Arcadi Espada-El Mundo
CUNDE un interesado escepticismo sobre los resultados que traerían unas elecciones catalanas, las enésimas. Aunque sería razonable el debilitamiento del independentismo, es verdad que podría producirse en términos poco significativos. La responsabilidad de la situación no es solo la de un puñado de políticos delirantes. Detrás del delirio está la mitad de Cataluña. Esa mitad que ante la posibilidad de la suspensión de la autonomía se apresta a enfatizar que no se puede gobernar contra ella; sin recordar que desde el inicio del Proceso ella ha gobernado contra la otra mitad, rompiendo así uno de los pactos fundacionales de la democracia española. Nada sería más práctico que la mitad delirante de Cataluña recobrara de inmediato la razón, pero admito que eso no va suceder.
Me conformaría con que recuperaran la razón práctica. Estas elecciones, bien vengan por la vía del artículo 155 bien por un decreto del presidente de la Generalidad, sucederán en un paisaje distinto al de la última convocatoria. La tajante diferencia es que la independencia unilateral se ha demostrado materialmente imposible. Desde el 1 de octubre el nacionalismo ha tenido un pequeño adelanto, por fortuna casi incruento, de la fuerza legítima que usa un Estado cuando se ve obligado a defender los derechos de sus ciudadanos. Una ley inexorable de la democracia, por cierto, que ningún miembro del gobierno ha sido capaz de defender en un discurso articulado y orgulloso, a la manera como lo hizo Artur Mas cuando su policía fue agriamente criticada por abrirse paso por la fuerza ante los manifestantes que impedían el acceso al parlamento. Los nacionalistas también han comprobado a qué estado de ruina les conduciría la independencia: los centenares de empresas que han abandonado Cataluña no son el discurso del miedo, sino el miedo tout court. A todo ello hay que añadir dos lecciones prácticas sobre la calle y la cárcel: ni los nacionalistas monopolizan la primera ni van a poder evitar la segunda.
De modo que estos días de zozobra, tan desagradables, han traído también la impagable virtud del realismo. Cabe preguntarse en estas condiciones por la oferta electoral que será capaz de armar el independentismo. ¿Un nuevo referéndum definitivo? ¿Una nueva Dui? ¿Unas constituyentes de la República inexistente? Estos días han acabado diseñando con precisión la Cataluña del cul de sac; y aunque nadie puede impedir que haya quien siga dándose cabezazos contra la pared es probable que bastantes ciudadanos, aunque solo sea por cansancio, retiren su apoyo a las estrategias y a las personas que nos han traído hasta aquí. El secesionismo se ha quedado sin mercancía electoral. No por vendida, desde luego, sino por podrida.