Cuando en abril de 2006 el entonces presidente de EEUU George W. Bush se reunió con el que era presidente de China, Hu Jintao, todo lo que podía ir mal fue mal. Primero, un maestro de ceremonias anunció que iba sonar «el himno de la República de China». O sea, de Taiwan. En materia de relaciones internacionales, ése es un insulto sólo comparable a presentar a Benjamin Netanyahu como «primer ministro de Palestina». Pero, para mejorar las cosas, un miembro del grupo religioso Falun Gong, prohibido por Pekín, se coló en la Casa Blanca y se puso a gritar a Hu: «¡Sus días están contados!».
Eso no va a pasar en la cumbre de dos días en el club de campo Mar-a-Lago, en Florida, que empezó ayer entre los actuales presidentes de ambos países, Donald Trump y Xi Jinping. Entre otras cosas, porque los insultos ya se han formalizado. Durante 19 meses de campaña electoral Trump acusó a China de «violar» (en el sentido sexual de la palabra) a Estados Unidos, de «estafarnos», y de «quitarnos lo que es nuestro».
Así que, para evitar malentendidos, a día de ayer la Casa Blanca todavía no había informado de que fuera a haber una rueda de prensa conjunta ente ambos. Como explica a EL MUNDO Eric Altbach, vicepresidente de la consultora Albritht Stonebridge Group (ASG), y ex miembro del Consejo de Seguridad Nacional de EEUU, «orquestar una cumbre exitosa entre EEUU y China siempre es un reto, porque hay muchas cosas que pueden ir mal, pero ésta lo es más».
Washington ha tratado de rebajar las expectativas del encuentro al máximo. Como dijo el miércoles Susan Thornton, secretaria de Estado para Asia Oriental, «es una oportunidad para que ambos, Trump y Xi, se conozcan». Thornton ocupa su cargo en funciones, porque Trump aún no ha presentado un sustituto para ella. Su caso ejemplifica lo que Altbach señala como un factor adicional de incertidumbre de esta cumbre: hace muy poco que «el nuevo Gobierno de EEUU ha sido establecido, y muchos altos cargos están, u ocupados por gente que todavía está aprendiendo el trabajo, o vacantes».
Trump y Xi son dos nacionalistas. Pero el primero parece serlo más desde el punto de vista retórico que el real. El presidente de EEUU ha atacado a China, pero, una vez en el poder, ha prohibido a los barcos de guerra de EEUU que refuercen la libertad de navegación en el Mar del Sur de China, que Pekín está virtualmente anexionándose, y ha reafirmado el compromiso de EEUU con la integración pacífica de Taiwan en China. Claro que la Casa Blanca no ha descartado sancionar a empresas y bancos chinos que comercian con Corea del Norte, una media que «probablemente provocaría una reacción muy negativa por parte de Pekín», según Altbach.
Lo único claro es que sin rueda de prensa nos perderemos un buen espectáculo, como cuando Trump estrechó la mano del primer ministro japonés, Shinzo Abe, durante 19 segundos, o cuando ni siquiera se molestó en mirar a la canciller alemana Angela Merkel cuando ésta le sugirió chocar las cinco para la prensa. Por ahora, entre Xi y Trump todo puede pasar en el lujoso Mar-a-Lago, un escenario de reality show, que es donde se desenvuelve la política de EEUU estos días.