Eduardo Uriarte-Editores

En los inicios de la Transición la crisis económica asolaba el país padeciendo hasta un 20% de inflación, pero para el presidente Suarez la clave del problema residía en superar la inestabilidad política implicando la colaboración del resto de los partidos: el momento del consenso. Y funcionó.

Hoy, cuando parece embridada la pandemia nos alcanza la crisis energética. Somos un país muy dependiente en ese sector fundamental. También lo somos de componentes electrónicos, que paralizan entre otras la industria del automóvil. Para colmo, de un tiempo a esta parte no estamos bien considerados internacionalmente. Problemas con Marruecos (aparentemente solucionados), disgusto público en el Senado estadounidense por la política española ante el bolivarismo, evidente alejamiento de Biden respecto a Sánchez. España no es invitada al G-30 de ciberseguridad, Rusia merodeando, Cataluña mostrando el rabo de paja de este Estado, abogacía del Estado frente a la Judicatura en la extradición de Puigdemont. Un problema demográfico gravísimo, con lo mejor de nuestra juventud emigrando en busca de futuro. Y, para acabar, una vida parlamentaria agónica.

Que el Congreso de los Diputados esté catatónico constituye probablemente la clave de la incapacidad para hacer frente al sumatorio de los problemas que acabamos padeciendo, reflejo de una generación de políticos incapaces. Sólo desde la enajenación partidista era posible presentar -y más grave aceptar por parte de la oposición- el estado de alarma por seis meses y el bodrio ácrata de la cogobernanza. El denostado partido, difamado por la izquierda como fascista, Vox, es el que levanta la liebre de la inconstitucionalidad de las medidas autoritarias del Gobierno. Sencillamente caótico.

Sánchez pudo gobernar con Rivera o con Casado y prefirió desgobernar con Podemos constituyendo el Gobierno Frankenstein. Desde ese instante empieza a padecer cualquier nueva crisis, dislate, enfrentamiento, derrumbe económico, incapacidad de gestión, etc. El debate se ha trasladado del Parlamento silenciado al propio Gobierno, mostrando una dinámica de enfrentamientos, provisionalidad y falsedades que destruye la credibilidad que todo gobierno debe disponer.

Ante el actual panorama hay que considerar aquella Transición como una etapa extraordinaria. En aquel periodo político hubo partidos que supeditaron su supervivencia al bien general, caso claro el de UCD, pero también el del PCE. Momento que hizo posible no sólo los pactos de la Moncloa, su consecuencia, el Estatuto de los Trabajadores, la Constitución y la España de las autonomías partiendo un sistema centralista. Pervivió la política un tiempo, hizo posible la reconversión económica, se siguió perfilando las autonomías, además del ingreso en la OTAN y en la UE, pero la partitocracia fue minando la política y convirtiendo España en un marco de profundas contradicciones a la vez que el Parlamento en un yermo. Eso si, los partidos extendían sus tentáculos e influencia en todos los ámbitos de la vida social. Hasta darse el caso de que un político sea miembro de los consejos de administración de dos grandes empresas en franca competencia.

La opinión que en general tenemos de los británicos no es buena, puro prejuicio. A excepción de su apoyo contra Napoleón y al liberalismo moderado, mandando incluso tropas frente al carlismo en la primera guerra, al precio de una pesada tutela política -tutela que también ejerció Francia-, su proceder no ha dejado una buena opinión en el vulgo. Para colmo, nos sentimos un poco menospreciados con su reciente altiva salida de UE. Pero los británicos, con todos sus defectos, son padres del parlamentarismo y republicanismo moderno, y no hay autoritarismo, empezando por el de su Gobierno, que sea capaz de cerrar el Parlamento -tras ardua defensa de su presidente- y evitar el crítico informe sobre la actuación del mismo frente a la pandemia a pesar de la mayoría tory. Los británicos disfrutan de vitalidad política, por lo que serán capaces de salir del disparate que ha supuesto el Brexit y la epidemia de populismo que ellos también padecen.

Por el contrario, aquí el Parlamento está muerto por la descarada y enorme presión que padece del Gobierno y la falta de responsabilidad de la oposición, salvo en los acertados casos en lo que Vox ha actuado. Precisamente el partido que menos pedigrí parlamentario podría blasonar, aunque el parlamentarismo español no sea encomiable, es  VOX quien rechaza el lockaut del Parlamento. No hay cultura parlamentaria y se nota, aquí brilla el caudillismo. Sánchez tenía que desplazar al Caudillo para entronizarse él. No le pidamos sensibilidad constitucional ni democrática.

La orquestada celebración del décimo aniversario del cese de ETA se cerró, como no podía ser menos, pues forma parte del bloque Frankenstein, con la intervención de su sucesor, pues suyos son los presos de ETA, Otegi. Lo del relato democrático frente a ETA está perdido, pues Bildu constituye un interlocutor y aliado estable del Gobierno de España, frente al resto de la gente no afecta que es de derechas, derechona, ultraderecha o fascista según el vocabulario impuesto por la coalición antisistema.

Consecuencia, también, de esta alianza gubernamental es la aprobación de unos presupuestos irreales en lo económico y confederales territorialmente por obra de los nacionalistas. Ante un parlamento muerto y unas relaciones bilaterales entre Gobierno y nacionalismos se va institucionalizando un sistema confederal sin reforma constitucional alguna. La mutación confederal está en marcha, y el tren de Extremadura esperará a que surja un nacionalismo extremeño, o no lo tendrá.

Aunque Sánchez caiga derrotado el trastorno en el sistema político es tal que las consecuencias posteriores serán explosivas. Porque, ¿cuál sería la respuesta a un Gobierno de centro-derecha por parte de unos sindicatos educados en la fobia a todo lo que no sea izquierdismo y nacionalismo ( combinación de la que surge el fascismo auténtico) y por unos nacionalismos a sacar réditos inconmensurables atacando el sistema establecido por la Constitución? Todo ello nos lleva a predecir una dolorosa y radical catarsis, salvo que del parlamentarismo surgiera su renovación tras reflexionar sobre los errores que la partitocracia ha cometido: la desarticulación social y territorial del sistema.