ARCADI ESPADA – EL MUNDO – 23/10/16
· Mi liberada: Creí verte entre los jóvenes que la otra mañana impidieron la conversación entre Felipe González y Juan Luis Cebrián en la Universidad Autónoma de Madrid. Pero sería ilusión; tú ya no eres joven. Apartando la embriaguez testosterónica, los motivos que frustraron la conversación tienen que ver con la tolerancia ante la fuerza. Tolerancia es el común eufemismo de una borradora confusión moral. Y Fuera fascistas de la universidad el lema que coreó la fuerza. A Cebrián y González los echaron, y es inevitable que se fueran como fascistas asumidos.
El grupo de agresores ejerció la fuerza sin réplica. Los agredidos, y hay que incluir a todos los que habían ido a escuchar, bajaron la cabeza y se rindieron a la fuerza de los agresores. Supongo que la razón obedece a un simple cálculo del tipo personal: González, Cebrián y sus oyentes decidirían que era mejor suspender la conferencia que defenderla con la fuerza. El cálculo de la posibilidad de sufrir daños o la repugnancia no solo física sino moral de la pelea les llevaría a desistir. Naturalmente si en vez de defender su libertad de palabra se hubiera tratado de defender su vida también ellos hubieran usado la fuerza. La libertad es la vida.
Por miedo al daño y por repugnancia moral los ciudadanos delegan en la policía el uso de la violencia. Es lo que resulta del monopolio estatal de la coacción, de la división del trabajo y de la profesionalización en las sociedades modernas. Pero no había policía en la universidad ni fue llamada. El porqué es fácil de escribir y difícil de explicar. Los rectores suelen negarse a que la policía entre en el templo del saber donde sacristanean. Deben de considerar que la policía mancilla con su presencia el ágora y que el auxilio democrático ante la violencia que prestan las fuerzas del orden (mastíquese el sintagma hasta triturar la cáscara panfletaria y aparecerá su ejemplar sentido real) presenta déficits éticos, ¡y sobre todo estéticos!, en comparación con la violencia de la turba. Esta es la razón principal por la que José María Aznar, Rosa Díez o Felipe González, por poner a tres, no pueden hablar en la universidad. «Fuera fascistas…» es el estricto lema de la joven chusma.
Pero si el lema aludiera a la policía se convertiría también, automáticamente, en lema de los rectores. Y, por supuesto, en el de este rector concreto que no se ha atrevido a defender la libertad de palabra, como era la obligación de su cargo. Su meliflua actuación («lo intentaremos otra vez», iba diciendo mientras huía) demuestra un inquietante desconocimiento del hecho de que los ciudadanos pagan su sueldo para que la universidad cumpla sus obligaciones técnicas y también las morales.
Las bellas almas se niegan a incluir el uso de la coacción y la fuerza entre las competencias de la política. Y la política es negociación y diálogo, pero también fuerza. Lo entienden bien los dirigentes del partido Podemos que, como los remotos comunistas, se definen como un partido de lucha y de gobierno, que es una manera hermafrodita de decir un partido de lucha allá donde no gobiernan. A ninguno de sus dirigentes se les ocurriría decir que estos últimos incidentes de la Autónoma o los que hace unos años protagonizaron ellos mismos, en persona, al impedir que Rosa Díez pudiera hablar en la Complutense, no forman parte de la política.
Otro asunto es que, en su caso, se trate de una política criminal, que solo pretende limitar la democracia. Pero política es, sin duda. Como lo es también la violencia en contra de la ley que llevan practicando desde hace años las instituciones políticas catalanas: ninguno de sus dirigentes admitiría jamás que sus pasos no están determinados por la política. Todo lo contrario: violencia política hasta el punto de que, coincidiendo con el magma podémico, se plantea como una alternativa a la ley.
¿Cómo es posible entonces que partidos e instituciones que cruzan al otro lado de la ley reivindiquen que sus acciones forman parte de la política, y algunos representantes de las instituciones democráticas, apegados a la ley y refrendados por ella, interioricen que la violencia, legítima, desapasionada y proporcional a cada circunstancia, no forma parte de la política y del mandato político que otorgan los ciudadanos? Hoy en España hay personas, grupos, partidos y gobiernos que han elegido la violencia como modo de actuación política.
Algunas otras personas, aunque a veces las mismas, han elegido la corrupción. ¿Se comprendería que el presunto Correa pidiera una solución política a su asunto? ¿Se comprendería que algún partido defendiera la financiación ilegal como un imponderable de la acción política? A la corrupción se le aplica la inexorable violencia de la ley (y también la violencia de los medios), y a la violencia que practican los que impiden la libertad de expresión, sea en las aulas o, por cierto, en las capillas universitarias (porque Rita Maestre no atentó contra la divinidad y sus rituales sino contra la libre reunión y expresión de un grupo de ciudadanos) se le debe aplicar exactamente lo mismo.
La policía fuera de la universidad supone una más de las innumerables reservas morales que se concede la política, y que suponen su fracaso. En España proliferan. La organización del sistema lingüístico en Cataluña. O algunas horas y algunos lugares en el pintoresco y viril pueblo de Alsasua. El concierto navarro. El Per andaluz. Ciertamente, la reserva blindada frente a la policía no es una novedad. Hay muchos barrios en el mundo donde las policías no pueden entrar. Nidos de delincuentes, de ignorancia y de bajeza. Es desmoralizador que la universidad se haya convertido en uno de ellos.
Es probable, mi liberada, que todo provenga al fin de esa corrección política que aplicas con mano de hierro a tu vida, pero sobre todo a la de los otros. Como sabrás el Gaudeamus Igitur, el himno universitario basado en una canción alemana del XVIII, no se canta entero, a causa (subraya la Wiki) de la incorrección manifiesta de algunos párrafos de la letra. Yo pensaba que los fragmentos condenados eran los que hablaban de las «vírgenes, fáciles, hermosas» o de las «mujeres tiernas, amables, buenas y trabajadoras». Pero ahora observo y peno mi considerable error. Si el himno no se canta entero solo es por este ¡Viva! inaudito: «Vivas et res publica et qui illam regit». O sea, mi latina: «Viva el Estado (la cosa pública) y el que lo rige».
Sigue ciega tu camino.
ARCADI ESPADA – EL MUNDO – 23/10/16