- Los líderes de la derecha están condenados a defraudar al personal: o no gustan ellos o no gustan sus equipos o no gustan sus políticas. Sus errores se magnifican y sus aciertos se toman a beneficio de inventario
Pedro Sánchez ha mentido sistemáticamente a los españoles, incluidos a buena parte de sus votantes y nadie entre los suyos se lo echa en cara. Protestamos quienes no le votamos, pero sus votantes no; una minoría calla y mira hacia otro lado, pero la mayoría jalean con entusiasmo todas y cada una de las trampas de su líder. Los militantes socialistas tragan con cada nueva rueda de molino con disciplina espartana, sus socios sonríen y le perdonan sus incumplimientos porque ya le han sacado a más que a ningún otro presidente de la democracia y ¡qué decir de su coro mediático! Jamás se ha visto una prensa más entregada y obsequiosa. Sus arbitrariedades se elogian como ejemplo de liderazgo, su sectarismo como visión estratégica y sus tics autoritarios se convierten en modelo de audacia; como Pedro se atreve a hacer lo que nadie osó hacer antes, es todo un campeón.
Frente a esa militancia de izquierda, de apoyos rocosos y silencios ovinos, la derecha ha hecho de las críticas a sus dirigentes su principal entretenimiento. Los líderes de la derecha están condenados a defraudar al personal: o no gustan ellos o no gustan sus equipos o no gustan sus políticas. Sus errores se magnifican y sus aciertos se toman a beneficio de inventario. O se pasan o no llegan, pero casi nunca aciertan. Así, esta semana hemos visto todo un festival de admoniciones a Feijóo antes, durante y después de la famosa entrevista con Pedro Sánchez: si va, porque va; si no va, porque traiciona su perfil institucional; si negocia, porque Sánchez le va a engañar como a un incauto; si no lo hace porque se arrincona a sí mismo en una oposición estéril; si llega a un acuerdo para corregir el término «disminuido» de la Constitución peca de ingenuidad y si pide que la Comisión Europea supervise las negociaciones sobre la reforma del Consejo del Poder Judicial, la idea se despacha como una ocurrencia absurda. Así no hay manera.
A Feijóo le ha tocado una situación para la que ningún político razonable y sensato está preparado: tiene enfrente a un adversario sin escrúpulos y sin palabra. González, Aznar, Zapatero y Rajoy mantuvieron entre ellos diferencias políticas insalvables, pero compartían un principio prepolítico: todos eran personas fiables. Su palabra tenía un valor tanto para acordar como para discrepar y eso permitía que el juego democrático se desarrollara con normalidad; el gobierno sabía a qué atenerse y la oposición también, pero eso ya no rige en el España de hoy, donde la política se ha convertido en la apoteosis de la mentira.
A pesar de todo, Feijóo no puede renunciar a hacer política. Encerrarse en el «no es no» solo le convertiría en un remedo torpe de Sánchez. Tiene la obligación de oponerse con todos sus medios a la amnistía a los golpistas, pero también necesita abrir el campo de juego, forzar tensiones entre Sánchez y sus socios e intentar desmontar el famoso muro de sectarismo que le ha condenado a la oposición. En cuanto a los eternos descontentos, acaso deberían reflexionar sobre cómo la ha ido a la derecha desde que se embarcó en esa búsqueda frenética del líder que les dé absoluta satisfacción.