Gregorio Morán-Vozpópuli

Inquietante que los demócratas radicales tengan un miedo pánico a las urnas

Hemos tenido de todo. Jefes de estado canallas, presidentes de gobierno incompetentes, líderes de un cinismo incombustible, dirigentes de dudosa moralidad cuando no inmundos, políticos cándidos y ambiciosos sin sustancia. Un golfo en estado puro, es decir, sin un ápice de eso que suele denominarse dignidad profesional y que consiste en tener modos y maneras que conciten cierto respeto por un oficio voluntario en el que juega el amaño, la doblez y la desvergüenza, necesaria para gobernar, sin que se note demasiado la catadura real del individuo. De eso, no habíamos tenido hasta ahora.

Fue necesaria la coincidencia astral de dos tipos, que lo hubieran tenido difícil de haberse dedicado a la venta de coches usados, para alcanzar algo insólito en nuestra historia cargada de obviedades. Pedro Sánchez Pérez-Castejón, 53 años, madrileño y José Luis Ábalos Meco -como la cárcel-, 65, valenciano, han logrado no sin esfuerzo alcanzar una cota que trasciende por exceso nuestras habituales categorías para el análisis político. Hasta ahora conocíamos su trayectoria como siameses en un instrumento social, llamémosle partido, en el que aprendieron el oficio. Por razones que quizá tengan más que ver con la psicología que con el ámbito de la ideología estaban llamados a entenderse. Dos trepadores sociales sin pasado reseñable; nunca hicieron nada notable fuera de irse colocando cada vez más arriba, y más arriba.

Hasta que llegó su hora en pleno derrumbe del Partido, porque la etapa de Rodríguez Zapatero, un invento que trajeron de León donde le detestaban, apenas tuvo que ver con el final autoproclamado de ETA pero sí tuvo tiempo para dejar su huella en un PSOE desarbolado, como quien hace muescas en un hueso ya muy roído. Los jefes irrecuperables se retiraron, los barones se empoderaron y la militancia veía peligrar casi veinte años de funcionariado, insuficientes para una jubilación rumbosa. Llegó el momento de los aventureros temerarios, que es el primer estadio de la golfería. A por todas.

Perdieron en el envite y hubo que volver a intentarlo, pero esta vez a cara de perro, sin piedad, como suele hacerse en política cuando se trata del poder absoluto. Los temerarios pasaron a hacerse cómplices y se apalancaron en el principio de los Mosqueteros: todos para uno y uno para todos. Pedro tenía a su José Luis y José Luis tenía a su Koldo y Koldo intermediaba con Santos Roldán. Ellos eran el Partido, desde los avales que les facilitaron llegar a la cima hasta la selección del personal; petardas, hipócritas y tocacojones, según el fundador. Irán saliendo en las selectas conversaciones entre el Puto Amo y su más Fiel Servidor. “Te echo de menos… por tu complicidad y tu criterio”, viene a decirle el Padrino a su subordinado, el que lo sabe todo de todo:  de Venezuela, de Marruecos, de la compra a plazos de Podemos primero y de Sumar después. Hasta de Begoña, pobre Begoña, ¿por qué habría ella de abandonar la ilusión de ejercer de catedrática de la Complutense? ¿Acaso no es la esposa del hombre capaz de vender panes y peces en un secarral?

Lo difícil estaba hecho, llegar a la Moncloa. Hay que ser muy poca cosa para conformarse con estar, también hay que ser; lo dicen los filósofos y lo pagan los interesados. Si al hermano le gusta la música, qué menos que dirigir conservatorios y orquestas

El momento más delicado para un golfo es cuando le pillan. A diferencia del tramposo común o del robaperas, no tiene el recurso infalible de la risa, el chascarrillo o el guiño cómplice. Un golferas postinero exige seriedad; sofisterías que le ayuden a mantener el tipo. Mal asunto cuando has de recurrir a empacar la voz y gritar “¡Al ladrón, al ladrón!”, para distraer a la parroquia mientras sales corriendo con el botín.

Lo peor que les puede pasar a los Mosqueteros es que uno de ellos se arrugue. Según el principio de Omar Torrijos de Panamá, en el curso acelerado que le dio a Felipe González en el Canal: “si te afliges, te aflojan”. Al tratarse de una sociedad comanditaria cuando un Mosquetero solicita ayuda y el que manda no le protege lo suficiente, nace la transacción; primer paso hacia la traición. Ir soltando piedras por el camino para que quien debe entender comprenda que es demasiado tarde para saldar una complicidad, golfa y tácita de muchos años, con una frase tan críptica como cobarde: “No te voy a decir los motivos por los que tengo que echarte”.

Lo cesó del PSOE en el que era secretario general de organización, o lo que es lo mismo, el que les puso a todos en el sitio en que están, pero ninguno osó ni siquiera el amago de una pregunta. ¡Eso es un partido del siglo XXI y lo demás zarandajas fascistorras! Lo sacó del Gobierno en el que era vicepresidente y ministro de la cartera más repartidora de fondos de cuantas han existido. No levantaron ni una ceja sugiriendo una explicación. Quien paga, manda sobre haciendas y futuros, como fue siempre. Si lo hizo el Amo, será para bien suyo y de rebote algo les tocará a ellos.

¿Y los votantes? Mohínos pero tranquilos porque es una mina inagotable que da para tenerlos abrazados unos a otros a la espera del gran batacazo. Ni un rubor en los adictos, ni un desplante de sus socios. Todos conscientes de estar gobernados por un golfo y que los Mosqueteros irán pasando por los Tribunales aportando su óbolo de miserias compartidas. Es lo que hay, aseguran con cierta satisfacción. Inquietante que los demócratas radicales tengan un miedo pánico a las urnas, lo que da que pensar si más allá de las estupideces sobre las guerras culturales o la diversidad de los asentados que juzgan en peligro, no advertimos de un auténtico cambio de paradigma, el más cercano a nuestra misérrima vida política española: las izquierdas institucionales no quieren que la gente vote y las derechas consideran que la regeneración pasa por las urnas. O sea, que tras los festejados cincuenta años volvemos a oír lo que algunos viejos sufrimos desde adolescentes, que las urnas las carga el diablo.

No es que la golfería haya cambiado de bando, porque siempre estuvo muy mal repartida, el problema es que carecemos de experiencia sobre las consecuencias que puede traer que dos golfos se hayan propuesto marcar el destino. Ahora asistimos a unos diálogos que se harán interminables y que no son de Carmelitas, como en Bernanos, ni casquería como creen los carniceros. Son de Valle Inclán sin bohemia.