Lo fundamental del texto del pacto PSE-PP puede inscribirse coherentemente en el discurso que emanó de Ermua, el de la revolución democrática. Sospecho que sí hay conciencia de lo que se ha luchado por llegar hasta aquí, pero también cierta vergüenza en reconocerlo. Si no hay conciencia de cambio, tendremos que volver a aceptar el fracaso, mucho mayor que la derrota electoral de 2001.
Los mencheviques tenían fama de ser más cultos que los bolcheviques, su líder Plejánov pasaría a la historia del marxismo por una serie de voluminosas obras, y parecía estar al tanto de los acontecimientos, pues según sus postulados la teoría debía de coincidir con la realidad. Un amigo y compañero de Pléjanov, adinerado empresario de San Petersburgo, de cuyo nombre no puedo acordarme, y cuya mujer le engañaba escondiendo en su propia casa al radical, aventurero, y adversario Lenin, saliendo de su despacho le preguntó a la secretaria qué era eso de tanta gente marchando por la avenida Nevsky. Con toda sencillez su empleada le contestó que era la revolución: octubre de 1917.
Si a los cultos y teóricos mencheviques se les pasó por alto lo que ya estaba ocurriendo, no podemos ser excesivamente críticos con la capacidad de asumir y explicar la realidad que puedan tener los políticos actuales, y mucho menos los nuestros, los españoles, muy dados –hasta la obsesión– a la pequeña pelea buscando titulares y minutos de televisión, con las últimas encuestas debajo del brazo, y muy poco a la reflexión teórica. Cuando los acontecimiento les pasan por delante no se enteran, y mucho menos de sus causas; ni necesitan hacerlo, porque para ellos lo importante es ganar, tener el poder, no necesitan nada más, y para eso una buena imagen es lo importante porque es lo que atrae a los votantes. Pero en algunos casos la cosa puede ser peor, porque si se enteran, lo que no quieren es reconocer públicamente lo que ha ocurrido y ocurre. El electorado no suele ser muy exigente, muy pocos les piden reflexión, y menos sinceridad.
En Euskadi el conocimiento de la realidad se complica. En un país por el que vuelan las sardinas, es decir, con todo al revés, donde la oposición es la que va escoltada –lo cual tendría una perversa y malsana lógica, pero resulta que no es del todo cierto, supera a la oposición, porque todo el que se declare de una forma rotunda contrario al nacionalismo puede acabar con la necesidad de ir protegido–, y la víctima es denigrada como en Azkoitia y los victimarios aceptados por el vecindario…, en este país, hay que asumirlo, no es fácil reconocer la realidad. Casi todos los extranjeros cultos que vienen, sobre todo si son de izquierdas, se equivocan. Porque, además de ser un mundo al revés, actualmente la gente más dogmática suele ser la de izquierdas y aplican sus esquemáticos prejuicios para entender por qué existe violencia. Gobiernan los españoles –te dicen–, el euskera está discriminado, los nacionalistas son los pobres…, y a todo esto había que decirles de una en una que no. Ahora cambiará algo eso, y se dirá que sí gobiernan los no-nacionalistas.
Nuestros políticos no son más listos que esos extranjeros de izquierdas. Hace unas fechas, Urkulu se preguntaba retóricamente, en la desesperación de verse despojado del poder: “¿pero qué es lo que les une al PSE y al PP?, si sólo les une la Constitución, el proyecto español”. Le parece poco y poco importante. No lo puede entender. Y un avispado comentarista de Radio, Carlos Herrera, ante las desaforadas y continuadas quejas de Urkulu, desprendía el comentario de que no era para tanto, que no es la toma de la Bastilla lo que están haciendo López y Basagoiti. Se equivoca: sí es la toma de la Bastilla (o puede serlo); puede ser la revolución de Ermua aunque alguno no lo sepa, y alguno que otro se lo calle.
Aquella revolución de unos días que fue calificada por Juaristi y Onaindia como la revolución democrática de Ermua. Lo que ocurre es que quizás los que van a gobernar no se den cuenta qué es lo que pueden estar haciendo, y el logro de alcanzar las instituciones se pierda en un simple ‘ahora me toca a mí’, para en ese caso hacer las cosas como las hacía el PNV, rutilante ejemplo político dominante para una importante mayoría de este país. Les va a hacer falta el discurso del cambio; si no, será de nuevo una ocasión perdida. Era evidente que Lenin, el adversario de Plejánov, se equivocó en la pregunta que retóricamente lanzara en el congreso de 1920 de la III Internacional y que tan bien contestara Fernando de los Ríos. En lugar de preguntar “¿libertad?, ¿para qué?”, tenía que haber hecho esta otra pregunta: “¿al Gobierno?, ¿para qué?”.
Si se acuerdan de los planteamientos de lo que se llamó la revolución de Ermua, descubrirán que allí estaba la llamada a la necesidad del Estado de derecho y de la ley, se denunciaba la arbitrariedad de los poderosos y de los terroristas, se reclamaba unas relaciones realmente democráticas y no desnaturalizadas por la presencia del terror y tantas compresiones del mismo por parte del nacionalismo institucional, se apostaba por la derrota de ETA sin paliativos, etc. De aquello surgiría el Foro de Ermua, con un manifiesto inicial que denunciaba la realidad en Euskadi, las movilizaciones contra el terrorismo dirigidas por Basta Ya, la creación de asociaciones de víctimas o colectivos cívicos. Todo aquello dio origen a un impulso político que fracasó en las elecciones de 2001, y pareció que no iba a tener ningún futuro en la izquierda tras la defenestración de Nicolás Redondo Terreros. Y sin embargo, que no se sienta ajeno el cambio que se va a producir en Euskadi de aquel proceso y de aquel fracaso; es resultado de todo aquello, y si no se le es fiel no existirá cambio. Las otras aventuras, las transversales (1), negociación con ETA de por medio, es lo que ha fracasado.
Pues bien, se debiera explicar un poco lo obvio y sus circunstancias, por si los partidos no lo hacen. O provocar una cierta reflexión y dar contenido al hecho histórico de que va a haber un lehendakari constitucional. Es necesario retomar el discurso político del cambio y asumirlo; de lo contrario descubriremos, como en Cataluña, que el resultado puede ser frustrante y se puede ser más nacionalista que los nacionalistas sin llevar ese nombre.
“Apepestados”
Para entender las circunstancias actuales del acuerdo político vasco entre el PSE y el PP no está de más mirar el comportamiento de ambos y la perjudicial dialéctica que entre ellos ha existido, la irresponsable negociación con ETA de la última legislatura que tanto les separó, y, sobre todo, las reacciones ante un posible acuerdo de legislatura como el que se ha dado. Empecemos por los prejuicios de la izquierda.
Existen influyentes voces en la izquierda española que les parece, como en su día a la derecha, que en Euskadi o se gestiona la política mediante el PNV o se está cometiendo una aberración. Estas voces asumen que el PNV debe tener un privilegiado estatus por el que estuviera exento de pasar, para deterioro de la democracia y, probablemente, para él mismo, por dejar de detentar el poder. Consecuentemente, el acuerdo de legislatura por el que el PP va concederle al PSOE todos los votos de sus escaños con el fin de investir como lehendakari al candidato socialista parece a determinados núcleos de la izquierda una acción contra natura.
El discurso que se utiliza, más sentimental –las historias de buenos y malos, recuerdo de la Guerra Civil que abandonaron los del PNV a la primera– que racional, más aristocrático que democrático, parece concluir que este partido tuviera un derecho histórico, un designio religioso para gobernar eternamente. Es como si hoy los socialistas vascos, yendo de la mano del PP para apartar al PNV del poder, hubieran cometido un parricidio, un delito de lesa majestad. Lo que nos permitiría concluir que ese tipo de izquierda contraria a este desalojo, en otras cuestiones tan innovadora y rupturista, a la postre, sacralizando al PNV nos demostrara que es mucho más servil que revolucionaria; que probablemente tenga mucho más de reacción que lo que sus promotores creen de sí mismos. Acabaríamos descubriendo que sacraliza demasiadas cosas, no las pocas y necesarias que hay que sacralizar para ser izquierda.
Intentemos ser comprensivos, evitemos la crítica destructiva como la anterior. Insistamos en la reflexión y analicemos el comportamiento benevolente con este sector de la burguesía periférica, el PNV, que ha acabado por construir todo un régimen corporativo, y que tanta responsabilidad tiene en el quiste del terrorismo en Euskadi, como consecuencia de las grandes carencias del discurso democrático español. Observemos estas actitudes hacia este nacionalismo como resultado de las carencias que el pensamiento político socialista arrastra desde sus orígenes, de naturaleza sindical más que político, de fuerte influencia libertaria (Rodríguez Zapatero), de desconocida aportación teórica, salvo la Movida Madrileña (Onaindia Natxiondo). Reflexión política representada casi exclusivamente en la excepcional personalidad de Indalecio Prieto, tan importante o más en su aspecto autocrítico o en sus reflexiones tras la derrota en la Guerra que en su pensamiento innovador. No es esperable de nuestra izquierda, pues, una profunda reflexión de lo que hoy acontece en Euskadi, y de por qué la gente ha impulsado este cambio a pesar de tantas humillaciones, tantas presiones y tanto miedo.
Para explicar el cambio en Euskadi hubiera sido necesario un núcleo intelectual en la izquierda, una tradición de reflexión política, y una menor utilización de la emotividad y el prejuicio. Afortunadamente al Partido Socialista le sigue interesando el poder (¡y cómo!, se podría añadir), y pone al servicio de este fin una buena propaganda ante tan emotivo electorado; esto de momento suple otras carencias. Asumamos que este interés y la necesidad de contar con el PP puede dar resultados interesantes en la gobernabilidad de Euskadi pero, a su vez, favorezca el inicio en el marco del socialismo la superación de la molicie respecto al pensamiento político –en franca decadencia de aquí a unos años–, su actitud supeditada y parasitaria respecto a los nacionalismos periféricos y la concepción maniquea, a falta de nada importante, de buenos y malos que tiene asida en su propia naturaleza respecto a la derecha. Que la derecha es mala, además de no ser un descubrimiento reciente no sirve para nada, esto no es suficiente, ni viene al caso, para dirigir un país con eficacia.
Es imprescindible que la izquierda intente la realización del discurso del cambio, supere la vergüenza, para algunos, de ir de la mano del PP, imprescindible para que el cambio supere el mero y vacío lema electoral, y que éste se produzca en la realidad evitando de entrada seguir al único referente de política que ha existido en Euskadi: la del nacionalismo.
Una política que procede nada menos que de la Transición democrática. En los albores de la transición la derecha decidió entronizar al PNV en Euskadi para que éste resolviera el problema vasco, resolviera el terrorismo y validara el sistema autonómico, y para ello no dudó en financiar privilegiadamente la autonomía vasca. Curiosamente, lo que se concibió como una solución, y en los primeros momentos pareció serlo, precisamente por la privilegiada situación de detentar el poder y obtener todo lo que reivindicara, se fue radicalizando y subiéndose al monte por la cómoda vereda de alfombra roja que se le había otorgado. Cuando los socialistas ganaron las elecciones del 86 no se creyeron suficientemente legitimados para acceder a la presidencia del Gobierno vasco, habían interiorizado el discurso aristocrático que tan bien le venía al PNV. Aquella concesión alimentó aún más el prejuicio de que el PNV estaba destinado a gobernar. Es evidente que fuimos los demás los que ceñimos al PNV el privilegio de creerse superior a los demás.
Vistos los resultados, con los años se ha podido considerar errónea la política hecha desde Madrid. Que la política vasca se haya diseñado desde Madrid mal ha estado, pero que se hubiera hecho desde Barcelona –atisbos de ello la habido en la pasada legislatura paralelamente al proceso de negociación con ETA– hubiera sido mucho peor. La solución a la catalana hubiera tenido que pasar por la urgente solución política con ETA y la rehabilitación hasta su dignificación de Batasuna (aquellos infames calificativos de “gentes de paz”) para pactar con ella, cosa que para bien de la legalidad y estabilidad política fracasó; a la vez que se intentaba a marchas forzadas ‘vasquizar’ al PSE utilizando de modelo al PSC. Si en la Villa y Corte se asume en la izquierda, no sin contestación, el pacto PSE-PP para Euskadi, en semejantes cenáculos catalanes el acuerdo rechina más. Allí, precisamente, donde no se dudó en apoyar la defenestración de CIU e ir a pactar con un partido de clara vocación rupturista, es donde existe mayor rechazo al pacto de legislatura actual, suponiendo que no sólo es por echar al PNV, sino por hacerlo, además, con el PP.
Así que no deja de tener eco en nuestro entorno la reacción del PNV por verse desalojado del poder, tras 29 años de ejercicio, por la entente PSE-PP. Enfadados doblemente no sólo porque se le echa al PNV, partido fundamental para resolver el problema vasco, aunque en 29 años lo único que ha hecho es profundizarlo, sino, sobre todo, por ir de la mano del PP, ese partido de la ‘derechona’ que aglutina de una manera formidable y espontánea a la izquierda española en la desaforada comunión de que se trata de un partido malvado y perverso, como la CEDA el día anterior de que hiciéramos la desastrosa revolución de Asturias.
Las cosas son como son
A nadie que forme parte del socialismo se le oculta que el resultado electoral no ha sido el deseado. El resultado ideal hubiera sido para la dirección socialista que el PSE saliera como la fuerza mayoritaria de las elecciones, lo que hubiera posibilitado un gobierno de presidencia socialista en coalición con el PNV, insistiendo en una transversalidad imposible que se convertiría en supeditación. Este resultado deseado minusvaloraba el efecto de reagrupamiento del voto nacionalista en el PNV, esperando que una precampaña de evidentes filias con el PNV, aprobación de sus presupuestos, como ejemplo más llamativo, acercamiento al mundo cultural nacionalista, y en época electoral una campaña muy suave, no movilizara masivamente el voto abertzale hacia el PNV como en 2001. Se optó por un discurso de bajo tono dialéctico que, curiosamente, fue replicado por otro similar por el PNV, dando como resultado una campaña aburrida que el director-delegado de “El País” en Euskadi calificó de “bostezo”. Posiblemente ambos contendientes empezaron a pensar que se habían pasado de frenada.
Parcialmente se alcanzó el objetivo, no hubo un agrupamiento masivo de votos nacionalistas en el PNV y el que recibió prácticamente hace desaparecer a sus socios como EA e IU, y los votos de Aralar no fueron suficientes para darle al PNV la mayoría absoluta en caso de buscar un gobierno de coalición. El resultado ha sido que si el PSE quiere gobernar necesita el apoyo del PP, porque éste aguanta el embate electoral. Si Patxi López quiere sostener su eslogan de campaña de ser lehendakari no le queda más remedio que serlo con el PP, y si quería sostener su llamada al cambio de verdad, la garantía de ello va a ser la entente con este partido, nunca lo hubiera sido un gobierno PSE-PNV.
Con este resultado el gobierno PSE- PNV era imposible, salvo que se repitiera la fórmula fracasada en el pasado de PNV-PSE con lehendakari en la persona de Ibarretxe, lo que contradiría la llamada de cambio. Aunque a fuer de sinceros lo hubiera contradicho también un gobierno con el PNV aunque el lehendakari fuera socialista pues éste quedaría prisionero no sólo del resto del Gobierno, sino también de las diputaciones, pero sobre todo del discurso dominante nacionalista que no se hubiera visto moderado por tal tipo de gobierno. No hubiera sido un gobierno de cambio, pero lo que votó la gente, convencida ya de que el proceso hacia la soberanía de Ibarretxe va en serio, ni fue continuidad, ni fue transversalidad, lo que votó fue cambio con la única fórmula que lo puede garantizar.
Y es que el cambio en Euskadi, si tal quiere serlo, debe ser dirigido por las fuerzas que en los acontecimientos de Ermua por el secuestro y asesinato de Miguel Angel Blanco salieron tras la gente a la calle: el PP y el PSE. Si se quiere ser fiel al cambio hay que ser fiel a la esbozada “revolución democrática” que se enfrentaba al terrorismo de ETA y a la permisividad y exceso de comprensiones del PNV con ella. Tenía que ser fiel a aquello si se quería ciertamente un cambio. El cambio no es quítate tu para ponerme yo; debiera tener como referente la revolución democrática de Ermua.
Mucho más politizados que nosotros, más conocedores de la política que nosotros, el PNV y ETA se dieron cuenta de lo que suponía el impulso de las masas manifestándose en los días de Ermua. Para evitar el cambio no sólo el PNV buscó garantizarse el poder para siempre (como si fuera posible, pero todos lo intentan) asumiendo la secesión de Euskadi -si los españolistas vascos son “alemanes en Mallorca” no podrán votar para echarles-, y pacta con ETA para que no puedan gobernar los que osan ocupar la calle: el Pacto de Estella. Aún así ha habido en la izquierda gente que quiere darle de nuevo una oportunidad al PNV yendo de comparsa de nuevo a un Gobierno con él, pero también ha habido en la izquierda gente dispuesta a darle de nuevo una oportunidad a ETA negociando con ella, dejando para el después inmediato las consecuentes coaliciones de gobierno que el mismo proceso negociador podría haber encauzado. La cuestión era negar el cambio constitucional en Euskadi, la revolución democrática, opción coherente para un pensamiento alternativo y rupturista de moda en los últimos tiempos en el seno de la izquierda.
La gente se creyó el cambio y lo votó, por eso el PSE no sube tanto como para acabar liquidando al PP. Si el PSE quiere cambio y la lehendakaritza ahí tiene al PP para hacerlo. Y lo hace, pero no acaba por aplaudir la investidura de la presidenta del PP del Parlamento vasco. Quizás porque, o no sabe que está protagonizando el cambio, o no quiere reconocerlo, pues su conocimiento y reconocimiento debiera suponer una cierta emoción que generara afecto con el otro protagonista de la gesta. Quizás porque lo único que ve, de momento esperemos, es que es la única forma de ostentar el poder después del batacazo en Galicia tras haber marchado allí con radicales nacionalistas. Pero si se mantiene esta cortedad de miras se acabará frustrando de nuevo el cambio. No habrá gesta, ni revolución democrática, ni siquiera cambio.
Las reticencias en el PP
No crean que las reticencias y escrúpulos en sectores de la izquierda para ir con el apoyo del PP en Euskadi no se dan también en sectores de la derecha. Según uno se va alejando de las coordenadas de la política vasca el sectarismo y la mezquindad hacen también gala. Es la dialéctica del pim pam pum lo que domina, los intereses inmediatos por el poder, el recuerdo de la última puñalada recibida, etc. El interés general que debe presidir la acción política, si quiere ser política, es difícil también de encontrar. Uno empieza a sospechar que existen amplios sectores a cada lado de la línea que se encuentran a gusto en la ramplona dialéctica de patadas en la espinilla, conspiraciones, golpes mediáticos, detenciones por corrupción, y el tu más, que por resolver la cosa pública. Tampoco desean el cambio, ni gesta, ni revolución democrática, sólo carteras.
Existen serias reticencias en cenáculos conservadores a que el PP diera su apoyo al PSE sin que éste le ofreciera cartera alguna, se destaca el hecho cierto del poco cariño que los socialistas mostraban por el necesario apoyo del PP, se considera que sin presencia física en el Gobierno las posibilidades de control son muy pequeñas, etc. Las respuestas a estas consideraciones no son muy difíciles, los gobiernos de coalición entre el PNV y el PSE lo que demostraron a la postre es que al final, por mucho y bien que gestionaran los socialistas el que capitalizaba los logros era el lehendakari que era del PNV. La presencia no sirvió para que el PSE tuviera conocimiento para controlar al PNV sino que lo que ocurrió es que le comprometió en políticas no deseadas, como la aplicación que tuvieron que endosarse de la ley de educación. Y, finalmente, con el distanciamiento que se padece entre ambos, que el PP le sea necesario a los socialistas refuerza el papel de la derecha española como entidad útil para la gobernabilidad de lo público y deteriora el discurso filonacionalista que tan mal resultado ha dado en Galicia y tanto problema está generando en Cataluña.
Pero, sobre todo, lo que consigue y le interesa al PP es truncar un discurso que le demonizaba, pues donde la política está en crisis como es en Euskadi resulta que es muy útil a cambio de nada, y acaba liquidando otro aspecto del mismo discurso en franco deterioro por el que el socialismo español tenía que apoyarse en los nacionalismos periféricos. No sólo fracasa éste en Galicia, sino que se contradice por sus propulsores en Euskadi.
Si la política en el País Vasco fuera como en otra comunidad autónoma probablemente no hubiera sido entendido que el PP apoyara a los socialistas a cambio de nada o de muy poco. Pero la política en Euskadi se escribe en clave de tragedia, si los nacionalistas hubieran barrido en las elecciones probablemente el que no comulgue con sus ideas puede verse sin residencia, obligado a dejar sus ideas a un lado, rendirse o marcharse al exilio. Una victoria de unos u otros en las elecciones para la autonomía acaban decidiendo si vas seguir teniendo ese lugar de residencia o no, si el terrorismo va seguir, si sus secuaces van a tener cargos institucionales y subvenciones públicas, calles para sus héroes, y silencio y temor para los que simplemente piensen diferente.
Como la política se escribe en clave de tragedia los del PP no hacen lo que quisieran hacer desde una perspectiva inmediatamente favorecedora a sus intereses, hacen lo que tienen que hacer, le votan a López, porque más que ninguna otra fuerza, pero no todos, pueden creer en la necesidad del cambio político en Euskadi. Cuestión de la que se aprovecha el PSOE, que no dudó todavía no hace mucho tiempo en arrebatarle la diputación de Alava para que se la llevara el PNV. Había bastante confianza en que el PP haría lo que tenía que hacer, al fin y al cabo no les vale vivir como a otros de unas consignas sindicalistas, y aunque de derechas, y muy enraizada en el tradicionalismo, la derecha española si tiene una lectura política de la realidad.
La necesidad del discurso del cambio
Al poco de las jornadas de Ermua el recién constituido colectivo Foro Ermua nos despertó a casi todos con un manifiesto que denunciaba la situación que padecemos en Euskadi de peligrosa semejanza con la irrupción de los fascismo en Europa en los años treinta. Ni que decir tiene que la crudeza de la denuncia creó muchas reticencias en los partidos, pues se producía una crítica implícita ante los mismos, ocupados en la gestión de lo concreto y diario creyendo que eso era política, al haber permitido llegar a una situación tan trágica, y acostumbrados a ella habían liquidado la sensibilidad para descubrirla. La denuncia de vivir bajo un fascismo se vio confirmada con la escalada del terrorismo de ETA en lo que llamaron la socialización del sufrimiento, con el asesinato de numerosos cargos públicos no-nacionalistas, y el unilateral proceso soberanista auspiciado por el PNV mientras los demás íbamos a los funerales.
Lo que fue sucediendo después ya se ha indicado en estas líneas, en las que se desea transmitir la preocupación por el fracaso ante esta oportunidad política, el cambio en el Gobierno vasco, y donde se han destacado aspectos críticos del comportamiento de los principales partidos para influir en lo posible en la corrección de sus comportamientos en el futuro. Nos jugamos todos los demócratas vascos demasiado.
Pero tras lo expuesto hay que dar un voto de confianza al pacto PSE-PP porque hay que reconocer, sin reticencias, la validez y contundencia del documento pactado, el denominado “Bases para el Cambio Democrático al Servicio de la Sociedad Vasca”, pues éste es coherente con el pasado de lucha por la democracia de amplios sectores de la sociedad vasca. Lo que queda por ver es que se cumpla.
Esperamos que el interés por el poder permita un avance democrático, pero sería deseable que se sintiera éste resultado de ese combate por la democracia realizado en estos años pasados, y no de una mera buena gestión por el poder. El “no saben pero lo hacen”, comportamiento que disgustaría por poco ortodoxo a cualquier teórico de la izquierda, pero que asumiendo los tiempo que corren tampoco sería para despreciarlo, tendría en todo caso la maligna consecuencia de ir sustrayendo responsabilidad a sus protagonistas, que quedarían prisioneros de la dinámica del día a día en la que han sido unos habilidosos los nacionalistas imponiéndola. Pues, los que si tienen una concepción estratégica del proceso son el mundo radical del PNV junto con el de ETA, que saben presentarla paso a paso, mediante los cuales irán devaluando poco a poco el cambio que Euskadi necesita para ser una sociedad democrática. El sentirse feudatario de los esfuerzos y sacrificios realizados frente al acoso terrorista y la estrategia soberanista, hijos del Pacto de Lizarra, daría al próximo Gobierno una razón de ser fundamental.
Sospecho que sí hay conocimiento de lo que se ha luchado por conseguir esta situación, lo que ocurre es que puede existir un cierta vergüenza en reconocerlo ahora. Y lo subrayo porque la parte fundamental del texto que ha servido como base para el pacto del PSE-PP se puede inscribir con toda coherencia en el discurso que emanó de Ermua, el de la revolución democrática. Es para evitar el escamoteo de la realidad y de la responsabilidad ante ella por lo que lo confirmo.
Desde el punto cuarto del Manifiesto originario del Foro Ermua han pasado muchos acontecimientos pero resulta imprescindible tenerlo en cuenta: “Reivindicamos el espíritu civil iniciado en Ermua en las jornadas de julio, en las que la sociedad vasca recuperó no sólo la calle, sino la voz, y demostró que es posible luchar pacífica y contundentemente contra ETA y quienes amparan, promueven y se benefician de su proyecto totalitario”. El acuerdo entre el PP y PSE recoge todos aquellos principios: reconocimiento de la gran “oportunidad única”, para “un tiempo de cambio expresado por la ciudadanía vasca”,vopta por “defender las libertades”, “la convivencia”, “acabar con el terrorismo”, aboga por dejar “atrás la confrontación”, por el “respeto a la legalidad”, por fortalecer “nuestra instituciones”, etc., etc. La revolución democrática, la toma de la bastilla, que nos faltaba a los vascos.
Todo lo citado pertenece al patrimonio cultural de los ciudadanos que han luchado contra la arbitrariedad, las imposiciones y el terrorismo en Euskadi. Si se inserta el cambio político en él se poseerá un discurso potente que afianzará la acción política necesaria para alcanzar los logros antes citados.
El problema puede residir en quienes reconociendo la naturaleza del acuerdo lo intenten devaluar tachándolo de genérico. Es cierto que no cae en el detalle de políticas sectoriales, ése hubiera sido un pacto de Gobierno de coalición, pero incide en todos los principios fundamentales para dar el paso hacia una sociedad democrática, principios de naturaleza política, y a lo que tan poco dados son personajes de cultura sindicalista. En esta actitud puede residir el origen de un posible fracaso del cambio.
Es necesario, pues, dotarse de un discurso y exhibirlo para superar este campo minado que el régimen corporativo erigido por el nacionalismo en estos treinta años ha convertido Euskadi, que nos ha mantenido muy cerca del Antiguo Régimen. Si no se detecta su necesidad, si no hay conciencia de cambio, tendremos que volver a aceptar de nuevo el fracaso, mucho mayor que la derrota electoral del 2001.
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(1) La «transversalidad» fracasó desde que el nacionalismo se constituyera en frente en el Pacto de Lizarra, de ahí el acercamiento de insignes nacionalistas como los Guevara o Arregi al constitucionalismo. Si el socialismo ha usado ese concepto ha sido más como señuelo electoral que como posible política aplicable, porque el nacionalismo coherente que se expresó en el Pacto de Lizarra, como todo nacionalismo que se precie, es refractario a toda transversalidad, uniformiza hacia dentro y segrega a lo que considera disidencia. Mientras el nacionalismo sea éste la transversalidad tiene que ver más con la supeditación.
Eduardo Uriarte Romero, 21/4/2009