Jorge Bustos-El Mundo

La legislatura de Pedro Sánchez ha resultado más bien una manicura. En ella lo importante no son las leyes, cuya confección exige mayorías parlamentarias, sino las manos, para las que basta un fotógrafo con tendencia a la mitomanía. Las manos de Sánchez están a punto de cobrar vida autónoma, de emanciparse del propio Sánchez así como los socios de Sánchez quieren emanciparse de España, y en estos juegos de manos o manicura federal asimétrica consumiremos los dos próximos años. Sin olvidarnos –por supuesto– de Franco, en cuyas manos descarnadas ya no queda ni la mitad de la determinación que el community manager de Moncloa aprecia en las de Sánchez, porque si quedara algo igual no le molestaban en otros 40 años.

Los usos marianistas fijaban las comparecencias en el Congreso después de los consejos europeos para informar de lo tratado a sus señorías; Sánchez comparece antes, lo cual tiene sentido en países que pactan su política exterior con sentido de Estado, como Alemania, y carece de él en países donde hasta el 4-4-2 se ideologiza, como España. ¿Por qué Sánchez viene al Congreso a hablar de Europa si al final de la sesión no se vota una posición común? Sencillo: porque todo el tiempo que gaste hablando de Merkel y Macron es tiempo que gana sin hablar de financiación autonómica, reforma laboral y otros engorros impracticables con 84 diputados. Los presidentes españoles tradicionalmente han dedicado su primer mandato al patio interior para proyectarse internacionalmente a partir de su segunda estadía monclovita, pero Sánchez está invirtiendo las prioridades; o más bien está tratando de opacar las servidumbres de lo doméstico con los destellos del fuselaje del Falcon: «No me vengáis con un presidente de Diputación valenciano que me estoy pegando con Salvini, paletos». O quizá no está muy seguro de que vaya a disponer de un segundo mandato.

Sánchez habló mucho ayer, pues al debate europeo le siguió la sesión de control, y a medida que el cansancio debilitaba su voz las manos tomaban el relevo expresivo, hasta el punto de que a mediodía pareció que se dirigía directamente a los sordos en su propia lengua. Ni aun así se apiadó Rufián, que le instó a liberar a los «secuestrados» y a amordazar a «hooligans como Batet o Borrell», que aprovechó el sillón azul para echar una cabezadita (se conoce que lo de Cataluña ya no le quita el sueño). Sánchez invocó el derecho a vivir de aquellos que no son del PP –«¿155 yo?»–, pero al menos reprimió el impulso de subir al escaño de Gaby a cepillarle su chaqueta blanca de gagman de crucero.

La pugna por liderar la oposición –de la que por ahora excluiremos a Pablo Iglesias, que anda ocupado citando a Mandela– entre Cs y PP no la decidirá ninguno de los dos sino la aversión de los partidos que votaron a Sánchez en la censura. El odio de la izquierda y del nacionalismo se empeña en elegir el naranja, y lo hará mientras el PP siga en el diván, sin ofrecer otra cara que la del soldado Hernando, que hoy es un hombre agotado de agotar a los demás. Por eso se le ve satisfecho a Rivera, más cómodo contra el sanchismo que contra Rajoy. Cuando Campuzano le exigió que retirara el epíteto de racista aplicado a Torra, remató a placer: «Lo haré cuando él pida perdón por llamarnos bestias taradas».