Cristian Campos-El Español
Es fácil entender el enamoramiento del socialismo por Pedro Sánchez si se comprende cuál es el atractivo de las religiones: ofrecer al consumidor un sistema de creencias capaz de responder todas las grandes preguntas de la existencia.
La política es un conflicto de intereses disfrazado de disputa sobre principios –esto lo decía Ambrose Bierce– y nadie ha logrado difuminar la frontera entre intereses propios y principios generales con tanta eficacia como Sánchez.
La solución de Sánchez a todo es el progreso, es decir la izquierda, y el problema a resolver es el retroceso, es decir la derecha, que es toda ella ultraderecha.
Con un matiz. El que decide qué es progreso y qué es retroceso es Sánchez. Que es como nombrar árbitro a Piqué en los partidos del Barça.
Sin embargo, y a diferencia de las viejas religiones, el socialismo de Sánchez aporta un elemento nuevo, intrínsecamente moderno, a las técnicas de control ideológico de masas. El presentismo.
El sistema de verdades absolutas usado por Sánchez para llegar al poder en un momento determinado sólo es válido mientras este le sea útil. Si las circunstancias cambian, el sistema de valores de Sánchez pivota en sentido contrario y lo que ayer era retroceso pasa a ser progreso hoy. El pasado es una ilusión, el futuro una fantasía y el ahora es todo lo que importa.
Progreso es todo lo que Sánchez diga que es progreso hoy. Mañana quizá sea algo diferente y por eso todo lo que se exige del militante socialista es su fe en el líder.
Quim Torra era «el Le Pen español» en 2018, porque el supremacismo no es progresista, pero un interlocutor legítimo hoy, porque el diálogo es progresismo. Los pactos con ERC y Bildu y Podemos son necesarios por la misma razón por la que ayer eran indeseables. Porque eso era lo progresista antes y porque eso es lo progresista ahora.
Que el progreso coincida, con increíble precisión cuántica, con los intereses políticos de Pedro Sánchez es apenas una llamativa coincidencia.
Esa es toda la sofisticación del trabajo de Iván Redondo. Ahora, en los medios, se multiplican los artículos explicando quién es y de dónde sale este mago de la mercadotecnia electoral que ha logrado convertir en presidente del Gobierno a un perdedor sin una sola idea política relevante y al que su propio partido desterró a cajas destempladas. Que ha regado con napalm el centro político y exterminado a Ciudadanos. Que ha convertido el PSOE en un partido impermeable a todos los escándalos, a todas las vergüenzas, a todas las humillaciones.
Es lógico sentirse derrotado. Un sólo escándalo de los protagonizados por Sánchez desde 2018 habría sido suficiente para acabar con cualquier otro político en apenas unas horas.
La sentencia de los ERE. El asalto al Poder Judicial. Los ataques a la Corona. Los pactos con Bildu en Navarra. La sumisión al presidiario Oriol Junqueras. La conversión del CIS en un órgano de propaganda del PSOE. La tesis plagiada. Los ataques contra Ciudadanos alentados por ministros del Gobierno. Las amenazas a las comunidades gobernadas por el PP. El chantaje a los partidos que se negaron a dar el sí a la investidura de Sánchez. El caso de las menores prostituidas en Mallorca.
Es imposible ir más allá. No hay escándalo capaz de superar esa amalgama de corrupción, mentira, manipulación, nepotismo, chantaje y amenazas. Si esto no ha acabado con Sánchez, nada lo hará.
Se habla mucho de los éxitos de Iván Redondo antes de su fichaje por Pedro Sánchez. De las elecciones ganadas en 2011 por Xavier García Albiol en Badalona. De las elecciones ganadas por José Antonio Monago en la Extremadura de ese mismo año. Del pacto entre PSOE y PP en el País Vasco en 2009 que llevó a Patxi López a la presidencia de la región y a una popular, Arantza Quiroga, a la presidencia del Parlamento autonómico vasco por primera vez en democracia.
Se suele hablar menos de lo que ocurrió después de esas gestas de Redondo en territorio enemigo. Xavier García Albiol volvió a ganar las elecciones en 2015, pero la oposición en pleno se conjuró en su contra para echarlo de la alcaldía. Las ganó de nuevo en 2019, pero fue traicionado por el PSC, que prefirió aliarse con los nacionalistas y la extrema izquierda a pesar de su pacto tácito con el político popular.
En Extremadura, la victoria de Monago, que fue apodado como el Barón Rojo por su propio partido por su insistencia en aplicar las políticas del PSOE, tampoco fue más allá de una legislatura. En las siguientes elecciones autonómicas, el PSOE le barrió de forma aplastante en votos y escaños.
Permitan que me ahorre resumir qué ha sido del PP vasco tras su pacto con el PSOE.
Iván Redondo es el Gran Incinerador de la política española. Lleva a sus clientes a la cima demoliendo todos los puentes, quemando todas las naves, sacrificando la dama y volando la Santa Bárbara en el intento. Y luego les abandona sobre un páramo de cenizas.
Redondo fue el ideólogo tras la campaña contra la inmigración de Albiol en Badalona. Hoy Albiol es demonizado, por supuesto de forma injusta, como «el alcalde xenófobo del PP». Sus posibilidades de volver a gobernar en Badalona son, a día de hoy, nulas.
Monago ganó las elecciones de 2011 siendo más socialista que los propios socialistas. Quizá no había otra forma de llegar al poder en Extremadura. Pero la misma receta que le llevó a la victoria le condenó a la derrota en 2015. ¿Para qué votar a la copia si los extremeños ya tenían el original?
En el País Vasco, el acuerdo entre el PSOE y el PP propició el primer gobierno constitucionalista de la democracia en la región, pero fulminó la posibilidad de que este volviera a producirse jamás. A día de hoy, el PSOE vasco preferirá pactar mil veces con Bildu, y no digamos ya con el PNV, antes que una sola con el PP. El PP no volverá a tocar poder en el País Vasco en décadas.
La política de tierra quemada de Iván Redondo es consecuente con su idea de que todo lo que importa es el ahora. Y si algo ha aprendido Redondo a lo largo de sus años de rookie es que el PP no supera sus debacles y que el PSOE siempre lo hace, tarde o temprano, por su disposición a pactar con quien sea y donde sea a cambio de poder.
Pero está por ver cómo revalidará su victoria Pedro Sánchez en un escenario político que ha sido incinerado hasta sus cimientos. Con una sociedad fracturada, con una polarización social inédita en la España democrática, con el Poder Judicial y la Corona en el punto de mira de extremistas, con la mitad de la ciudadanía atemorizada ante la perspectiva de un Gobierno que, en su primera semana de trabajo, ya ha afirmado que los hijos le pertenecen al Estado.
Don Cortoplazo Tierraquemada Redondo tiene ahora, es cierto, un arma que no tenían Albiol, Monago y el PP vasco. Tiene al PSOE. Es decir sus televisiones, sus medios y sus periodistas. Tiene a los nacionalistas, a los golpistas, a los simpatizantes del terrorismo y a los cantonalistas. Tiene a los funcionarios y especialmente a los del sector educativo. Tiene en sus manos miles de asociaciones civiles cuya dependencia del presupuesto público es total y que harán lo que sea para que este no deje de fluir en su dirección.
Y eso es mucho arsenal. Suficiente para volar por los aires el país entero tres o cuatro veces.
Pero el trabajo de Redondo nunca ha superado el test del tiempo. Cuando sus clientes fracasaban con estrépito, convertidos en una caricatura de sí mismos y atados por los pactos con el demonio firmados para llegar al poder, él ya andaba lejos de ellos.
Veremos qué tal se maneja con la permanencia quien ha hecho del oportunismo un arte.