Manfred Nolte-El Correo
En su núcleo más íntimo, la economía descansa sobre un delicado equilibrio de expectativas. Estas se constituyen en una de las principales variables del quehacer económico. El consumidor, el empresario, el exportador y el gestor público toman decisiones sobre el presente, pero también sobre lo que esperan del mañana. Por eso, la incertidumbre, sobre todo la derivada de actos despóticos y contradictorios, actúa como un corrosivo que dificulta las decisiones y distorsiona los comportamientos.
Cuando la niebla se extiende sobre el horizonte económico, la doctrina de los ‘leads and lags’ -adelantos y retrasos-, que estudia los efectos sobre las decisiones de compra en la demanda global, irrumpe implacable en la escena. Los consumidores posponen gastos ya decididos, la vivienda, el coche o las vacaciones, a la espera de una mayor visibilidad. Las empresas suspenden inversiones, congelan contrataciones, retrasan planes de expansión o dejan de contratar personal ya convenido. La inversión privada, que exige certezas razonables sobre costes, marcos regulatorios y demanda futura, se vuelve recelosa y aturdida. Y el comercio exterior se resiente cuando los exportadores ven cancelados sus pedidos, porque tampoco los compradores extranjeros saben a qué atenerse.
El resultado acumulado de millones de decisiones individuales conduce a un enfriamiento de la demanda agregada, de gran efecto en el PIB, y, por lo tanto, en el empleo y en la estabilidad de un país. Esto no responde a un ciclo natural, sino al poder demoledor e insobornable de las expectativas.
A diferencia del riesgo estadístico, que puede ser estimado y acotado, la incertidumbre radical -la que no permite asignar probabilidades- introduce un factor de caos que no se puede gestionar. La divergencia entre ambos conceptos es dramática: el riesgo puede ser calculado, la incertidumbre, solo temida. Keynes ya advirtió que los individuos se rigen no solo por la razón, sino también por el instinto, por los ‘animal spirits’, que aman profundamente la certeza, esto es, la confianza.
Donald Trump está actuando en las últimas semanas como amplificador del desconcierto. Este clima de incertidumbre provocada, no cíclica, sino fabricada, tiene efectos visibles: ralentización del comercio, caídas de inversión directa extranjera, desvío de cadenas de suministro hacia rutas menos eficientes, y, en última instancia, pérdida de dinamismo económico.
Trump presume de jugar al borde del caos como si fuera una táctica brillante. Pero en economía, el caos no es una estrategia: es una enfermedad que primero confunde, luego divide, y finalmente arrasa. La incertidumbre, cuando se convierte en doctrina de gobierno, deja de ser un fallo del sistema para convertirse en su principal amenaza. El índice de Incertidumbre económica de los Estados Unidos ha roto al alza sus registros. Ray Dalio, gurú económico y multimillonario gestor de Bridgewater Associates, ha declarado que la guerra desatada por Trump le hace temer «algo peor que una recesión». Por su parte el nobel Paul Krugman asegura «que nos encaminamos hacia múltiples desastres comerciales, que causarán daños como nunca antes se han visto». Los analistas, que hablan de desaceleración global, dan una probabilidad de recesión en EE UU superior al 50%.
Los estragos contabilizados hasta el momento, si se detienen, podrían pasar a la historia como una pesadilla de incompetencia y arrogancia. Pero de continuarse, los países de mayor apertura al comercio internacional, como China, Alemania, Países Bajos y otros serán los más vulnerables y finalmente los que más perdidas habrán de acumular. Por su autosuficiencia, el destino de la economía americana resulta más difícil de vaticinar.
El Banco de España ha anunciado que revisará a la baja las previsiones sobre el PIB de 2025, por un momento ‘de una extraordinaria complejidad desde el punto de vista económico y geopolítico’.
Complejidad traducida en una incertidumbre ilimitada y una gran confusión. Señalando al culpable, podemos concluir parafraseando a Winston Churchill, y afirmar que, hasta el momento, «nunca una sola persona hizo tanto daño a tantos».