Jesús Cacho-Vozpópuli
- El PSOE ha vuelto a los prados donde pastó el peor PSOE de los años treinta
«Somos frágiles porque no llevamos mucho tiempo siendo una monarquía constitucional». La frase pertenece a Juan Carlos I, un rey en el exilio, y figura entrecomillada en la larga entrevista concedida por el rey Emérito al corresponsal especial en Abu Dhabi de Le Figaro, Charles Jaigu, que el diario francés publicó este miércoles 29 de octubre. Más que de una entrevista, se trata de un artículo muy bien escrito salpimentado con algunas citas textuales del monarca, en el que Jaigu aborda con guante de seda temas delicados relativos a la peripecia vital de un monarca que está a punto de abrirse en canal con la publicación de unas polémicas memorias («Reconciliación. Memorias»), llamadas a ser el evento editorial del otoño, que la Editorial Stock comenzará a vender en Francia el próximo 5 de noviembre y cuya edición española se retrasará varias semanas, al parecer para no coincidir con el 50 aniversario de la muerte de Franco. Y me ha parecido muy relevante esa frase porque en mi opinión encierra alguna de las claves, o tal vez sencillamente la clave, de la tragedia española, resumida en la ausencia de tradición democrática. Somos frágiles porque la historia española ha conocido reyes felones, cruentas guerras civiles, espadones de Loja y políticos sin escrúpulos, pero apenas ha vivido cuarenta y tantos años en un peregrinar de siglos bajo un régimen de democracia parlamentaria. Somos frágiles porque no otra cosa podía esperarse de un país que pasó directamente de la dictadura a la democracia sin ruptura de ningún tipo. Somos frágiles porque la nuestra ha sido y es una democracia sin demócratas, constatación que explica el grave deterioro de la convivencia ocurrido a partir de 2004 y particularmente de 2018 a esta parte.
«¡La democracia no cayó del cielo!», dice Juan Carlos a un Jaigu que arriesga al afirmar que el dictador conocía las «convicciones liberales» del entonces príncipe cuando aceptó nombrarlo como su sucesor. «Durante dos años tuve todos los poderes», explica el Emérito, dando a entender que podría haber seguido el carril del franquismo crepuscular del «todo atado y bien atado». Decidió traicionar los famosos Principios Fundamentales del Movimiento que había jurado guardar para dar a los españoles la oportunidad de vivir en libertad por primera vez en su historia. Es una verdad que nadie, ni sus más acérrimos enemigos, podrán negar. Sin la decisión personal de Juan Carlos de alejarse del franquismo para abrazar la causa democrática pocas dudas caben de que el final de la dictadura no hubiera sido la historia de éxito que una vez asombró al mundo. Luego vino lo que ya conocemos: la deriva escandalosa de un Monarca que a su disoluta vida privada en lo moral unió una pasión por el dinero digna de la peor corrupción. Un pésimo ejemplo que, cual mancha de aceite, se extendió de arriba abajo haciendo bueno el «roba el Rey, robemos todos».
Durante décadas pareció que España había logrado encerrar definitivamente bajo siete llaves a sus demonios familiares históricos, y que efectivamente la Transición había conseguido enterrar de una vez las célebres dos Españas dispuestas a matarse a garrotazos cada cierto tiempo. Habíamos alumbrado una España capaz de acoger a todos los españoles, o tal parecía. «No inicies una guerra civil tras la muerte de Franco, dame tiempo para legalizarse» pidió Juan Carlos a Santiago Carrillo, líder del PCE, según cuenta Jaigu. Y tras su muerte en 2012, el Emérito fue a casa de su viuda para darle el pésame. «Era una época en la que la izquierda, y especialmente el Partido Comunista, respetaban las instituciones del Estado. Lamento que cierto espíritu político, al que llaman ‘el espíritu de la Transición’, se haya perdido en detrimento de España y de sus intereses», insiste el monarca. En efecto, con todas sus imperfecciones, con las salvedades propias de toda democracia neonata, España ha vivido el mayor periodo de paz civil y prosperidad material de su historia, que no es poca cosa. Es evidente que desaparecido el riesgo de asonada militar, el sistema hubiera necesitado a principio de los años noventa un reseteo integral de aquellas cosas que se habían demostrado fallidas en el texto constitucional, por ejemplo el diseño territorial y sus competencias. Nada se hizo, porque los años de burbuja inmobiliaria y dinero fácil que vinieron después hicieron pensar a todos que la abundancia iba a ser capaz de tapar las miserias de un país sin sociedad civil, sin elites económico-financieras y culturales potentes, sin separación efectiva de poderes, y, fundamentalmente, sin demócratas de corazón y tradición.
Con todo, ha sido la derecha española la que, a pesar de sus raíces entroncadas directamente con el franquismo, más y mejor se ha adaptado a las reglas de la convivencia democrática. Justo lo contrario de la izquierda, proceso natural hasta cierto punto en lo que atañe a la extrema izquierda antisistema, pero sorprendente, muy decepcionante, profundamente alarmante en el caso de un Partido Socialista Obrero Español (PSOE) que con Felipe González pareció totalmente integrado en las coordenadas de esa socialdemocracia que desde el final de la Segunda Guerra Mundial ha dirigido, con la democracia cristiana como contraparte, los destinos de la mayoría de los países europeos. Ese es el punto de ruptura, el visitante inesperado en la historia reciente del país, el drama con el que pocos contaban: la voluntad de un PSOE que estuvo desaparecido durante la dictadura de abandonar el cauce socialdemócrata para abrazar el radicalismo más extremo bien entrado ya el siglo XXI, para echarse al monte de una extrema izquierda dispuesta a acabar con la Constitución del 78, reescribir la historia de la Guerra Civil y embarcarse en el viaje a lo desconocido de un cambio de régimen. El PSOE ha vuelto donde solía, a los prados donde pastó el peor PSOE de los años treinta. Un giro por lo criminal que inició Rodríguez Zapatero en 2004 y que su alumno más dilecto, Pedro Sánchez, pretende culminar en la tercera década del siglo en curso.
Todo un genio del mal, que carece de la formación cultural, las virtudes morales, el valor físico y el amor a la patria que constituyen la mochila política de todo líder digno de tal nombre y dispuesto a hacer prevalecer el interés general sobre cualquier otro. Sánchez compensa estas graves carencias con una fría determinación para el enfrentamiento, una inagotable capacidad de engaño, una habilidad especial para eludir responsabilidades, una aptitud sobresaliente para dividir a los ciudadanos en dos bandos enfrentados, una total ausencia de escrúpulos y un inagotable depósito de desdén para quien no comulga o censura su conducta. Todo lo cual le dota de una ventaja competitiva formidable frente a cualquier líder político dispuesto a conducirse dentro de los cánones clásicos de la decencia política, ventaja que emplea sin titubear para ponerla al servicio de su único objetivo vital: la búsqueda del interés personal concretada en la detentación del poder por cualquier medio y con todos los privilegios y ventajas que el ejercicio del mando lleva anejos. Un enemigo formidable para cualquier otro dirigente demócrata. Un tipo muy superior a la «banda» que le rodea, simples ministrillos en el mejor de los casos. Un genio del mal, con ademanes de chulo de club de discoteca, cuya historia no está ni mucho menos concluida; un currículum cuya parte más siniestra posiblemente aún no conozcamos. Un peligro cierto para una democracia herida de muerte.
Sánchez lidera ese nuevo Pacto de San Sebastián que a la manera de aquel que en agosto de 1930 acabaría con el reinado de Alfonso XIII desembocando en la Segunda República, la izquierda española, convertida toda ella en extrema izquierda, ha suscrito con la derecha nacionalista catalana y vasca, y que aspira a instaurar una República Confederal Ibérica, tal vez una Confederación de Repúblicas Socialistas Ibéricas, siguiendo un plan cuyas etapas, como viene explicando López Burniol, se van cumpliendo ante la indiferencia de esta España ensimismada y perdida en su irrelevancia:
1ª. La reivindicación de las “virtudes” de la Segunda República, la reinterpretación de la Guerra Civil, la crítica de la Transición y de la Constitución, con la consecuente deslegitimación del llamado «Régimen del 78» .
2ª. La negación de España como nación y exaltación de la España plurinacional. España no es una nación pero sus partes sí lo son.
3ª. El establecimiento de relaciones bilaterales o singulares entre cada una de las «naciones históricas» y el Estado.
4ª. La mutación constitucional (facilitada sin reserva alguna por un Tribunal Constitucional al servicio de los firmantes del pacto) del actual Estado autonómico en un Estado confederal.
5ª. El derrocamiento de la Monarquía parlamentaria y la instauración de esa República Confederal antes aludida.
La alianza entre la izquierda y la derecha nacionalista es letal para España, porque se asienta en la premisa de que a esa mitad de España le sobra la otra media. A este nuevo Pacto de San Sebastián le sobra la derecha, ergo hay que demonizarla, arrinconarla y aislarla tras gruesos muros (el «muro» del que hablaba Sánchez) de forma que no pueda volver a gobernar, no vuelva a ocupar el poder. La excusa es un VOX que contamina al PP y lo convierte en la misma cosa. El grito es «que llega la ultraderecha». Pero Vox, para gustos los colores, cuyo «delito» es luchar por la unidad de la nación y la igualdad entre los españoles, ni amenaza mi libertad ni mete la mano en mi bolsillo, como ocurre con el Gobierno Frankenstein que padecemos. Las circunstancias actuales empiezan a parecerse como dos gotas de agua a los años treinta del siglo pasado. Cuando en octubre de 1934 Lerroux dio entrada en el Gobierno a tres ministros de la CEDA, la izquierda socialista se levantó en armas en Asturias y Companys proclamó el «Estado Catalán dentro de la República Federal» porque había que parar («¡No pasarán!») al «fascismo español» y las derechas agrarias no podían formar parte del Gobierno. Ahora se pretende lo mismo: «cancelar» a la derecha. Media España aspira a arrinconar a la otra media, conducirla a la humillación y al exilio acentuando la polarización, crispando la convivencia y convirtiendo al adversario en enemigo al que eliminar si es posible. Sembrando odio. El drama es que al PSOE de Sánchez le sigue votando cerca del 30% del censo electoral, gente normal que, en opinión del filósofo y ensayista José Antonio Marina, «ha perdido su sistema inmunitario y ha sido infectada por virus ideológicos» que le hacen perfectamente insensible a las contradicciones de los suyos y al choque con la realidad.
Un clima de enfrentamiento civil recorre el país y se manifiesta en cada una de los acontecimientos que depara la actualidad. Tal que en esa especie de funeral masónico que el Gobierno organizó en Valencia para remachar el último clavo del ataúd en el que de cuerpo presente yace Carlos Mazón como único responsable de la devastadora riada. Una encerrona en toda regla, un acto canalla diseñado al detalle para que sucediese lo que sucedió y de la forma en que sucedió. Con fría precisión de cirujano. Solo los Reyes mantuvieron la compostura sosteniendo la dignidad de la nación. Definitivamente Mazón es el culpable y con Mazón el Partido Popular. Ninguna responsabilidad para el Gobierno de la nación. España se encamina hacia esa calificación de Estado fallido donde casi nada funciona. El país crece económicamente por el gasto público, la avalancha de población inmigrante y los fondos del maná europeo, pero este Estado no ha tomado en siete años una sola medida de política económica que alivie la situación de las empresas o anime a un ciudadano dueño de un par de millones a abrir un negocio y crear cinco puestos de trabajo. Se trata de asfixiar al emprendedor y hacer a Juan Español dependiente del Estado Leviatán. Con la renta per cápita estancada, crece la sensación, que el día a día se encarga de confirmar, de que los servicios públicos funcionan cada vez peor, la educación es de peor calidad, la sanidad está colapsada, etc., etc. Solo funciona la Agencia Tributaria con la eficiencia del bandolero dispuesto a asaltar la diligencia. Nadie es responsable de nada. Todo se ha degradado. Todo huele a tierra quemada.
Las muertes de la gota fría valenciana podrían haberse evitado si el Estado hubiese realizado las obras públicas pertinentes en las barranqueras de la zona (hasta 27 proyectos aprobados y con financiación europea desde 2016). El Gobierno que más dinero ha dispuesto de la democracia no ha invertido un euro en infraestructuras desde que llegó al poder. Pero el culpable es Mazón, un politiquillo más de nuestro Estado Autonómico que no hubiera podido evitar una sola muerte de las ocurridas en el caso de que hubiera estado a pie de despacho desde mucho antes del diluvio que arrasó la región. Hay que matar a Mazón. En el fondo, al pobre Mazón no le insultan por su incompetencia sino por su herejía. Porque hay una matiz esencial que sobrepasa su torpeza delincuencial y su no saber estar ante la catástrofe. Y es que Mazón es de derechas, Mazón representa para la izquierda a todas las criminales derechas de este país, esas derechas que hay que perseguir, encerrar tras un muro e impedir que gobiernen. El puño sobre Mazón es la rabia contra esa gente que no piensa como nosotros, no comulga, no se pliega, no desfila bajo la bandera de los parias de la tierra y su famélica legión. El pecado mortal de Mazón es que es de derechas, es que no es de los nuestros. Es sencillamente un enemigo a perseguir y, si es posible, exterminar. Y Sánchez, enemigo declarado de la España de ciudadanos libres e iguales, se encarga de inyectar diariamente la dosis de odio colectivo en vena para que la trinchera que separa las dos Españas se haga más y más profunda hasta que sea imposible la convivencia, hasta que a garrotazos nos persigamos con saña como en las peores pinturas de Goya. Lo hemos visto también esta semana en su comparecencia ante esa Comisión de Investigación del Senado. Un Sánchez chulesco, dedicado a negar la evidencia, despreciar a las instituciones, desacreditar a los jueces, colonizar los medios, meter la mano en las empresas del Ibex y banalizar la corrupción. Sembrar cizaña contra esa media España que no le baila el agua.
José María Aznar ha alertado esta semana sobre los peligros que acechan a la convivencia entre españoles, y no por la actitud de una derecha siempre proclive al apaisement chamberlainesco, sino por la conducta de una izquierda guerracivilista de tintes mafiosos que, carente del menor escrúpulo, aspira a la fractura total. Una izquierda terrible y temible, que hace muy difícil pensar en un futuro de convivencia. Las viejas Dos Españas parecen navegar en claro rumbo de colisión. Dice Juan Carlos I al periodista Jaigu que espera que su libro de memorias «exorcice nuestros demonios, que están regresando». Cierto. Están ya aquí y dominan plenamente la escena española. Vivimos un momento crítico. El sueño de aquella España fraterna y reconciliada que floreció en los primeros años de la Transición ha sido barrido por la apuesta por el odio de una izquierda irresponsable y cainita. Nos esperan tiempos muy difíciles, incluso en el caso de que, más pronto que tarde, el PSOE de Sánchez y sus aliados en el nuevo Pacto de San Sebastián pierdan el poder.