Resulta altamente simbólico que, en la víspera del segundo aniversario de las elecciones del 23-J, el Gobierno no sólo haya perdido la votación más importante del fin del curso político, sino que lo haya hecho debido al abandono de dos de sus hasta ahora socios: Junts y BNG.
Por 165 votos frente a 183, el Pleno del Congreso ha rechazado convalidar el decreto antiapagones. Y de esta forma Pedro Sánchez ha llegado al ecuador de la legislatura sin mayoría en el Parlamentoo, y sin expectativa de recuperarla en lo que queda de ella.
Se comprueba, por tanto, que el cierre de filas de hace dos semanas en la sesión sobre la corrupción de Santos Cerdán fue un espejismo.
Y la emancipación definitiva de Podemos de la suma de Sánchez constata, a dos años de las últimas elecciones generales, que, pese a lo que pretendió el Gobierno, la mayoría siempre fue únicamente de investidura, y no de legislatura.
Es cierto que, en no pocas ocasiones, el PSOE sí ha podido contar con su Frankenstein al completo para superar determinadas votaciones. Aunque siempre aquellas en las que nacionalistas y populistas han podido sacar rédito.
Pero, en sentido estricto, Sánchez nunca pudo presumir de «ser más», como hizo en en su discurso triunfal tras las elecciones que no ganó.
Porque la «mayoría progresista» de la que habla el Gobierno no existe en el Congreso, que -como se ha evidenciado en las votaciones sobre materias económicas- tiene una mayoría conservadora.
Por eso, este periódico advirtió desde el primer editorial aquella noche de 2023 de que España se volvería ingobernable. Porque Sánchez necesitaría poner de acuerdo a la totalidad de sus socios en cada una de las votaciones.
Algo que se ha frustrado una y otra vez, y cuya prueba más palmaria es el hecho de que la única ley importante que se ha aprobado esta legislatura es el peaje preliminar de la amnistía.
La cuestión es que, con esta transacción infame de inmunidad penal a cambio de siete votos para la investidura de Sánchez, la legislatura nació viciada, a partir de un acto de corrupción política negociada con un político hoy encarcelado por presunta corrupción económica.
Y aunque el modus operandi del presidente para sobreponerse a esta dependencia de los sediciosos ha sido la máxima de «hacer de la necesidad, virtud», lo cierto es que estos han sido dos años de muchas necesidades y muy poca virtud para sortearlas.
La acción gubernativa se consume prácticamente en el abono de las facturas que Sánchez contrajo con los nacionalistas vascos y catalanes para poder ser investido. Productos de estas hipotecas son los acuerdos, aún no ejecutados, para la cesión de las competencias de inmigración y de las llaves de la hacienda a Cataluña.
Dos reformas que, de consumarse, y al concernir a dos materias sustanciales de cualquier Administración, supondrían la desintegración de facto del Estado.
Esta es la lógica perversa del pacto fáustico al que Sánchez se prestó tras el 23-J. La inexistente mayoría de Sánchez no sólo condena a España a una parálisis legislativa que la sume en un cortoplacismo impeditivo de cualquier reforma de calado.
Y que, por tanto, imposibilita abordar las múltiples y severas ineficiencias de la Administración española que han aflorado en episodios tan graves de esta legislatura como las inundaciones por la dana, el gran apagón o el hundimiento del servicio ferroviario.
Este modelo de poder también implica un desmantelamiento del Estado por fascículos, cuyas implicaciones serán mucho más persistentes y profundas que sus réditos inmediatos para este Gobierno.
Porque este presidente ha traspasado todas las líneas rojas y desacatado los usos políticos vigentes (entre ellos, el de no incorporar a la gobernanza nacional elementos excéntricos y separatistas).Y se ha adentrado en un proceso de mutación constitucional que conduce por la vía de los hechos a un modelo federal y plurinacional inédito.
Es cierto que su negativa a dimitir por sus responsabilidades en los nombramientos de Ábalos y Cerdán transparentó una vez más un apetito de poder desordenado.
Pero, en realidad, el tipo de gobierno personalista que ha ido labrando con su uso arbitrario de la potestad presidencial, colonizando las principales instituciones, eludiendo la fiscalización (como en el sonado caso del aumento del gasto militar) y debilitando los contrapoderes, es el resultado lógico de la debilidad de su base parlamentaria.
Una debilidad que ha forzado a dos años de sucesivas huidas hacia delante, y que a partir de los cinco días de reflexión han escalado hasta una fijación conspiranoica con la prensa crítica y la judicatura.
El presidente está en su derecho a seguir negándose a devolverle la palabra a los españoles. Pero se irá de vacaciones certificando una vez más que lo único de lo que dispone es de una simple mayoría de bloqueo.