Jon Juaristi-ABC
- La democracia formal no cuenta con recintos sagrados, sino con espacios cívicos que los despotismos tratan de cancelar
Durante la espectacular Jornada de Puertas Abiertas que se vivió en el Capitolio, el día de Reyes por la tarde, me asaltó (y nunca mejor dicho) el temor de que los miles de paletos sin mascarilla que, con el pretexto de saquear el mobiliario, se tomaban selfies en los pasillos tocados con las gorras arrebatadas a los guardias, descubrieran el edificio aledaño que aloja la innumerable Biblioteca del Congreso, repleta de objetos para todos ellos tan insólitos, cuyo manejo o manipulación imprudente podría derivar en su destrucción por el fuego y la devolución de la Humanidad en su conjunto a la Edad de Piedra de la que parecían haber emergido tanto el Lobo de Yellowstone como el resto de la peña.
Desengañémonos. Pese a las paridas acerca del «templo sagrado de la soberanía popular» que tuvimos que oír a antiguos y modernos corresponsales de medios españoles en Washington, lo único realmente sagrado en la capital federal es la Biblioteca del Congreso (que ni mencionaron). El Capitolio no tiene nada de sagrado, porque la democracia formal desacraliza todo lo que toca. Si a algo se parecen las cámaras legislativas de los países democráticos no es al arquetipo del Templo, sino al del Teatro, un Teatro donde los Representantes del Pueblo representan ásperas deliberaciones que deberían terminar en catarsis cómicas más o menos conciliatorias, aunque casi nunca se logren a la perfección. Lo que busca la democracia deliberativa no es que los enemigos políticos monten clubes del Cocodrilo, sino que no llegue la sangre al río, precisamente lo contrario de lo que pasó el miércoles en el Capitolio de Washington, cuando Trump mandó su claque a reventar la sesión final de la temporada.
La democracia formal no tiene templos sagrados, sino escenarios seculares. El principal de ellos es la calle, o sea, la plaza, el ágora, que ha desaparecido a causa del terror sanitario. En su origen, parlamento y ágora coincidían: eran el espacio de la parresía, de la deliberación cívica, que los atenienses no cerraban ni por la peste. Como bien sabían los griegos, las democracias morían a manos de los demagogos deseosos de convertirse en déspotas, cuando estos lanzaban las turbas a la ocupación violenta de los espacios públicos. Como Trump, vaya.
O, como cuando, en la reciente historia de nuestra agonizante democracia, Alfredo Pérez Rubalcaba, de manera semejante a Trump, azuzó a las bases (y a más de unos cuantos dirigentes) de su partido contra las sedes del PP, el 13 de marzo de 2004, inaugurando así la degeneración demagógica de la izquierda española, que ha proseguido hasta hoy, a través de ciertos hitos (2016, 2017, 2019) muy justamente recordados estos días por los partidos de la oposición (devenidos cómplices de Trump, según el mayoral por antonomasia onomástica del rebaño iraní o manada bolivariana de los terroristas domésticos españoles hoy en el poder).