Jorge Bustos-El Mundo
Se acerca la Navidad y hay que hablar de Manuela Carmena, porque la alcaldesa de Madrid brilla con luz propia en estas fechas de cuya naturaleza entrañable ella ya participa, como participan desde siempre las colas en Doña Manolita o los certámenes de villancicos. La carmenada, antes que motivo de indignación o mina de confidencial, constituye ya materia costumbrista, médula galdosiana. Nunca una política tan comprometida con el laicismo ejerció un efecto tan claramente navideño sobre el impersonal automatismo de la metrópoli, por no hablar de los periodistas.
Soy consumidor de entrevistas a Carmena en radio, prensa y televisión. El género me fascina, a pesar de que su planteamiento, nudo y desenlace se resuelve siempre en un flujo único de burbujeante adulación. Y en realidad sobran las razones. Madrid está intervenida porque su Consistorio es incapaz de presentar unas cuentas ajustadas a la ley. Paraliza operaciones en función de su importancia: cuanto más importantes, más paralizadas. Prefiere renombrar el callejero a proyectar calles nuevas. Hipoteca el futuro al rastreo simbólico del pasado y se apropia de causas y orgullos implantados y financiados por alcaldes previos. Recorta la deuda porque no sabe ejecutar el presupuesto si no es comprando ladrillo. Y no ha hecho en suma nada recordable porque antes siquiera de planteárselo debe armonizar las pintorescas militancias de las 12 tribus de disidentes del frente judaico popular que integran su sigla.
Pero a ningún periodista sensato se le ocurriría inquirir a la alcaldesa por asuntos tan desagradablemente fácticos. El periodismo que satirizó Billy Wilder requería cierta aridez emocional. Desde que Kapuscinski expulsó a los cínicos del templo, al periodismo no se llega llorado: se va precisamente a llorar. Por eso a doña Manuela no se la juzga por sus hechos, ni siquiera por sus dichos, sino por su ser. Sólo un desalmado criticaría a una servidora del pueblo, buena cocinera y mejor persona. Esta es la verdadera revolución del populismo en el poder. Parecerá que ha escapado de la posada de un belén, pero Carmena es el producto de vanguardia de un tiempo identitario en que la expectativa del votante-fan no la satisface la gestión, sino la representación. La capacidad de un candidato para encarnar aspiraciones éticas y estéticas, pero no genuinamente políticas, cuyo argumento siempre es para adultos porque incluye la contradicción y el desencanto. A los políticos antiguos se les hacía responsables del cumplimiento de sus promesas; a los nuevos se les exige que sigan siendo lo que son, o como mínimo lo que parecen, aunque no hagan nada en absoluto. Así es como aniñamos la democracia. Y a un niño no se le priva de su abuelita.