Antonio Elorza-ABC

A mi querida Martha B.

  • «Esta historia culmina con la asombrosa rectificación de Albares, pidiendo perdón a México, como siempre en los virajes de Sánchez, sin análisis previos y cobarde, puesto que si había que pedir perdón, le tocaba a él»

Empecemos por subrayar la importancia del rigor en las designaciones, que en este caso obliga a establecer la distinción entre indigenismo e indianismo. En ambos casos, hay un denominador común que es la preocupación por la suerte de los indígenas, siempre sometidos en los procesos de colonización y a los resultados negativos de los mismos. La diferencia reside en que el indianismo parte de asumir y organizar el movimiento indígena, a partir de si mismo, en tanto que el indigenismo supone siempre su organización desde el exterior del mundo autóctono, por los grupos sociales dominantes, y en muchas ocasiones para integrarlo en un proyecto propio.

La trayectoria indianista fue y es clara en el que fuera virreinato de Perú, desde la insurrección de Tupac Amaru a Evo Morales y a los distintos grupos andinos adeptos a la Pachamama. En la vertiente opuesta, la instrumentalización del indigenismo, el ejemplo más espectacular ha sido el zapatismo en Chiapas de México a fines del pasado siglo y con una efímera repercusión universal. Como último subproducto de la crisis del 68, una situación de malestar indígena regional fue capitalizada por minorías activas de extracción maoísta, con el subcomandante Marcos a su cabeza. Por un tiempo, supieron ofrecer el espectáculo de un mundo maya en movimiento, en torno al mito del indígena portador de la sabiduría ancestral –el viejo Antonio– que deslumbró a personalidades como Vázquez Montalbán y Saramago, con la nada como resultado final.

En esa línea, de capitalización política del mundo indígena, se inscribe la movida contra España que inició el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador (AMLO) con la carta a Felipe VI. Existían razones históricas sobradas para que el nacionalismo mexicano buscase arraigo en la identidad indígena, políticamente inane, para enfrentarse a la referencia negativa del pasado español. Fuerte en el plano simbólico, la construcción de la nación mexicana, partiendo de una independencia desgarrada y precaria, tuvo siempre dificultades para asumir su pasado real, que no era indígena, sino novohispano.

La fácil y brillante solución dada por Diego Ribera en los frescos del Palacio Nacional, idealizando el mundo azteca –al parecer oasis de paz, y satanizando a los conquistadores– sigue vigente en las palabras y en las exigencias de dos líderes populistas, como AMLO y Scheinbaum. El mejor intelectual mexicano del siglo, Octavio Paz, resolvió la contradicción al resaltar el valor la síntesis novohispana, germen de la grandeza mexicana de hoy, pero pedir que asuman eso los populistas de allí y de acá, es imposible. Nunca entenderán el significado de la Tonantzintla.

Sobre todo porque AMLO sabía que su desafío sería respaldado por gente bien situada en España. Incluso desde el interior del Gobierno español, donde el ministro de Cultura es todo un modelo de sectarismo izquierdista. Nuestro izquierdismo no es ya la enfermedad infantil del comunismo, sino la senil, y por añadidura tan segura de si misma como delirante. Solo la frena hasta ahora que Pedro Sánchez, a quien las cosas de la cultura, desde que nombró a su primer ministro del ramo, ni las conoce ni le importan, debe dudar que la audacia ‘descolonizadora’ de Urtasun le sirva de algo y teme que pueda costarle mucho. Pocos españoles aceptarán que América no existe, que es una cosa llamada Abia Yala, y que tienen que devolver a un personaje como Petro un regalo presidencial de Colombia hecho hace casi siglo y medio. Pero su presión está ahí y ha jugado desde el primer momento para apoyar la exigencia de AMLO.

l o peor de toda esta historia es que hace perder la oportunidad de poner en su sitio la conquista, con sus efectos negativos sobre América, sin ocultar ninguno de sus componentes destructivos, y luego la singular construcción durante dos siglos de un Imperio que no sirvió para impulsar el desarrollo capitalista en España, ni para crear las condiciones de unas independencias prósperas como la norteamericana. Pero que hizo posible lo que José Martí llamaba Hispanoamérica. Ni ‘leyenda negra’, ni deconstrucción ‘woke’, tampoco idealización al modo del ‘Alba de América’ franquista.

Como miembro que fui de la Comisión Nacional del V Centenario, puedo decir que en aquel momento, de cara a 1992, el Gobierno propuso una síntesis armoniosa entre mundo prehispánico y dominio español, la que ha inspirado hasta ahora al Museo de América. No resultó creíble, y con razón. Ahora estamos en el polo opuesto, el imperio americano como museo de horrores, y hay que oponerse al maniqueísmo primario de Urtasun con análoga firmeza.

Esta historia culmina con la asombrosa rectificación de Albares, pidiendo perdón a México, como siempre en los virajes de Sánchez, sin análisis previos y cobarde, puesto que si había que pedir perdón, le tocaba a él. La humillación prepotente de AMLO y Scheinbaum había caído en el vacío. Se repite la historia ya conocida sobre la ley de Amnistía. Ahora la petición de perdón, nada menos que requerida del Rey de España no solo triunfa, sino que se ve reforzada por la exigencia que introduce Albares de una humillación ulterior. Scheinbaum se ha apresurado a advertir que está bien que el ministro de Exteriores se humille, pero que es el monarca quien debe hacer lo mismo. No hay rebaja para quien abdica de su dignidad. El Rey queda de este modo aislado frente a una agresión exterior, asumida por su propio gobierno, en cuanto enemigo de la «justicia que México exige». Para dar ese volantazo, cabría preguntar: ¿qué nos han dado a cambio?

Nos encontramos así sumidos en una imitación esperpéntica del conocido verso de Campoamor, donde esta crisis americana adquiere toda su significación: nada es verdad ni cobra importancia, si no enlaza con los intereses de Pedro Sánchez. Lo que vaya a ocurrir depende de los mismos y la imagen histórica de América –perdón, de Abia Yala–, de la conquista y del Imperio, en definitiva, de España, se encuentra sometida a las conveniencias momentáneas que surgen para el presidente de la relación con el primer populista de turno.

México tampoco sale bien parado. Pierde la ocasión para plantear una revisión de lo que fue, y de lo que destruyó y construyó la conquista, arruinando el espíritu de búsqueda de la verdad, de la crítica y de la convergencia, que representaron obras como ‘La visión de los vencidos’, de Manuel León Portilla. Pero si el orgullo nacional de la presidenta mexicana se ve colmado, y también los ignotos propósitos de Sánchez, ¿qué importan el prestigio del Rey, y no digamos la depreciación histórica de España?