SANTIAGO GONZÁLEZ, EL MUNDO 31/03/14
· La batalla política del día se libró ayer entre dos números dos: la del Gobierno, Sáenz de Santamaría, en Barcelona, y la dos del PSOE y cabeza de lista, Elena Valenciano, en Madrid. Es una lástima que Rajoy no haya designado aún la cabeza de la lista popular, alguien a quien Valenciano pudiera sacudir en lugar de arrear palos de ciego a la piñata.
Es un acto de crueldad si bien se mira. Impide a Valenciano ajustar las cuentas entre iguales a su alter ego, la cabeza (o el cabezo) del PP, y decir lo del machismo. La indefinición de Rajoy, en cambio, la constriñe a alabar a los propios, tarea infinitamente más ingrata y esforzada que denigrar a los rivales.
A mí también me pasaría. Tener que ponderar a Felipe González, Alfonso Guerra, José Luis Rodríguez Zapatero, Alfredo Pérez Rubalcaba ¡y Tomás Gómez!, con lo fácil que sería ahorrarse insinceridades y limitarse a descalificar a los candidatos del PP, que es lo que a una/o le sale de su buen natural y es lo que le pide el cuerpo.
Hacedores de democracia los dos primeros, el hombre que más hizo por la libertad de las mujeres, Zapatero; por no haberse dejado quebrar, Rubalcaba, y por haber paralizado la privatización de la sanidad en Madrid, el Invictus Gómez. Los lectores andaluces ya saben por qué en su comunidad autónoma sólo uno de cada tres hospitales es público: nunca han tenido un Tomás Gómez en la oposición para combatir la lacra privatizadora. De Carme Chacón no dijo nada, lástima.
También fue lástima que la otra gran estrella de la jornada se empeñara en llamar «metonimia» a lo que era una sinécdoque, el vicio nacionalista de tomar la parte por el todo. Y fue lástima porque, a pesar de errar en la denominación del tropo, su intervención en Barcelona fue un acierto básico.
Soraya Sáenz de Santamaría no quiere –ni yo– que ningún español se convierta en extranjero en su propio país. Ni siquiera Artur Mas. Tampoco quiere la vicepresidenta –yo tampoco– que los catalanes pierdan el derecho de voto que han venido ejerciendo en Europa desde 1987. Tampoco me gustaría a mí que pierdan el derecho de voto que vienen ejerciendo en España para tantos asuntos que les afectan, que dejen de tener esa capacidad de contribuir a conformar la voluntad colectiva a propósito de tantas cosas, por más que a las Cortes sólo envíen a tipos como Tardà, Bosch y, en el mejor de los casos, a Duran, el prisionero del Palace.
Entre estas dos mujeres se nota que una ha estudiado Derecho y la otra, no. «No podemos autorizar lo que no depende de nosotros, ni permitir que alguien decida o declare unilateralmente lo que a todos nos afecta». Son unas hermosas y exactas palabras, que emparentan con la advertencia de Montesquieu: la libertad no consiste en votar en general, sino en votar lo que está permitido por la ley.
Montesquieu no llegó a imaginar que si al derecho de autodeterminación le cambiamos el nombre y lo llamamos derecho a decidir ya la cosa es muy distinta. Ah, si él hubiese tenido un Tribunal Constitucional como el nuestro.
SANTIAGO GONZÁLEZ, EL MUNDO 31/03/14