No había otra salida para Ibarretxe. Su partido no le había confiado la tarea de dirigirle en el tiempo nuevo. Es lo que pasa con los pueblos elegidos: Juan Josué vale para entrar en la tierra prometida, pero para vagar por el desierto les hace falta un Moisés. Su obstinación le impidió lo razonable, decir adiós con buenas maneras y llevarse un aplauso unánime del Parlamento.
Se anunciaba una sesión de investidura con dos candidatos a lehendakari.
En realidad, sólo hubo uno que hizo un discurso apropiado para la ocasión: una exposición del programa que piensa desarrollar durante los cuatro próximos años. Fue el candidato socialista, el ya lehendakari López.
Había expectación por conocer cuánto esfuerzo había invertido Ibarretxe en un programa que sabía derrotado de antemano. Ha de tenerse en cuenta que este hombre confesó haber elaborado el famoso Plan que llevó su nombre escribiendo ocho borradores y trabajando en todos ellos al mismo tiempo.
No hubo tal. Era un discurso de candidato a líder de la oposición, si no fuera porque jamás se había visto a ningún dirigente opositor tan encorajinado, con tanto rencor en la memoria. Situó los orígenes del acuerdo que va a permitir gobernar a López en 2001, cuando Mayor Oreja y Nicolás Redondo acordaron «desalojar al nacionalismo de la Lehendakaritza», habrase visto, qué descaro. Es un «quítate tú para ponerme yo», dijo en su día.
El pacto PSE-PP no es, en su opinión, «un acuerdo para construir, sino una cruzada para destruir». El concepto había sido utilizado hace tiempo, aunque en formulación menos maniquea: fue en el pacto que firmaron en el verano de 1998 ETA, PNV y EA, autodenominados como «fuerzas favorables a la construcción de Euskal Herria», frente a los «partidos que tienen como objetivo la destrucción de Euskal Herria y la construcción de España (PP y PSOE)». Es evidente que en el texto antiguo se atribuía a socialistas y populares capacidad de destruir, sí, pero también alguna habilidad para construir, aunque fuera España. Tampoco entonces se les llamó cruzados. Puede que el lenguaje no fuera tan duro, bien porque en su redacción no participó Ibarretxe, bien porque ETA no tenía necesidad de agredir con calificativos, pudiendo hacerlo a tiros o con una bomba-lapa.
Fue un candidato a dirigente de la oposición, ya digo, aunque de una oposición extraparlamentaria. Estuvo sectario, maniqueo y excluyente.
Ibarretxe fue ayer una figura patética, un personaje de ese subgénero de la comedia cinematográfica que antes llamábamos españolada. Su obstinación, su pertinacia en el error de los 10 últimos años recuerda al personaje de Paco Martínez Soria en la película que da título a esta columna y que Televisión Española programa casi todos los sábados.
Fiel a sí mismo hasta el final, como desveló en su última intervención, abandona la política.
No había otra salida. Su partido no le había confiado la tarea de dirigirle en el tiempo nuevo. Es lo que pasa con los pueblos elegidos:
Juan Josué vale para entrar en la tierra prometida, pero para vagar por el desierto, que es lo que ahora toca, les hace falta un Moisés.
Su obstinación le impidió lo razonable, decir adiós con buenas maneras y llevarse un aplauso unánime del Parlamento. No fue posible. Fiel a sí mismo hasta el final, parece haber inspirado su despedida en una astracanada, también española, dicho sea sin afán de molestar, La venganza de don Mendo: «Fuera ocioso. / Ved cómo muere un león / cansado de hacer el oso».
Santiago González, EL MUNDO, 6/5/2009