LUIS VENTOSO-ELDEBATE
- No parece que la covid y la invasión de Ucrania hayan comenzado en Bruselas o Washington, han surgido en dos países de turbio autoritarismo
La ultraizquierda y la derecha de ribetes populistas están en las antípodas, por supuesto. Sobre todo porque la segunda es patriótica y defensora del valor de la tradición y la primera, todo lo contrario. Sin embargo, a veces los extremos se rozan y de hecho hay dos puntos de vista que comparten: una crítica frontal a la formulación actual de la democracia liberal y a sus carencias y un recelo, o manifiesto desprecio, hacia Bruselas y Washington. Ambos son contemplados como encarnaciones de una globalización desalmada, de amos del universo que ignoran las necesidades cotidianas de las personas (y no les falta un puntillo de razón). Así que la UE y Estados Unidos han estado en la diana de esas voces, que cobraron un apoyo electoral creciente en todo Occidente a raíz de la durísima resaca de la crisis de 2008, cuando muchas personas vapuleadas comenzaron a refugiarse en la ilusión de soluciones sencillas y drásticas para problemas complejos y muy profundos.
Fijémonos en España. Nos hemos pasado un lustro largo con todos los pensadores y tertulianos zurdos y ultrazurdos quemándose a lo bonzo con indignadas diatribas contra Trump. No hablaban de otra cosa. También han abundado las críticas a la «Europa de los mercaderes» y a una UE lenta hasta la exasperación, ineficaz. En una era donde todos tenemos una voz en internet, incluso han gozado de altavoz teorías más minoritarias y sorprendentes, como la que sostiene que el mundo es víctima de una suerte de nueva masonería dirigida por el multimillonario judío George Soros, de 91 tacos, o que la covid sería el resultado de una maquinación de Bill Gates y otros próceres malignos para introducir nano chips en las vacunas y controlar así nuestras vidas. Aquí ha habido de todo. Pero lo que no han abundado han sido las críticas a los mandatarios de China y Rusia. No parecían preocupar a nadie. La prensa española más biempensante, esa que se aburre de impartir lecciones a diestro y siniestro, distribuida encantada hasta ayer mismo suplementos pagados a la mayor gloria de Xi y Putin.
En contra de lo que nos hacen pensar los telediarios, porque las buenas noticias no son noticia, el mundo había ido mejorando en el arranque del siglo XXI: menos hambre, menos guerras y un espectacular despegue de países antaño postrados, cuyo mejor ejemplo es el avance de China o Corea del Sur. Cierto que había sobresaltos tremendos, como los del terrorismo islamista y el pinchazo económico de 2008 (que sí comenzó en Estados Unidos). Pero en general, el mundo parecía ir a mejor, pese a los baches en la carretera. Todo se ha truncado desde 2020, con dos golpetazos: una pandemia universal, que ha matado al menos a seis millones de personas y ha restringido libertades básicas; y una guerra en Ucrania que en solo una semana ha devuelto al mundo a las angustias más oscuras de la Guerra Fría, incluido el temor a un apocalipsis nuclear. ¿Y dónde comenzaron esas dos catástrofes, la sanitaria y la bélica? Pues en China y Rusia, dos países que soportan regímenes dictatoriales, que no están sometidos a contrapesos jurídicos, ni al escrutinio de los medios y el público, y que se han lanzado a una carrera de exaltación nacionalista y rearme.
La covid, y a veces parece que ya se hubiese olvidado, comenzó en China, que no fue leal entonces con el resto del mundo. Y su cura no llegó de China o Rusia: es el vilipendiando Occidente el que ha inventado y distribuido las vacunas que funcionan. El Partido Comunista que manda en China tardó en reconocer la enfermedad y permitió que sus nacionales siguiesen viajando por todo el planeta cuando ya eran conscientes del problema. Los honorables ciudadanos chinos que se atrevieron a alertar del virus en su inicio fueron objeto de represión. Las cifras de la enfermedad allí se manipulan groseramente (no es posible que en España, con 47 millones de habitantes, estemos ya en cien mil muertos reconocidos –que son más–, mientras que la gigantesca china de los 1.400 millones de almas y donde comenzó la epidemia solo reconoce 6.479 fallecidos, según la OMS). Además, las autoridades chinas, que no los ciudadanos chinos, han torpedeado una investigación internacional a fondo sobre el origen de la epidemia en Wuhan y han difundido desde su Ministerio de Exteriores bulos extravagantes, como que fueron soldados estadounidenses los que llevaron allí el virus. Por último, se da la paradoja que el país donde comenzó todo ha hecho un estupendo negocio vendiendo material sanitario –mascarillas, epis y test– a todo el planeta.
En cuanto a Rusia, los medios, pensadores y políticos occidentales fueron contemplando sin pestañear ni quejarse cómo Putin se imponía en Chechenia a sangre y fuego, y luego continuaba su expansión con sueños de restauración imperial en Georgia, Crimea y finalmente, Ucrania. No quisimos saber nada. Obama resultó un Zapatero buenísimo y miope. Y más tarde estábamos muy ocupados poniendo a parir a Trump, mientras el zar rubio de la KGB nos iba tomando la medida y se envalentonaba.
Lo sucedido tal vez tenga un inesperado epílogo positivo. Occidente podría reconciliarse con sus valores, que son la libertad, la seguridad jurídica, la raíz cristiana y los pilares de la filosofía griega y el derecho romano. Sería tiempo de reivindicar y defender activamente nuestro modelo, que con todos sus defectos parece más honorable y eficaz que las dictaduras unipersonales de culto al líder y control social de Putin y Xi. Ahora bien, costará enarbolar la bandera de la democracia liberal con paladines del calibre de Biden, un veterano burócrata del Senado que ya no puede más; Boris, un comediante populista a la baja; Macron, un figurín de mucho porte y magros hechos; o el irrelevante egotista de principios perfectamente elásticos que soportamos en la Moncloa. Tampoco ayuda una intelectualidad que mayormente habla de su ombligo, y que dedica más tiempo al polisexo multibinario antipatriarcal y a la nueva religión verde que a denunciar el mal que compromete el futuro de todos.