Pedro Chacón-El Correo
La elección del nuevo Papa, una vez enterrado el recién fallecido con todos los honores eclesiásticos, resulta un proceso fascinante para cualquier aficionado a los intríngulis del poder. Fijémonos en el procedimiento abierto ahora en el Vaticano, aunque sea en sus trazos gruesos. Hay un colegio cardenalicio, compuesto por ciento y pico purpurados, elegidos muchos de ellos por el Papa finado, con la pretensión de encauzar la elección del siguiente Papa, aunque está comprobado que luego no suele ser así ni mucho menos, ya que los elegidos no actúan por delegación ni en representación de nadie sino según su muy católico y docto entender. Cardenales todos ellos, lo cual quiere decir que tienen una carrera aquilatada tanto en años como en experiencia, sabiduría, relaciones de poder, capacidad de influir, conocimiento de los mecanismos de la Iglesia, aunque solo sea en su zona de influencia, pero que, al proceder de todos los países y regiones del mundo, reúnen entre todos ellos la representación más cabal de lo que la Iglesia en su conjunto significa. Un procedimiento de elección propio de una aristocracia del saber, que en términos políticos sería algo tan arcaico y superado como el sufragio censitario masculino.
Pero la Iglesia católica no es un Estado, aunque el Papa ejerza de jefe de uno muy pequeño, ni tampoco se entiende con los parámetros habituales de la política. Hay quienes identifican el catolicismo con lo más tradicionalista y retrógrado -con el franquismo, pongamos- y al mismo tiempo han visto en el Papa Francisco un modelo de apertura y de progreso. Eso les pasa porque solo ven la parte de la historia que les interesa. Y no saben que, por ejemplo, con la Constitución de Cádiz en 1812 surgieron los conceptos de liberal y liberalismo en sentido político, luego exportados a todo el mundo. Una Constitución que en su artículo 12 decía que «la Religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera», prohibiendo cualquier otra. Pero es que en España el liberalismo -base de los ordenamientos políticos del mundo civilizado- se integró de una manera original y única con el catolicismo, dando lugar en el siglo XIX a un Estado liberal-católico, con grandes políticos como Lorenzo Arrazola, inspirador de la Ley de Fueros de 1839, esa que los nacionalistas vascos consiguieron derogar en parte en 1978, al aprobarse la Constitución actual, porque decían que había acabado con la independencia secular vasca. O como Antonio Cánovas y luego, ya en el siglo XX, su tocayo Maura.
Yo tampoco entendía que, siendo España el Estado que más ha hecho en la historia por difundir el catolicismo en el mundo, los doctores de la Iglesia nunca eligieran un Papa español. Solo cuando comprendí que ellos también sabían eso, y desde mucho antes que yo, me quedé algo más tranquilo.