EL MUNDO 31/10/14
SANTIAGO GONZÁLEZ
El presidente del Gobierno está viviendo una semana complicada. A nueve días de la mojiganga organizada por Artur Mas y sus cómplices para el día 9, tiene a gente principal de su partido encarcelada en reconocimiento del esmero con que se han dedicado al chanchullo y a la mangancia y con una anunciada encuesta del CIS que sitúa al populismo rampante de Podemos en disposición de ser el partido más votado.
Son tres problemas, tres amenazas letales para la democracia española. Total que ayer, el presidente Rajoy recibía en La Moncloa a Michelle Bachelet, su homóloga chilena, y en lugar de contar en la rueda de prensa los tradicionales lazos de amistad, Alonso de Ercilla y La Araucana y algún acuerdo comercial en perspectiva, tuvo que dedicarla a explicar los problemas antedichos. Y su invitada, lo mismo.
Dijo Rajoy que el auge de los populismos se debe a la crisis económica y a la aparición de noticias relativas a la corrupción. Eso es confundir las voces con los ecos. No son las noticias, son los hechos. ¿Cuál es el problema principal, la existencia de la corrupción o que la den a conocer los medios? Rajoy es un hombre sutil con el lenguaje y conviene leerle entre líneas, por si acaso. Ayer pagó a Esperanza el copyright del perdón con estas palabras: «[Aguirre] es un activo muy importante de nuestro partido y desde luego, si me hace hoy esa pregunta, cuenta con mi apoyo». No me negarán que la acotación temporal que le hace al periodista es desasosegante.
Hay en este asunto del perdón algo que no acaba de entenderse. Cierto, es mejor pedirlo que ponerse chulo, pero no guarda relación con la asunción de responsabilidades. Desde hace años ésta es una frase hecha, huera como pompa de jabón, carente de significado. Es un gesto gracioso de los gobernantes hacia los gobernados, un acto de exhibicionismo sentimental que practicaba virtuosamente el Gobierno anterior. Pedir perdón, dijo atinadamente ayer Rajoy, «es una manera de reconocer que uno se ha equivocado». Debió dejarlo ahí, pero le pudo la voluntad de relativizar: «Esperanza Aguirre se equivocó como yo y como todos los que estamos aquí. ¿O es que hay alguien que no se ha equivocado alguna vez en su vida?». Un socialdemócrata le daría impulso normativo. «El presidente tiene derecho a equivocarse», dijo el gran ‘Pepiño’ Blanco en su esplendor, ya se sabe que la extensión de derechos empieza por uno mismo.
Está bien que hoy apruebe el Consejo las primeras medidas, pero de ninguna manera debieran permitirse Rajoy y Sánchez otro espectáculo como el del martes, pura decadencia. A mí me recordaron a la parábola con que Bertolucci cierra la primera parte de Novecento: tras la caída del fascismo, De Niro y Depardieu, cuyos personajes encarnan a la DC y al PCI respectivamente, comienzan a pegarse, torpe, desmañadamente, mientras pasan los años y envejecen. Luego, después de la película, llegó el populismo, Berlusconi, mientras los dos grandes partidos desaparecían. Aquí, el papel del dueño de la tele lo quiere hacer un tertuliano. Otro nivel.