Iñaki Ezkerra-El Correo

  • En una época marcada por la corrección política, decía lo que le daba la gana

Fue uno de los grandes pioneros en la heroica tarea de romper en nuestro país los discursos oficiales de la izquierda biempensante y de la corrección política; de salir en una tele, la de inicios de los años 80, defendiendo las corridas de toros y a autores falangistas, como Agustín de Foxá o Rafael Sánchez Mazas, sobre los que flotaba un tácito velo de silencio. Y se mantuvo en esa tónica hasta el final de sus días. Por eso seguía dando coletazos en los medios con más de ochenta años. En una época marcada por la corrección política, la revisión presentista del pasado, la llamada memoria histórica, la cultura de la cancelación y el lenguaje inclusivo, Sánchez Dragó decía lo que le daba la gana. Eso es lo que a uno le ganaba de él y le resultaba simpático aunque muchas veces, por no decir todas, no estuviera de acuerdo con las banderas que empuñaba y a menudo me pareciera arbitrario, cursi, fantasma, extravagante y hasta petulante. Nunca lo tuve por un maestro de nada sino por un populista de sí mismo, un provocador y un francotirador. Pero los francotiradores merecen un respeto en esta España en la que todo el que habla lo hace en nombre de la secta.

En los últimos años se pasó a Vox, pero uno, que tiene memoria en estos amnésicos tiempos, no se olvida de una entrevista en la que se mostraba muy complaciente con el plan Ibarretxe y que se publicó allá por 2003. El mismo año en el que yo publiqué un ensayo sobre Sabino Arana y en el que él me invitó a su programa de libros con la hostilidad propia de una encerrona que superaba las de Euskal Telebista. Dragó me puso enfrente a un peneuvista asturiano que había cazado a lazo, a un exótico nacionalista de Soria y a un historiador sociata que hacía como que me llevaba la contraria para, acto seguido, repetir lo mismo que yo había dicho.

Así era nuestro hombre de mutante e irritante. Y así también de paradójico es el aprecio sincero que siempre me despertó. Dragó era el tipo capaz de llamar «payaso» al Rafael Alberti recién llegado del exilio y de contarnos sin sonrojo unas mántricas experiencias sexuales de abuelo cebolleta que no se las creía ni él. Pero ahí estaba su gracia. La última vez que le vi fue a las puertas de una televisión madrileña en vísperas de la pandemia. Yo andaba echando un pitillo antes de entrar y él estaba acompañado de una joven asiática que lo miraba extasiada. Mientras se besuqueaban, me explicó lo gravemente dañino que era el tabaco y yo disfruté de sus contradicciones una vez más sin saber que sería la última: el hombre que fardaba de seguir consumiendo psicotrópicos con más de ochenta años se permitía aconsejarme que dejara de fumar. Genio y figura hasta la sepultura. Adiós, Fernando, ¡campeón!