La contraposición entre legalidad (española) y voluntad (vasca) se ha convertido en la auténtica columna vertebral del plan Ibarretxe. Asentada sobre la vieja categorización que todo lo reduce a nacionalismo (español o vasco), nos aproxima a una situación de suma cero que vuelve imposible cualquier transacción.
Leo y releo artículos, entrevistas, actas parlamentarias y estudios a propósito del plan Ibarretxe. Son decenas, a favor y en contra, resultando inverosimil que Ibarretxe insista en la ausencia de propuestas alternativas a la suya. Es cierto que, con la excepción de la enmienda a la totalidad de facto elaborada por Ezker Batua (inhabilitada políticamente al no actuar como tal) no hay nada que se parezca a un texto articulado similar a la Propuesta de Estatuto Político que se someterá a discusión en el Parlamento. Pero, si quisieran, los impulsores del Plan encontrarían en todos esos artículos y estudios suficientes apreciaciones de interés para contrastar y revisar, en su caso, su propia posición de partida. Esta sería, por otra parte, la actitud que cabría esperar de un Gobierno de todos que piensa en construir futuro para todos. Desgraciadamente, cada vez estoy más convencido de algo que escribí hace ya casi dos años: que Ibarretxe pasará a la historia como el lehendakari que rompió la fructífera tradición nacionalista de distinguir con alguna claridad entre el partido y el Gobierno.
La aportación que hace el catedrático de Historia del Derecho de la Universidad de Sevilla, Bartolomé Clavero, al libro colectivo titulado Estudios sobre la propuesta política para la convivencia del lehendakari Ibarretxe es uno de esos estudios con los que debería confrontarse el plan. Clavero cuestiona con lucidez el papel de Ibarretxe en todo este proceso al promocionar el Plan «como si encabezara un partido y no un gobierno», promoviendo desde las instituciones y con recursos públicos «un proyecto que desborda la propia autoridad de representación institucional», haciendo en definitiva el trabajo que deberían hacer los partidos nacionalistas: «Un gobierno, el vasco, asume la carga, o ha de hacerlo así la ciudadanía, mientras que un partido, el nacionalista, puede sentirse descargado de responsabilidad y entenderse así exonerado de consecuencias». Como para pedir responsabilidad institucional.
Entrando en los contenidos del plan, la tesis de Clavero es tan sencilla como alarmante: «El plan encierra dos planes, uno mínimo y otro máximo, el de desarrollo estatutario con juego de derecho histórico y el de determinación propia al margen de títulos establecidos». El plan Ibarretxe mantiene una permanente ambigüedad al fundarse sobre dos principios sólo en apariencia fácilmente conciliables: por un lado, el respeto en primera instancia a la legalidad constituida; por otro, el recurso en última instancia a la decisión constituyente de la sociedad vasca. Iremos hasta donde haga falta siguiendo los procedimientos constituidos, dicen los defensores del plan; pero no serán estos procedimientos, sus potencialidades o sus imposibilidades, sus desarrollos ni sus obstáculos, los que decidirán el cómo y el hasta dónde del plan: al final, la expresión de una voluntad constituyente se impondrá sobre cualquier legalidad constituida.
En pura lógica democrática resulta difícil cuestionar este planteamiento, salvo que se pudiera asegurar: a) que el proceso de conformación de esa voluntad mayoritaria se está realizando mediante procedimientos antidemocráticos; o b) que el resultado de esa voluntad mayoritaria expresada incluso contra la legalidad vigente significará una agresión contra los derechos y libertades de la minoría. Mucho se podría decir a este respecto. Pero ahora me interesa seguir con la reflexión de Clavero, cuando se pregunta: «¿No hay democracia ninguna en la legalidad? ¿No debiera haber alguna legalidad en la democracia?». La contraposición entre legalidad (española) y voluntad (vasca) se ha convertido en la auténtica columna vertebral del plan Ibarretxe. Asentada sobre la vieja categorización que todo lo reduce a nacionalismo (español o vasco), hoy recuperada con más fuerza que nunca, nos aproxima a una situación de suma cero que vuelve imposible cualquier transacción.
Dos proyectos, dos identidades, dos soberanías, dos legalidades, dos voluntades. Dos planes. ¿Dos sociedades? «Toda sociedad», escribe Kapuscinski, «equivale a dos o más sociedades entre las cuales la comunicación se ve reducida a una porción mínima, e, incluso, nula. En algunos ambientes puede circular un intercambio de opiniones, ideas y pensamientos del cual otra comunidad puede no saber nada y ni siquiera querer enterarse». Quiero creer que nadie queremos tal cosa.
Imanol Zubero, EL PAÍS/PAÍS VASCO, 14/9/2004