El miércoles se cumplieron dos años de las elecciones generales del 10 de noviembre de 2019 que confirmaron en el poder a Pedro Sánchez, y el próximo sábado se cumplirán diez de las generales que el 20 de Noviembre de 2011 entronizaron a Mariano Rajoy como presidente del Gobierno con una mayoría absoluta que a muchos hizo concebir la esperanza de que la Fortuna había regalado a los españoles una oportunidad única, y tal vez última, de enmendar el rumbo de un país que había tocado fondo con la crisis financiera de 2008 y necesitaba con urgencia entrar en astilleros. Los casi 11 millones de ciudadanos que votaron al PP en aquella consulta lo hicieron conscientes de que la transición estaba agotada, y de que la democracia española necesitaba ser puesta sobre la mesa de operaciones a disposición de un buen cirujano resuelto a abrir en canal para acometer las reformas que la gravedad del enfermo estaba pidiendo a gritos, males agravados tras el paso por Moncloa de Rodríguez Zapatero, un perfecto miserable que andando el tiempo mostraría su real valía convirtiéndose en el chico de los recados del dictador venezolano Maduro.
Aquella fue la última oportunidad que tuvo el régimen del 78 de haber abordado una regeneración desde dentro, haber acometido el cambio de unos materiales que ya en los noventa venían desgastados por la erosión de los últimos años del felipismo y su abrasiva corrupción. Muchos fuimos conscientes de la importancia del momento: aquella mayoría tenía que servir para democratizar el sistema, darle una vuelta de tuerca a algunos artículos de la Constitución, arreglar el desaguisado territorial, reformar la ley electoral y algunas cosas más, entre ellas desmontar algunas de las leyes introducidas por el zapaterismo, tal que la de Memoria Histórica, o el intento de acabar con el espíritu de reconciliación que hizo posible la Carta Magna reabriendo las heridas ya cicatrizadas de la Guerra Civil… Está claro que la tarea sobrepasaba de largo las capacidades de un personaje como Rajoy, un manso de libro, gandul y cobardón. Un conservador de mesa camilla y brasero. España necesitaba un audaz Churchill y se encontró apenas con el indolente secretario del Casino de Pontevedra.
Mariano completó su hoja de servicios sirviendo el poder en bandeja a Sánchez, en lugar de buscar una salida honrosa que evitara a este país un vía crucis de las dimensiones que hoy conocemos
Algunas reformas en 2012, la más notable de las cuales fue una laboral bastante tibia, a medio camino de la integral que hubieran necesitado nuestras crónicas tasas de paro. Nada con gaseosa a partir de 2013, ni un papel cambiado de cara. Carente de cualquier ideología, el PP se había convertido en una aséptica gestoría de asuntos públicos, además de una agencia de colocación de amigos (todos los partidos lo son) de la que habían desaparecido los liberales (que terminarían yéndose a Ciudadanos) y los conservadores (que acabarían haciendo lo propio en VOX). De los asuntos de Génova y su red de oficinas se ocupaba Cospedal, mientras la gestión del aparato del Estado corría a cargo del ama de llaves de Mariano, Sáenz de Santamaría. El jefe tenía tarea bastante con el Marca y el Tour de Francia, bien repanchingado en el sillón de su mansedumbre mientras crecía incontrolada la ceniza de su cohíba, no importa que bajo el culo le estallara un golpe de Estado separatista o que los periódicos abrieran, «Luis, sé fuerte», día sí y día también con los escándalos de la Gürtel, esa mafia de pícaros con vistas a Pozuelo de Alarcón.
No hay mejor representación del hundimiento de un país en el abismo de la incompetencia y la incuria que la foto del escaño vacío de Mariano la tarde/noche del 31 de mayo de 2018, Congreso de los Diputados, ocupado por el bolso negro de Soraya, cuervo de mal agüero, moción de censura contra el Gobierno presentada por Pedro Sánchez. Mientras en el Parlamento se discutía el destino de una nación a punto de caer en manos de un descuidero de la política, el presidente del Gobierno al que seis años y medio antes habían votado 11 millones de españoles se emborrachaba en el reservado de un restaurante, del que salió tambaleándose, sito en Alcalá esquina Independencia. La noche de aquel día, dramático para la historia reciente de este país, quien esto suscribe se arriesgó a enviar un texto por wasap a un ramillete de notables, todos capitanes de empresa, urgiendo su inmediata movilización al objeto de exigir del PP la dimisión de Mariano para impedir el crimen de lesa patria que en la Carrera de San Jerónimo se estaba perpetrando. Tal dimisión hubiera dado pie a la convocatoria de unas generales de las que Soraya podría haber salido investida como primera mujer presidenta del Gobierno de España. Se trataba de evitar la tormenta que se cernía sobre este desventurado país si terminaba cayendo en manos de Sánchez y su banda.
Nunca supe si mi súplica logró movilizar a alguno de tan notorios destinatarios, aunque me temo que no. La tragedia se consumó al día siguiente, con la elección como presidente de un individuo al que el propio PSOE había expulsado de la secretaría general año y medio antes ante el temor de que terminara haciendo lo que finalmente hizo: echarse en brazos de comunistas, separatistas y bildutarras para ver cumplido su enfermizo afán de protagonismo. Mariano completó su hoja de servicios sirviendo el poder en bandeja a Sánchez, en lugar de buscar una salida honrosa que evitara a este país un vía crucis de las dimensiones que hoy conocemos. Cobardeando en tablas, en perpetua riña con la más elemental honestidad, el PP no solo no lo ha condenado al exilio, sino que lo reivindica y exhibe con desvergüenza en congresos y saraos varios. Todo un ejemplo a no seguir.
El de Sánchez es el peor gobierno desde el punto de vista técnico, el más ideologizado, el más radical y el más sectario
Tras las generales del 28 de abril de 2019, el PSOE pudo formar Gobierno con Ciudadanos, pero de boca de Sánchez jamás salió ni un simple amago de oferta de pacto. Albert Rivera cargó con la culpa de no habernos librado de esa desgracia, siendo así que el sujeto ya había elegido con quién quería irse de copas. De modo que nos obligó a volver a votar el 10 de noviembre del mismo año, en la confianza de que su gallarda figura y la mano experta del vendedor de peines que desde Moncloa le abanicaba la propaganda, le llevaran en volandas hasta los 140 escaños o más. Aquel fue uno de los peores días de su vida, porque el PSOE se dejó 721.000 votos y 3 escaños (en poco más de 5 meses) en la gatera, mientras Podemos perdía 515.000 votos y 7 escaños. Presa del pánico, aquella misma noche Pedro tiró de teléfono dispuesto, cual náufrago arrastrado por la corriente, a unir su suerte a la de Pablo iglesias, traicionando de forma clamorosa las categóricas promesas electorales de que jamás pactaría con la izquierda comunista. «No podría dormir tranquilo». El episodio marcó el rumbo de esta España que hoy navega cual balsa a la deriva. Psicópata narcisista, imbuido de un afán de poder enfermizo, Sánchez decidió dinamitar los equilibrios que habían regido la vida política española desde la muerte de Franco, basados en el triunfo de la centralidad y en el convencimiento de que la democracia parlamentaria, en manos de los «partidos del turno», no podía pactar con sus enemigos declarados. Roto ese dique de contención, las fuerzas periféricas se aprestan al asalto al régimen del 78 y a la consiguiente balcanización de España.
Han sido dos años, que parecen muchos más, en los que nuestro héroe ha podido desplegar su habilidad en el arte de mentir a todo el mundo todo el tiempo con el mayor desparpajo. Obligado a atender los talones que sus socios le presentan a cobro para seguir manteniéndole en Moncloa, los destrozos sufridos por la arquitectura institucional son difícilmente cuantificables, aunque su impacto es evidente en la salud de una democracia de la que ya apenas queda el nombre. El peor gobierno desde el punto de vista técnico y el más ideologizado, el más radical, el más sectario. Gobierno a la greña, a quien une la argamasa de su rechazo a la posibilidad de una alternativa de derecha, fantasma que combate mediante la agitación y el enfrentamiento entre bloques o el intento de colocar extramuros del sistema a la mitad del país. Trincheras, revanchismo y odio ideológico. Y, en lo legislativo, toda una batería de leyes al servicio de la izquierda radical, leyes orwellianas en Educación, Ley Trans, Memoria Democrática… Más una pandemia que el personaje no ha sabido gestionar, porque de eso no tenemos y la tarea rebasa con mucho nuestras capacidades, pero que ha servido para mostrar la pulsión autoritaria que le anima, con dos cierres del Parlamento que el Constitucional ha declarado lesivos para con los derechos y libertades de la ciudadanía. Un Gobierno que se ha saltado la Constitución y aquí no ha pasado nada.
El país está hoy más malito que nunca, muy dañado el sistema de libertades. Nadie sabe lo que ocurrirá en los dos años que quedan de legislatura y mucho menos la suerte que podría correr la España de ciudadanos libres e iguales si Su Sanchidad lograra gobernar cuatro años más a partir de 2023 con los mismos socios, condenado como está a caminar uncido al yugo al que él mismo eligió la noche de la moción de censura, mientras Mariano trasegaba güisqui y otros licores en un reservado. La vergonzosa renovación del Constitucional ocurrida esta semana es la prueba del nueve del grave deterioro de la calidad de nuestra democracia: cuatro jueces, cada uno de los cuales porta en la frente la escarapela del partido al que deben fidelidad. Por haber hay hasta uno patroneado por el Partido Comunista. Si no lo es, esto se parece mucho al final de nuestro Estado de Derecho. Terrible rúbrica a una doble efeméride: dos años sufriendo a un canalla, diez recordando a un traidor.
Enfrentado a la necesidad de acometer ajustes, Sánchez podría verse en la tesitura de tener que disolver para jugárselo todo a la carta de unas generales que podría perder por menos margen que dentro de dos años
No hay Gobierno y no está claro si hay oposición, aunque muchos lo dudan. El PP ni ha perdido perdón por el fiasco histórico de aquella mayoría desperdiciada por Rajoy, ni se ha rearmado ideológicamente, ni parece estar ocupado en lo que ahora debería ser su casi única tarea: la concreción de un proyecto de país elaborado por los mejores en cada especialidad y la redacción de 10 reales decretos leyes listos para ser publicados al día siguiente de formar Gobierno. En su lugar, la cúpula de Génova se dedica a poner palos en la rueda de Isabel Díaz Ayuso. Hay quien sugiere que tras ese inexplicable empeño se esconde el deseo de Casado de llegar a algún tipo de pacto de Gobierno con el PSOE tras las próximas generales. Una solución de compromiso que comprarían muchos españoles como mal menor. Aprobados los PGE2022, Sánchez tiene el camino expedito para alcanzar sin mayores sobresaltos el final de la legislatura. La situación, con todo, es tan volátil, sus compromisos tan gravosos, su debilidad tan obvia, que cualquier acontecimiento insospechado podría hacerle derrapar y mandarlo a la cuneta.
La Economía, por ejemplo, que no acaba de arrancar, con España en el furgón de cola de la UE en lo que a recuperación se refiere. El nuestro es un país que vive con la respiración asistida del BCE. La reaparición con fuerza de la inflación, unida a la llegada de un nuevo Gobierno en Berlín en el que ya no está la madre Teresa de Calcuta Merkel, podrían obligar a Fráncfort a recortar en breve su programa de compra de deuda soberana y a subir tipos. Y no está hoy España en disposición de salir a los mercados y exponerse a que su prima de riesgo escale en dos días hasta los 200 o los 300 puntos básicos. Enfrentado a la necesidad de acometer ajustes, los mismos que llevaron a Zapatero al desastre, Sánchez podría verse en la tesitura de tener que disolver para jugárselo todo a la carta de unas generales que hoy, en unos meses, la próxima primavera, podría perder por menos margen que dentro de dos años, porque todo podría empeorar para él de forma irreversible. «El enfermo español sigue agonizando entre recortes de las previsiones de crecimiento, broncas entre ministros por las reformas necesarias para lograr el oxígeno europeo, componendas entre partidos para seguir colonizando las instituciones, y una subida de precios que para muchos convierte en artículo de lujo desde la gasolina para el coche hasta la calefacción», escribía aquí ayer Alberto Pérez Giménez. Instituciones devaluadas y clases medias depauperadas. Estamos pagando el fracaso de la oportunidad perdida con la mayoría absoluta de Rajoy. ¿Hay algún futuro por ahí?