a amplias sociedades musulmanas en una profunda crisis. Se podría añadir que la desaparición de los bloques -el soviético, concretamente- tuvo que influir en esa situación de desamparo que les abocó a un refugio de radical integrismo religioso con su deriva terrorista incluida. Supongo que habría que añadir algunas cuestiones más, como el apoyo concedido por los americanos a los integristas que combatían a los soviéticos en Afganistán abriendo las mil contradicciones del mundo musulmán, y alguna otra cuestión. Es muy posible que no sirva tan sintética explicación, pero con estos trazos nos conformamos para erigir con cierta osadía una idea de este tema, siendo mucho más remisos a opinar sobre lo que por su proximidad deberíamos conocer mejor, aunque esa misma proximidad nos condicione.

Alguna opinión debiéramos aventurar, aunque sea a manera de hipótesis y a riesgo de equivocarnos, para encontrar alguna explicación a la deriva peculiar y particular de la izquierda española tan sorprendentemente transformada respecto a los comportamientos no sólo de su pasado sino con los de sus compañeros y camaradas del resto de Europa , máxime cuando esta izquierda, la nuestra, ha recibido tantas duchas escocesas, o más, que los revolucionarios árabes, aunque su nivel de vida sea hoy incomparablemente mejor. Algún intento debiéramos hacer para explicarnos tan peculiar deriva, y aunque al final no fuera sino sólo el producto del pragmatismo y de la improvisación sobre la improvisación deberíamos de hacer el ejercicio de atisbar una cierta línea de coherencia. En la política es muy difícil que las acciones no acaben teniendo una cierta coherencia, en ocasiones aunque sólo sea el resultado de explicar lo que la dinámica de enfrentamiento va proveyendo.

Es evidente que la izquierda europea, la francesa, la italiana, en general todas, son refractarias a los movimientos secesionistas de regiones de su interior -lo era también la española-, ilustración e internacionalismo por medio les avocaban a ello, su antimilitarismo hace tiempo que lo han eliminado, cuestión que no está tan clara aquí, tienen a gran gala una ortodoxia en los principios liberales y republicanos de sus ordenamientos políticos, que aquí brillan por su ausencia, etc. Una serie de diferencias bastante llamativas, producto probable de una cultura liberal de la que los españoles carecemos, que facilita la conexión reciente de nuestra izquierda, demasiado íntimamente, más con los movimientos alternativos que con la II Internacional.

Es muy posible que los repetidos fracasos del mundo de la izquierda española tuvieran su profunda consecuencia. La entrada en la OTAN, tras un volatín circense, la desaparición del referente soviético, la vuelta de la derecha al poder con Aznar, como si de una nueva derrota militar para algunos se tratara -otros de la izquierda la celebraron por la caída del felipismo-, su estrepitosa alianza con USA, la nación que favoreció de forma determinante la supervivencia de la dictadura de Franco en el seno de la guerra fría… Demasiadas frustraciones que irían conformando un izquierdismo diferente respecto al reciente pasado, mientras, no cabe duda, mediante la presencia en organizaciones de solidaridad internacional con pueblos oprimidos, ayuda al tercer mundo, ecologismo, sectores gay, feministas, inmigración, ambientes universitarios y okupa, el mundo de ETA no dejaba de aproximarse e influir desde ese amplio entorno.

Quede claro que cuando hablo de la izquierda española me refiero a su cultura política, a la ideología cuyo origen fue creado durante el franquismo en el interior, que poco tiene que ver con la formulación política a la que se adaptara el PSOE, sobre todo el de Felipe González. Aquella cultura izquierdista, alrededor del PCE, estaba a la izquierda de éste, o, al menos, quizás para ser más exactos, era más agresiva que la de éste. Cualquier movimiento provocado por ETA durante el franquismo era suficiente para que su acertada línea estratégica de la reconciliación nacional se viniera al traste, que incluso algunos de sus intelectuales acabaran formando parte de la propia ETA, y que un ambiente de simpatía se extendiera por sus feudos para preocupación de los cuadros que no lo aceptaban. Ese mundo que estaba alrededor del PCE, del PSUC en el caso de Cataluña, auténticas formaciones militantes frente a la pequeñez de un PSOE, fue el que generó una ideología fundamentalmente antifranquista, con muchos resabios revanchistas, que fueron los que mantuvieron la llama de la izquierda para que el electorado, remiso y temeroso del comunismo, votara, en el caso de las izquierdas, al PSOE. (Como fue el caso en Euskadi, donde ETA mantuvo la llama nacionalista pero el que encendió su vela en las elecciones fue el PNV porque ETA daba miedo a amplios sectores sociales).

Pero ese bagaje político-cultural de la izquierda no desapareció, probablemente exista hoy transformado. Y así como el PNV descubriera tras las movilizaciones de Ermua que un final traumático de ETA pudiera suponer un daño para todo el nacionalismo, cerrando filas con ETA, no debiera ser una excentricidad pensar que los socialistas, o al menos sectores del socialismo, no acabaran meditando en sentido parecido, que el final traumático de ETA, y el debilitamiento de la izquierda radical y alternativa, no sólo beneficiaría al PP, que hacía del combate al terrorismo uno de los ejes, el más apasionado, de su política, sino que le perjudicaría al propio PSOE. Visiones que surgirían de un excesivo egoísmo endogámico, tanto la del PNV como la de sectores del PSOE, pero muy propia del pensamiento fácil y sectario. Con tal de ir contra la derecha tiene que ser acertado: solemne estupidez . Evidentemente, para que se produjera la negociación con ETA debiera añadirse la osadía de todo grupo generacional que accede al poder, máxime cuando viene enarbolando el diálogo como elemento propagandístico de su práctica, y la existencia de relaciones con grupos cercanos a ella, tanto del interior como en el exterior, que considerarían oportuno que se llegara a un acuerdo con ella pues coinciden con esta organización en diferentes espacios comunes. Finalmente, el lógico deseo de apuntarse el tanto de la pacificación.

El problema para esa izquierda en los orígenes de nuestro sistema democrático, y especialmente de sus sectores culturales, en una injusticia histórica, es que se viera, a pesar de todos sus esfuerzos y sacrificios durante la dictadura, apartada por la democracia, y que muy pocos pudieran acercarse al proceso político de la Transición, no pudiendo ser protagonistas del mismo. Posiblemente sus puestos fueron ocupados por personas del PSOE, en muchos casos desconocidas el día antes (salvo pocas e insignes excepciones) que se apuntaron jubilosos y sensatamente a ella, a la Transición, con demasiada normalidad, poca conciencia de su importancia, y menor reflexión. Quizás ésta sea una de las causas por la que tan poca elaboración teórica, especialmente desde la izquierda, haya tenido la mayor gesta política que los españoles hayamos hecho, y por eso las nuevas generaciones nada saben de ella. Ha acabado, incluso, considerando que el consenso que diera origen a transición democrática era una claudicación, no con la virulencia con que se lo tomó ETAm, pero si con rencorosa actitud. Es muy probable que esa corriente apartada de la política en la transición se volviera a acercar a ella en la victoria socialista del 2.004.

Otros tuvimos la suerte de participar, aunque fuera un poco tardíamente en la Transición, inmersos en la formulación del Estatuto de autonomía para Euskadi y la liquidación de ETApm, en los últimos ramalazos de su proceso, y descubrimos que las concesiones que hacíamos, y las del adversario, ponían en más valor lo acordado, porque permitía la convivencia con el otrora enemigo, que la propia posición inicial con la que se había acudido. Descubrimos, casi como llevados por una catarsis, que lo realmente importante, y que había que defender hasta la muerte, es el espacio de convivencia que estábamos erigiendo después de habernos pegado muchos tiros. Que la democracia consiste en un fin en sí mismo y no en un medio -vaya a saberse a dónde- que se puede instrumentalizar. Todo ello paso a paso, porque según bajábamos del monte, y como prueba para evitar cualquier tentación idealista de lo que supuso el proceso hacia la democracia en Euskadiko Ezkerra, habrá que recordar, precedente de Tinell, que la primera mezquindad que ésta impuso fue el silenciamiento y aislamiento de UCD de la campaña del Estatuto cuando su presencia era fundamental para que éste saliese refrendado en Álava, y que muy deportivamente dicha formación aceptó.

Pero en el caso de EE se acabó bastante de prisa descubriendo la democracia como un fin en sí mismo, lo que supone, por supuesto, sacralizar el marco jurídico que la garantiza: la Constitución. “La Constitución Es Sagrada”, se atrevió a titular un artículo Onaindia, que no tenía ningún complejo de que le acusaran de facha, en pleno azote de atentados de ETA y en medio de la primera ola de desistimiento entre los demócratas que empezó a abrirse paso. Lo que exige una traumática recolocación mental de muchos radicales, de la derecha y de la izquierda, que empezarán a plantear, ambos, que esta asunción supone una claudicación ante los principios ideales propios. Y en cierta manera es así, pero la alternativa a esa cesión es el enfrentamiento y el totalitarismo. Por lo que la aceptación de lo menos malo, o la necesidad de asumir la imperfección de la democracia, se hace necesaria. Posicionamiento ciertamente difícil en amplios sectores políticos, tanto de la derecha como de la izquierda, que en un caso concebían su opción política como una doctrina y en otros la unían íntimamente a la religión. Pero sigamos con la izquierda.

La transformación de la izquierda

Fue una lástima que amplios sectores de la izquierdas no hubieran participado conscientemente en la Transición, porque probablemente las cosas no estarían al borde del enfrentamiento que hoy padecemos, nos entenderíamos mejor, y las jóvenes generaciones no nos despreciarían tanto (resulta crispante escuchar que cualquier cuestión que has considerado importante es cosa del pasado, cuando la Constitución americana tiene dos siglos). Y éstas tendrían más respeto a las reglas que han permitido la convivencia durante estos últimos treinta años, y no considerarían la necesidad de alterar, reformar, mutar o cambiar las bases fundamentales de nuestra política partiendo del perverso principio de que la renovación per sé es buena. Curiosamente cuando no ha existido momento más feliz para España que los últimos treinta años. A esta situación de desprecio por cuestiones fundamentales que muchos apreciamos, hemos llegado.

Sin duda alguna esta renuncia del reciente pasado del encuentro –sin el cual pudiéramos haber sido un antecedente de lo que acabó ocurriendo en Yugoslavia-, apunta con mucha irresponsabilidad hacia un futuro de nuevo trágico. Es cierto que la búsqueda de la distancia, incluso la satanización del adversario, pudiera a primera vista garantizar futuras victorias electorales. Pero si esta arriesgada posición opta por romper con el espacio común volveremos a los enfrentamientos civiles que saturaron nuestra historia en el XIX y XX. Así pues, el olvido de la Transición puede traer implícito, junto a una recuperación artificiosa del frentepopulismo, resultado entonces de la profunda crisis social de los años treinta, el abandono de la política y la búsqueda del enfrentamiento.

Es como si desde las actuales generaciones se acabara asumiendo sólo la transición como el trazado del terreno de juego, y una vez realizado éste creyeran que inmediatamente se debía volver a darse patadas en las espinillas. Es al contrario, el buen rollito, ese si que es buen rollito y no otros, de marcar conjuntamente el terreno de juego mediante la asunción de la política como medio, es decir, el trazado de la Constitución, debe pervivir en el futuro, pues en caso contrario, éste no está garantizado.

Hubo formaciones que no cedieron nada en la Transición y se les nota, el PNV o ETA, y por eso siguen de una forma sectaria pidiéndolo todo, su programa de máximos (que desgraciadamente se han convertido en modelos en otras zonas de España). Otros dejamos de darle importancia al programa de máximos, creímos que la propia dinámica democrática formaría ciudadanos prudentes y solidarios, y que los extremismos se difumarían. Pero no fue así porque no tuvimos el valor de enfrentarnos con el pasado, cancelar definitivamente la instrumentalización política de nuestra guerra civil y sus secuelas, y aportar teórica e ideológicamente sobre el recién y constituido encuentro nacional. Quizás nos diese vergüenza, y sólo un osado se atrevió a declarar sagrada la Constitución cuando lo correcto e higiénico es decir que no hay que sacralizarla.

Y enfrentarnos con el pasado también suponía enfrentarse sin complejos con esa bastarda consecuencia del franquismo que es ETA. No se hizo porque todo gobierno nuevo ha tenido la tentación de dejarle siempre una puerta abierta a la negociación, y porque todos ellos entronizaron al PNV como mediador protagonista de la solución del problema vasco, cuando ha sido, desde el momento que asumiera tal condición, parte de dicho problema, aceptando, a la vez, la máxima nacionalista de la imposibilidad de la derrota policial de ETA.

Ese osado, Mario Onaindia, sorprendiendo -como le encantaba hacer- declaraba hace unos seis años que la única aportación propia de la izquierda fue la ‘movida madrileña’, en el seno de un frenesí vital que parecía buscar su revancha a un sacrificio no reconocido. La izquierda se perdía en los pubs de la noche, mientras que descubría que de entrada sí, y no reconociendo, por otro lado, sumida en su festiva melancolía, el ingente avance modernizador que se estaba produciendo a su alrededor. Daba la impresión de una retirada vergonzosa sin la adaptación a la renovación que se estaba dando, producto del consenso constitucional tras los sustos de las intentonas de golpes militares. Y los que se acercaron a la política mutaron su idealismo, en general muy peligroso pero que les exigía una cierta reflexión política, por la pragmática gestión impuesta por Felipe.

Tuvo que ser traumática para esa izquierda no la derrota de Felipe González, en la que muchos de ella pusieron gran empeño ofreciendo credibilidad social a la alternativa del PP, sino que el PP gobernase con normalidad no favoreciendo que surgiera fuerza electoral importante a la izquierda del PSOE. Tras una incorrecta campaña propagandística sobre el GAL, que luego fuera redimida con la sangre de muchos concejales del PP, o los numerosos casos de corrupción, finalmente, esa derecha llegó. No fue tan brutal su presencia, en algunos casos más aplaudida que la del PSOE, pero en su segunda legislatura la impronta de firmeza que imprimió al ejercicio del poder, los límites a las pretensiones nacionalistas de la periferia, pero sobre todo, la nueva relación tan llamativamente efusiva con el Gobierno Bush y su apoyo a la guerra de Irak hizo desperezarse a esa izquierda adormilada y desaparecida que se encontró con el inicio de un proceso de movilizaciones, parcela por parcela, frente por frente, sector por sector (con estilos y formas de los años setenta como si se estuviera frente a la dictadura, con epítetos tan brutales como “Aznar asesino” y seguimiento por la calle de los cargos públicos del PP, y no sólo en el País Vasco) promovida por una izquierda alternativa, tercermundista, anarquizante, con contactos con el mundo de ETA. Movilizaciones a las que Zapatero se sumó.

Desde ese momento las pretensiones nacionalistas fueron contempladas con singular simpatía, junto a diferentes derechos de minorías, mujer, homosexuales, inmigrantes, tercer mundo y ONGs, etc. A poco que se descubrieran estos nacionalismos podía observarse en ellos un doctrinarismo, una concepción total del mundo, y una función de amparo hacia sus bases sociales que le dotaba de la seguridad que había desaparecido en el socialismo desde el abandono de sus clásicas doctrinas. Tienen los nacionalismos elementos admirables, capacidad de resistencia de la que quizás se hubiera carecido, defensa de lo minoritario, lucha por la libertad frente a la opresión del Estado, encuadramiento clientelar y disciplinado de amplias masas. Pudieran, pues, convertirse los nacionalismos en ideología de amparo frente a la pasada orfandad. Sólo algunos de los que procedían de él no fueron seducidos, el resto quería ser como ellos: nacionalistas.

Sin embargo, no fue del todo asumido el nacionalismo, ahora no se asume nada del todo, pero si parcialmente en un comportamiento lógico de naturaleza sincrética, que iba recogiendo parcela por parcela todas las reivindicaciones políticas, sociales y aspectos ideológicos de todos aquellos sectores enfrentados en el pasado reciente con la derecha (y en cierta manera también con el felipismo) . La compresión de cualquier fenómeno por brutal que fuera, incluido la propaganda de la yihad islámica, es el resultado de una lógica compresiva de cualquier fenómeno no caracterizado previamente como liberal y capitalista.

Es verdad, y no habría que olvidarlo, que el mundo desamparado de la izquierda cultural descubre el nacionalismo cuando éste ha accedido, está confortablemente asentado, a casi-estados, en un ejercicio del poder casi sin alternativa, y que gestiona los servicios amables para el ciudadano provocando una consecuente y masiva adhesión popular. Por otro lado, en el seno de una estructura de descentralización asimétrica realmente compleja, más pensada para el disenso y la deslealtad que para un racional y coordinado ejercicio de la política y la gestión, posee el nacionalismo periférico su atractivo en mentes contestatarias precisamente por ser un profundo y serio problema para la estabilidad del Estado distorsionándolo y socavándolo desde su interior. Un atractivo más para esa izquierda, y, quizás, un campo experimental que haya sido considerado por alguna mente como necesitado de un centro referencial con poderes absolutos, puesto que la dispersión institucional, territorial y social, así lo exige. Una sopa de banderas sobre la que emerja como equilibrio de contradicciones, dotado, por tanto, de un gran poder el secretario general de un partido, engrandeciendo aún más el papel del partido, cuya estructura interna por ser confederal esté entrenado para ello. Planteándose la posibilidad de una inversión institucional, en todo caso difusa, no suficientemente explícitas como en el carlismo, de confederalismo preliberal.

Tan contradictorio container de sincretismo debía ser previamente sustentado por una determinada moral, que por moda de los tiempos, pero sobre todo por necesidad para sostener lo contradictorio, y que en otros aspectos de la vida ya se estaba dando, debía estar regida por el relativismo. En lo social el relativismo moral estaba en pleno ejercicio al socaire del incremento en el nivel de vida y nuestro acceso al opulento primer mundo. Ser lector de publicaciones muy progresistas pero a la vez con la publicidad más cara porque van dirigidas a clientes con mayor capacidad de adquisición es un fenómeno aceptado. Ser millonario, con problemas en la declaración de la renta, y un izquierdista rabioso había dejado de llamar la atención. Ser extremadamente solidario con la inmigración, o con la pobreza, cuando en el barrio residencial no vive ni uno. Estar asociado a varias ONGs del tercer mundo pero pensar que el vecino algo habrá hecho cuando está amenazado por ETA, etc. Sacar pancarta al balcón con un “No A La Guerra” pero realizar declaraciones justificativas de la violencia de ETA. Etcétera.

Pues este relativismo se puso manos a la obra y se empezó a asumir que la violencia es mala venga de donde venga, que el hombre no es lobo para el hombre, que el lobo (curiosamente coincidiendo con el neoliberalismo más radical) lo es el estado, que victimas y victimarios todos sufren -proponiendo una equidad-, que hay un conflicto en Euskadi, y otras elucubraciones teóricas más profundas cuyo descubrimiento y lógica pudiera dar al traste con todo ordenamiento político. Pero ojo, un relativismo con límites muy marcados, limitado y cercado por la agresividad hacia el otro, relativismo que se puede aplicar a todo menos al necesario adversario, que acaba siendo caracterizado como enemigo.

En este pensamiento no es de extrañar que fuera Ibarretxe, precedente y síntoma del cambio generacional que en política se nos avecinaba, el precursor de las reformas teóricas bajo su lema de “¿Qué malo hay en Ello?”. Que fuera el que enfrentara la legitimidad de la mayoría, exagerada, falsa, y perversamente calificada de democrática, con la legalidad. Si se plantea de esta forma la cuestión, que por ser mayoritariamente refrendada una cuestión por ello es democrática, se legitima inmediatamente cualquier rebelión contra la legalidad, incluso, lo que es más probable y buscado, cualquier golpe de estado desde dentro del mismo (aunque echando mano de la experiencia histórica habría que concluir que el que utiliza este argumento para socavar un sistema democrático acaba posteriormente despreciando el recurso a la mayoría para utilizar alguna razón ideológica menos constatable). Cuestión que sintonizaría con el peculiar sincretismo izquierda alternativa- izquierda clásica que bien pudiera considerar la sustitución del Estado, ya residual, por el partido.

No nos cansaremos de apreciar en estos últimos tiempos -porque Ibarretxe nos exigió el estudio sesudo de los principios republicanos- que por muy mayoritario que sea un acuerdo no por ello es democrático, si está claro que rompe con el marco legal en el que se ejerce. Podríamos llegar a justificar la persecución judía en Alemania porque partía de un gobierno legítimo y con mayoría . Por eso el recién descubierto “principio democrático” por algunos publicistas de izquierdas, identificando mayoritario por democrático, o el de mayoría, enfrentado al “principio de legalidad”, viene muy bien para disfrazar la arbitrariedad y la impunidad. Viene muy bien para intentar superar, el “principio democrático” frente al de “legalidad”, la contradicción que el Tribunal Constitucional va a tener que dirimir ante los recursos de inconstitucionalidad del nuevo Estatuto catalán. No deja de ser una añagaza hija del relativismo moral, que nos puede dirigir perfectamente a comportamientos fascistas, nada menos que a la izquierda más de izquierdas de toda la reciente historia española. Confirmando el dicho de muchos republicanos moderados cuando vieron partir del campo de trabajo a alistarse a la División Azul a muchos compañeros anarquistas: “algunos izquierdismos acaban en la División Azul”.

Por mucho que se haya votado algo ilegal eso no lo hace democrático, no existe tal principio. No puede existir en democracia un acuerdo democrático por mayoritario que fuere si éste viola el ordenamiento legal que es la base de las reglas del juego democrático. Tendiendo a confundir los instrumentos de la democracia, como lo son los acuerdos por mayoría, con ella misma, el ordenamiento democrático. Así como el Plan Ibarretxe no era democrático porque no se atenía a la legalidad democrática, pudiera ser que con el caso del nuevo estatuto catalán pasara lo mismo, por mucha gente que lo hubiese votado . De hecho, demasiadas coincidencias aparecían en la propuesta de Ibarretxe y en el estatuto catalán. El descubrimiento del principio de democracia frente al de legalidad nos devuelve a la arbitrariedad de las mayorías. Si algo repudia esta nueva ola es la firmeza de la ley y su carácter universal.

Por eso, a estas alturas del dislate, embrutecidos sin cultura política, displicentes ante la posibilidad de todo y su contrario, puede ser admirada como un paso positivo hacia la convivencia la tesis de Josu Jon Imaz de plantear la futura reforma del Estatuto vasco desde la filosofía del Concierto Económico. Todo lo interesante y productivo para Euskal Herria y lo residual para el Estado, capacidad de recaudación y destino de los recursos extrapolado al plano político fundamental, a la casi soberanía. Es decir una débil relación medioevo-confederal con el resto de España, sin ni siquiera disponer de la presencia, como en el Antiguo Régimen, de la figura representativa de la soberanía que era el corregidor, o el virrey en el caso de Navarra. Sin embargo hay que reconocer que su propuesta es mucho menos traumática y canalizable políticamente que el Plan Ibarretxe, y evitar considerar, con toda la osadía de los actuales voceros de consignas, que lo de Ibarretxe y lo de Imaz es lo mismo. En el caso de Imaz existe un esfuerzo de no salirse del marco político .

El nuevo izquierdismo: ¿un integrismo relativista?

Sería en principio muy contradictorio la simple enunciación de una hipótesis tal. Pero algunas formas radicales y agresivas del nuevo pensamiento, en apariencias amables, contra los principios legitimadores de la convivencia política democrática permiten plantear tal hipótesis, aunque se hace evidente que constituye todo un reto superar la evidente contradicción que existe entre un relativismo moral y una formulación política integrista. ¿O sería más bien una concepción que surgiendo desde el relativismo acabara en el integrismo? Aún sabiendo que plantear esta reflexión y cuestiones sin cargar previamente contra el PP me pueden acarrear las críticas de mi entorno, creo recordar que las reflexiones las inicié hace mucho años en la cárcel y no es cuestión que ahora, en la calle, y en libertad, las deje.

Es evidente que las nuevas propuestas procedentes de la izquierda española son profundamente rupturistas. Es rupturismo plantear por medio de la reforma de estatutos de autonomía, sin un consenso suficiente, un proceso de cuyo final alguno, como Guerra, se ha atrevido decir que no lo va a reconocer ni su madre. Es rupturismo respecto al consenso que rigió los temas fundamentales de la política interior el evitarlo en leyes de naturaleza territorial y social que inciden profundamente en ese aspecto del Estado y de la sociedad. En ocasiones con claro intervensionismo, excusado y guiado por una buena intención que se considera que así es apreciada por la inmensa mayoría, como el proyecto de favorecer mediante discriminación positiva la presencia femenina en un cuarenta por ciento en el seno de los consejos de administración de la empresas privadas.

La equiparación de la violencia venga de donde venga, deslegitima al Estado como delegado social de ésta. La equiparación, por ejemplo, de civilizaciones, rebajando la superioridad humanística de la occidental es un torpedo en toda la línea de flotación al avance de la humanidad en libertad y bajo el parámetro de la racionalidad. La importancia concedida a los derechos históricos o a los elementos identitarios de las minorías como fuentes de derecho pone en riesgo el igualitarismo revolucionario liberal. La necesidad de compresión de elementos culturales por conservadores que fueren y la tendencia poco limitada a discriminaciones positivas, que por otra parte ofrecen una imagen de correcta amabilidad, pero que encubren una enorme agresión atentando contra derechos fundamentales que requirieron en el pasado una gran lucha y sacrificio para muchas personas, supone una enorme reacción. Reacción que posiblemente sea aún inconsciente, pero que implica una gran agresividad para poder llevarla a cabo. Las imágenes del encuentro entre las selecciones de Cataluña y Euskadi, cincuenta mil personas con el tipo de mensajes que planteaban, puede ser minusvalorado, pero para los que hemos conocido en nuestro derredor el asesinato político con menor plataforma propagandística nos produce estupor y temor. Luego, la consecuencia directa es la falta de libertad, por falta de autoridad del Estado: no sólo es el PP el que no puede hacer sus mítines ni siquiera en campaña electoral, sino que el Gobierno es incapaz de garantizar en Barcelona la reunión de ministros de vivienda de la UE, mostrando una debilidad que sólo facilita la promoción de mayor limitación de la libertad en una espiral perversa.

Los planteamientos actuales sostenidos por la izquierda son incluso rupturistas respecto a su propia ideología. En el fondo, a donde se dirige esta propuesta ideológica es contra la igualdad descubierta por el liberalismo, y que en su exaltación los igualitaristas de Babeuf (rama radical del jacobinismo), de lo que tomó nota el socialismo utópico y posteriormente la socialdemocracia, quisieron extender a la igualdad sobre los bienes, es decir el origen ilustrado del comunismo (luego, el comunismo tiene otros aspectos que no son de nada ilustrados).

La discriminación positiva, la particularización y sectorización de la acción política pudieran contemplarse como un esfuerzo para atender cualquier recóndito lugar de nuestra sociedad, pero tal capacidad de distingo, tal capacidad de discriminaciones positivas, tal comportamiento respetuosos por pautas o costumbres, identidades o religiones, profundamente reaccionarias en muchos casos, nos van derivando hacia, en primer lugar, un cierto desprecio por el estadio civilizado al que hemos accedido, al occidental, y, quién lo diría, una agresión fragrante contra el vértice político de esa civilización, la igualdad ante la ley. Así se propician particularismos localistas, por un lado, y discriminaciones positivas en el seno de la sociedad por otro. La ruptura con este principio, fundamental en la democracia, la igualdad ante la ley, nos encamina, también, hacia la arbitrariedad desde el poder o desde la mayoría, y hacia un modelo estamental en lo territorial y social, producto de todo tipo de discriminaciones que recuerdan, si no lo son, los privilegios que conformaban la sociedad estamental del Ancíen Régime.

Probablemente nos hubiéramos sumado a la ola, de hecho nos sumamos en su día, de favorecer los particularismos y propiciar, bajo la excusa de remover los obstáculos, las discriminaciones positivas iniciales, pero el abuso que se ha dado permite preocuparse por la quiebra de todo el sistema si se sigue este proceso. Esa actitud tan bondadosa hacia lo particular se convierte curiosamente, pero con toda coherencia, en agresividad ante lo que se oponga, venga por la derecha o por algún sector de la izquierda – a éste se le endosará su pertenencia al PP-. Existe una excesiva agresividad cuando se trata de llevar la relación con algo tan extenso, amplio y necesario como el partido de la oposición que representa casi a la mitad del electorado. Agresividad que más allá de la cantinela infantil invocada por ilustres parlamentarios, “estáis solos”, se aprecia de una forma meditada y como parte de una estrategia cuando se eleva a acuerdos políticos como el de Tinell. En una recuperación, precisamente en la aparente etapa del buen talante y del ‘buenismo’, del cainismo que aniquiló históricamente a la sociedad española desde 1812.

Estamos siendo testigos de una agresividad inusitada, curiosamente, hacia el adversario con el que se realizó gran parte del camino durante estos treinta años. Se le vuelve a caracterizar como enemigo, y ante él toda la cosmovisión relativista y parcializada de la realidad desaparece envuelta en esta llamativa y sorprendente agresividad, propia, creíamos, de jóvenes nacionalistas o anarquistas radicales, que antes ha sido adobada con cuajo ideológico e histórico de las apelaciones a la memoria de la guerra civil, y que desde el trece de marzo de 2004, pasando por el mitin del PP en Martorell, la vemos entre militantes socialistas. Por eso, quizás, todo el relativismo con su aspecto de benevolencia quede acorazado bajo una gruesa capa de enfrentamiento con el recién constituido enemigo, precisamente contra el más necesario para garantizar la continuidad de la convivencia política y cualquier tipo de reforma, de no desearse que dichas reformas sean a la vez imposiciones.

Agresividad desde una ideología que integra, o tiene la pretensión, una concepción del pasado difamante para utilizarla contra un adversario al que también se le difama, desde una recuperación, folklórica si no fuera tan peligrosa, de comportamientos irresponsables, como el anticlericalismo. A la vez se produce una búsqueda de elementos positivos de toda concepción antisistema para aliarse con ella, bien del nacionalismo o del izquierdismo alternativo, para concebir lo que no es más que un sincretismo muy contradictorio en una concepción ideológica cimentada en la necesaria agresividad contra al adversario cuya maldad está más que explicada en un relato histórico. Aunque sea difamado.

La maldad del adversario es indiscutible. Pero a la vez se da un profundo relativismo enarbolado que rechaza que las normas básicas no sean cuestionadas, el por qué no pueden ser reformadas si conviene, animado por un fuerte pragmatismo -todo es negociable y el diálogo bendice cualquier concesión- y reaparece de nuevo retroalimentada una potente agresividad hacia los obstáculos que no coincidan con tal parecer. Agresividad contra aquel pensamiento que considere que hay normas básicas innegociables, y menos aún con los terroristas, puesto que en la nueva concepción casi todo puede ser negociable para alcanzar el excelso fin de la paz. Así la paz jugará el papel de justificante de cualquier reforma por grave y profunda que ésta sea. Proceso de paz al que no se sumará esa reaccionaria derecha.

Junto a la agresividad existe un discurso lleno de consignas axiomáticas que necesitan de un continuado ejercicio de reflexión para descubrir su vacuidad. A pesar de que todos conocemos el cuento del rey desnudo rara vez lo tenemos en cuenta para aplicarlo en la política. –“Algo tendrá que haber –me comentaba un viejo polimili– para que el presidente se haya metido en esta aventura de la negociación con los milis”-. A mi contestación de si él veía algo y contestarme a su vez que no, le dije que se atuviera a ello, al menos que la fe empezara a ser un elemento de la lógica de la izquierda. O el otro axioma de “el Estado tiene más aguante del que creemos”, lo cual es cierto, pero tiene su límite. En esto debiera entenderse que lo que se quiere decir es que se puede hacer cualquier cosa por peligrosa que fuere porque el Estado lo aguanta todo, incluida la ilegalidad. O acabar poniendo como mérito de los terroristas el hecho, lo que demuestra la aberrante lógica en la que nos movemos (la lógica a la que nos ha querido conducir el terrorismo), de que lleven tres años sin matar. Lo que también podría querer decir que tenemos que hacer cualquier cosa para que lleguen a los cuatro y a los cinco…. Así pues, hemos empezado a contemplar la fe como un elemento fundamental en nuestra lógica política de izquierdas. Fe que no deja de ser un aspecto necesario de toda ideología integrista.

Es muy posible que el comportamiento actual contradictorio con todo lo que ha significado la izquierda europea tenga mucho que ver con la debilidad histórica del liberalismo en España, fracasado en su gran intento culmen de la II República, y abolido en las lecturas y en el recuerdo durante la dictadura, cosa que no le fue difícil de hacer porque, para desgracia del aviso que había lanzado Prieto, la contestación al régimen, aunque pequeña, se radicalizó al máximo, más izquierdismos y más separatismo periférico. El liberalismo nada importaba, y el tupido telón que se extendió sobre las ideas políticas que han regido en la Europa democrática duró cuarenta años sin que notáramos su ausencia hasta estos días. A ello se suma la gran influencia del anarquismo en la izquierda española.

Tenía razón el presidente Zapatero al invocar los orígenes libertarios del socialismo español al poco de llegar a la secretaría general, aunque hubiera sido más exacto hablar de la enorme influencia libertaria que del origen. Porque aunque el socialismo español surgiera precisamente para enfrentarse al anarquismo en el seno de la misma clase social, el resultado no debió ser muy brillante. Desesperados optaron por suicidarse Lafargue y su mujer, la hija de Marx, que habían venido a España a constituir la II Internacional frente al poder anarquista de la I Internacional y no lo consiguieron. Lo del socialismo científico no había quien lo aceptara en un país donde todavía se debatía sobre el origen divino del monarca, donde la burguesía era más carlista que liberal salvo en raras localidades, como se encargó de enseñarnos muy bien Vicens Vives, y donde los arbitrajes solicitados a los generales encargados de la represión de las huelgas obreras revolucionarias a finales del XIX y principio del XX, el de Loma o Zappino, resultaban demasiado avanzados, y hasta subversivos, para los grandes patronos que eran los primeros en no cumplirlos.

Pues bien, en esto hay que acabar dándole la razón al presidente del Gobierno, en lo de la presencia libertaria en el socialismo español, y podríamos añadir por nuestra cuenta que eso influyó mucho en su pobreza teórica y política, (y en otras cosas más, pero no nos metamos más con los de casa…). O al menos, que al decirlo quisiera llevar a las leales bases socialistas a asumir los peculiares cambios que estamos observando y la excesiva fobia que estamos acumulando hacia la derecha como si esto fueran los años iniciales del pasado siglo. Dirigiendo a la gran familia socialista a ese amplio marco anarquista de una cosa o su contraria, guiados por los sentimientos y no por el raciocinio. Antes he citado la justificación de muchos anarquistas a combatir al enemigo de la propia clase yendo a la División Azul mientras los más moderados republicanos en el exilio se fueron encuadrando en las filas aliadas, francesas libres especialmente, porque aquella era también su guerra. Si a la Guerra, al menos a ésa o como ésa.

Porque la izquierda de verdad española ha sido intervensionista -sí a esa guerra, y a todas las que tengan la misión de liberar a la humanidad, aún a sabiendas que muy pocas liberan nada-. Pero, curiosamente, toda guerra es mala, “No a la guerra”, incluida la civil entre españoles, recuperada junto a los cadáveres de las cunetas con un revanchismo que sorprende y preocupa porque es para atribuírsela a los considerados descendientes de los vencedores. Sacamos, cual pequeños burgueses nacionalistas, todos los agravios posibles, todos los elementos necesarios, para proceder a un enfrentamiento desconocido en el pasado reciente y contradictorio con el comportamiento pacifista que domina el resto de las relaciones (patadas en las espinillas).

La carencia de historia de la socialdemocracia española, de un corpus teórico-político, el desconocimiento de las reglas liberales del estado moderno, en suma, una gran incultura política, es lo que permite tan ancho campo de maniobra, sumado a ello una supina despreocupación ideológica frente a la concepción del partido como corporación de gestión de intereses, promocionando iniciativas carentes de respeto institucional, de un cierto autoritarismo totalitario que puede acabar por apoyar la presentación a iniciativa de IU del Defensor del Pueblo a raíz de la presentación por parte de éste de un recurso de inconstitucionalidad al Estatuto catalán.

Tal margen de maniobra, ancho campo libertario siempre que se crea que va a favor de la causa del progreso, que permite la creación, ajenas al Parlamento, de mesas para la negociación política coincidiendo con la posibilidad del fin del terrorismo por parte de ETA.

No es una decisión baladí las mesas de los partidos en la negociación con ETA, ni siquiera se las puede considerar ponencias del parlamento, es sacar la discusión política fuera de las instituciones para resolver cuestiones muy serias. Por el contrario, es el resultado de condiciones puestas por los terroristas, que deslegitimarán el entramado constitucional, legitimarán a los terroristas y su violencia, y pone, por lo tanto, en una situación constituyente el proceso que se abre. En un proceso constituyente donde, como suele ser normal, caben las amnistías y hasta los honores a los combatientes, a los gudaris de ayer y de hoy.

Sin duda alguna la jugada más audaz y temeraria de este relativismo suicida, pero dotado de una osadía tal que sólo una formulación de carácter integrista, convencido de toda razón, salvo que la ignorancia sea supina, puede ser el que anime tal solución ante el terrorismo. Pudiera ser un pragmatismo absoluto lo que estemos contemplando, pero, de todas maneras, algunas características del integrismo ideológico se han podido ir descubriendo, la fe como motor lógico de las conclusiones, la inhibición de los retos principales de una sociedad moderna sustituido por discursos ideológicos, una gran incultura política, satanización del adversario, creación de agravios, y una coherente agresividad.

La derecha sigue el ritmo y al final saldrá el sol por Antequera

La derecha española hizo un profundo ejercicio de modernización y homologación durante los dos mandatos de Gobierno del PP. Quizás aquella generación había asumido la necesidad de la prudencia frente a la imagen de grupo conservador y hasta reaccionario que se había ganado ante la opinión pública, creyendo la mayoría que era mucho menor la influencia de la UCD que la que en la gestión de su triunfo se contempló. Su génesis desde AP no le ofrecía la suficiente credibilidad como alternativa salvo que se la facilitaran los errores del PSOE, corrupción y guerra sucia, y la credibilidad ofrecida por IU, en manos de Anguita, a la espera del sorpazzo.

Ocho años de gobierno fueron echados por la borda por un error de cálculo, un excesivo protagonismo en la política internacional, tras casi dos siglos de mutis por el foro e inexistencia de acuerdo nacional sobre la política de relaciones exteriores, ante la guerra de Irak que luego, como es el caso del Reino unido, hay que saber mantener cuando vienen mal dadas. Aunque para nuestra derecha España es una nación con las mejores características del mundo, concepción poco racional de la misma, deja mucho que desear ante los grandes embates. No somos una gran nación, entre otras razones porque la dominación no ha dejado demasiado espacio para la participación y adhesión en un proyecto común, la nación, a las clases populares.

Unos aciagos atentados el 11 de marzo, y un seguimiento agitativo sin cuartel del mismo por parte del PSOE, defenestraron al PP cuando esperaban prolongar su gobierno. Quizás se hiciera un calculo exagerado por parte del PP sobre la madurez institucional de España, de su ciudadanía, asumiendo un reto, el de la presencia política de una forma muy protagonista en la guerra de Irak, que se vino a bajo con todos los terrores del pueblo español y su llamativo, no sólo antibelicismo, rechazo de cualquier violencia, tras cuarenta años de vacaciones cívicas impuesto por el militarismo doméstico. Se produjo, pues, desbandada ante el reto del terrorismo. Y en esa desbandada encajaba mejor el PSOE.

Pero no fueron años catastróficos los del gobierno de derechas, pasaron con buena nota su homologación democrática, ni guerra sucia ni escándalos llamativos como los que cuajaron los últimos tiempos de los socialistas en el Gobierno. Supo la derecha aguantar la derrota y todavía lo hace a pesar de algunos síntomas internos que parecen resquebrajan la fortaleza demostrada hasta la fecha.

Su erosión no es tanto producto, y ocurre lo mismo en el PSOE, del acoso externo como de sus problemas internos. Parece que el virus del enfrentamiento interno a gran escala es endogámico tras el espectáculo del enfrentamiento entre Gallardón y Esperanza Aguirre, que en un cambio de papeles muy visto en política, parece que el que viene de UCD es el alcalde y no al revés . O las trifulcas en Valencia, o la intensa necesidad de no salir del marco de lo correcto en Andalucía o en incluso en Cataluña mientras en Euskadi pudieran hacer la última versión de “Solo Ante el Peligro”. Enfrentamientos locales, dispares políticas regionales, enfrentamiento entre el PP de Murcia y en Castilla-La Mancha por el disparatado tema del transvase del Tajo, competencias que nunca debieran estar en manos de las autonomías, y poco protagonismo del líder, destruyen en demasía el papel de nuestra derecha.

El problema de Rajoy, como algún inteligente comentarista ya ha aclarado, es que hubiera dado mucho mejor perfil de presidente de Gobierno que de líder de la oposición. Está demasiado flanqueado por sus colaboradores en el Congreso, lo que evita que su discurso logre despegar de la aburrida bronquilla a la que su coro nos tiene acostumbrado todos los miércoles. Por eso da plano su índice de popularidad, ninguneado fundamentalmente por los que a su costado le ayudan, cuando lo que debiera de hacer es el discurso solo.

Constituye toda una genialidad realizar una Convención del partido en Madrid para promover no sólo a José María Aznar, que ya ha dejado la política, sino muy especialmente al que ha acabado por ser el candidato de la derecha, pero en Francia. Luego, Mariano Rajoy tiene un gran problema, fue aclamado como sucesor y todos los sucesores en la reciente historia política española han fracasado. Por lo demás sólo el gran fracaso, la debacle, socialista, posiblemente como resultado de un atentado de ETA justo delante de unas elecciones, puede facilitar que tan dispar conglomerado de opciones conservadoras que agrupa el PP pueda tener opción de éxito, máxime cuando ha gastado la pólvora en la oposición como si esta fuera del rey y no tuviera límite. A ello se suma como problema para esta formación la pérdida de sectores de centro ante el proceso de radicalización, coherente en cierta forma con la necesidad de resistir tras la dramática derrota electoral, alentada por determinados colectivos, muchos a extramuros del PP, en una huida muy emotiva pero que no dejaba de crear preocupación y fomentar la imagen de derechismo de este partido.

Además el regionalismo propiciado no sólo por la dispersión territorial del Estado de las Autonomías, no sólo por la dinámica partitocrática de supervivencia sobre el terreno que se ha desarrollado, sino que también como ideología, tras el desembarazarse la derecha del Ejército, goza de gran influencia en él. La derecha española era más regionalista que la izquierda, la dinámica centrífuga autorizada por los socialistas va a perjudicar profundamente su capacidad política rendida en esa dispersión, porque su llamada a España como nación, salvo honrosa excepción, está más preñada de pre-liberalismo que lo que podamos suponer. A ello sumado el pragmatismo, “a caballo regalado no se le mira el diente”, las presiones electorales que tienden a identificar separación del Estado con bienestar, arrastran sin duda alguna a la derecha española hacia una regionalización de tono tradicionalista.

Y aunque su supeditación al discurso de determinados colectivos de víctimas del terrorismo le ha ofrecido una necesaria y emotiva cohesión no cabe duda que estos le abocan a unos planteamientos emocionales y poco racionales que pudieran favorecer un proceso muy conservador. Para suerte del PP todo el proceso de negociación lo acabará rompiendo ETA, el siguiente también, y la ‘visceralización’ de estos sectores, resultado de una justificada indignación, cederá en su protagonismo.

Hay que mirar el futuro con una cierta esperanza, que surja finalmente la moderación, puesto que las iniciativas comentadas están abocadas al fracaso, y del fracaso es de donde la experiencia política española encuentra bases para reconducir la situación. Tarde o temprano el Gobierno será consciente del callejón sin salida al que ha ido conduciendo sus iniciativas, a la creación de problemas, más que soluciones, que va a tener que pagar las consecuencia sólo él, esperando que su vuelta atrás en un camino de corrección de los problemas no le sea más complicado que cuando se lanzó optimistamente a crear todo tipo de situaciones de crisis.

Para acabar, espero con optimismo en la necesaria catarsis resultado de la asunción del tremendo fracaso que ha supuesto esta legislatura, empiezo a sospechar que el único que empieza a interiorizarlo es el presidente Zapatero, su protagonista, la derecha lo ha repetido tanto que ya no es consciente de ello. Hay que esperar en el fracaso el origen de la solución de los problemas que recientemente se han creado porque sin un reencuentro de las formaciones políticas fundamentales nos encaminaremos hacia una profunda crisis de Estado cuyos síntomas ya los estamos observando. En el interior ETA es capaz de forzar la negociación hasta su ruptura, cuando es evidente su debilidad operativa –no así la política, concedida por el desencuentro entre el Gobierno y la oposición-, lo que debiera de haber forzado a aprovechar la generosa, y por tanto temeraria y contraproducente, oferta de Zapatero. En el exterior, a pesar de los buenos discursos, el de la alianza de las civilizaciones –sólo Turquía sintonizaba, a la vez que está dispuesta a organizar una guerra persiguiendo a los kurdos en el Irak-, nos llevamos mal con Argelia y mal con Marruecos, y el alejamiento con Estados Unidos no se ha superado. En educación estamos a la greña, y el despiece centrífugo no va a ser más que causa de conflictos. Es de esperar que el diluvio que viene nos permita salir de esta agobiante situación. Ahí reside mi optimismo, en la asunción del fracaso común y del que nadie se libra.

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(1) Este trabajo se realizó con anterioridad a la aparición de la candidata del socialismo francés Ségolèn Royal en la que se ha podido apreciar algunos puntos de coincidencia con el actual socialismo español, aunque no tan destacados y con una mayor oposición en el seno de su partido.

(2) A raíz de la publicación de parte de este artículo por Ciudadanía Y Libertad fui objeto de la crítica justificada de un histórico compañero del PSE en la que se argumentaba no tener en cuenta que el enfrentamiento de nuestro partido con el PP en este terreno tan sensible provenía de la manipulación y la ruptura de las reglas del juego por parte del PP utilizando de forma desleal contra nuestro partido las actuaciones del GAL contra ETA.

(3) Hay que reconocer que el aspecto positivo de la negociación del Gobierno y el PSOE con ETA, con evidente cierta apropiación del discurso nacionalista por parte socialista, siguiendo la línea que Maragall iniciara en Cataluña, es que el PSOE sustituyera al PNV en la centralidad política del país – o. por lo menos, le arrebatara su monopolio-. Bajo las banderas de la negociación con los terroristas, la consecución de la paz, y un discurso político que se acerca al nacionalista, incluido el tema de la autodeterminación, el PSOE ha conseguido, junto al abandono de sus señas nacionales, la centralidad que las elecciones municipales y generales le han otorgado en Euskadi a partir de mayo de 2007. (Nota añadida a la presentación de este trabajo)

(4) Resulta surrealista que tras la polémica entre la Iglesia Católica y el Gobierno socialista cara a las próximas elecciones generales del mes de marzo, consecuencia de un mensaje de los obispos que pudiera ir dirigido contra el PSOE, sea un imán musulmán, recién aparecido, el que anuncie que hay que votar opciones progresistas. (Nota añadida el mes de febrero de 2008).

(5) Para los que estamos preocupados en estas cuestiones no nos pasó desapercibido el intento de contestación que el presidente Zapatero fuera a utilizar contra el presidente venezolano cuando éste empezara a insultar la figura del anterior presidente español. Zapatero empezó a exigir respeto hacia Aznar por haber sido un presidente elegido, no por ser un presidente democrático. Planteada así la cuestión ello exigiría un ejercicio de respeto hacia muchos dictadores despóticos que alcanzaron el poder no por un golpe sino mediante un proceso electoral, incluido el mismísimo Hitler. (Nota añadida en febrero de 2008)

(6) Que, además, no ha sido así una vez que se realizó el referéndum.

(7) A estas alturas ya sabemos donde ha acabado, en esta situación que facilita el radicalismo, las moderadas (por comparación) tesis de Imaz, al tener que dimitir de la dirección del PNV frente a Egibar e Ibarretxe. (Nota posterior ante la publicación de este trabajo)

(8) Nota redactada a la presentación de este trabajo. Sin embargo la mesa política en el seno de la negociación con ETA no llegó a realizarse porque ETA rompió, como era más que previsible, la tregua..

(9) Sin embargo, en esto de los cambios de lugar en la política se debiera uno apartar del esquematismo y mantener ciertas cautelas. Existen concepciones de la militancia en política basada en el pragmatismo y en la gestión, y existen otras de naturaleza más filosófica, de concepción general hasta descender a lo particular, que diríamos los que recordamos con cariño el marxismo, que permiten un cambio en la actitud personal ante los retos más rico, y en apariencia más difícil de entender.

Eduardo Uriarte, 15/6/2008