Eclipses

JON JUARISTI, ABC 04/05/14

Jon Juaristi
Jon Juaristi

· El eclipse de las universidades anuncia el final de un tipo de poder fundamentado en la producción y el control del saber.

El hecho innegable de la crisis terminal de la universidad es inseparable de la deslegitimación general de la autoridad política. Precisamente por eso resulta tan curioso que los poderes públicos hayan tomado la iniciativa de desmantelar una institución cuya función principal ha consistido, desde la aparición del Estado moderno hasta el presente, en asegurar la reproducción de la autoridad legítima. Parece un suicidio bastante estúpido. Quizá los poderes públicos estén buscando otra fuente de legitimidad definitivamente separada del saber, ahora que el saber –o, más exactamente, los saberes– se ha vuelto accesible a todo el mundo gracias a internet. El problema es que no hay otra fuente disponible.

Desde la aparición simultánea del doble modelo de la universidad laica –el napoleónico y el humboldtiano– que vino a sustituir en Europa a la universidad eclesiástica tradicional tras el derrumbamiento del Antiguo Régimen, el saber constituyó la base del poder político, y de ahí que los gobiernos se arrogasen celosamente el monopolio de la enseñanza superior para controlar el proceso de reproducción de las élites. Ahora bien, dicho monopolio fue aceleradamente liquidado desde finales de la II Guerra Mundial por dos fenómenos de muy distinto origen ideológico pero que a la larga se revelaron convergentes: la autonomía universitaria y la extensión del modelo americano, es decir, el de la universidad como una dimensión más del libre mercado.

El primero arrancó la gestión de las universidades al Estado en beneficio de las comunidades universitarias, un tipo nuevo de sociedad flotante que comprendía a profesores, estudiantes y personal de administración (en la práctica, un complejo de distintos sindicatos y grupos estamentales que se ponían de acuerdo para captar partes sustanciosas de los presupuestos públicos y que se tiraban los trastos a la cabeza a la hora de repartírselas). Inevitablemente, las universidades públicas derivaron hacia laboratorios de la lucha política, con sus claustros convertidos en simulacros de parlamentos. El segundo reprodujo en Europa la constelación de universidades privadas característica de los EE.UU., con la diferencia de que la escasez de recursos y la ineficacia del fund raising las condenaba a depender en buena parte de las subvenciones públicas. Los gobiernos se vieron así despojados del control directo de la enseñanza superior pero obligados a subvencionarla. Con todo, el sistema funcionó mientras la reproducción de las elites políticas dependió de las universidades nacionales.

En los años ochenta enseñé en universidades públicas de México, el país donde se inventó la autonomía universitaria. Asistí a un cambio revolucionario: los grandes partidos dejaron por entonces de reclutar sus elites en El Colegio de México y la UNAM, y comenzaron a aparecer en sus cúspides graduados y doctores procedentes de las universidades estadounidenses de la Ivy League. En Europa, la americanización de las élites se generalizaría solo a comienzos del nuevo milenio, pero coincidió además con un descrédito de los saberes universitarios, que la proliferación de carísimos másters y de rankings arbitrarios trata en vano de paliar.

Recomiendo a los interesados en este asunto un divertido ensayo de un profesor de Stanford, el filósofo francés Michel Serres, que acaba de aparecer en español: Pulgarcita ( Petite poucette, en el original), publicado por Gedisa. No creo que sorprenda a los profesores. Ni siquiera a los estudiantes, pero acaso contribuya a que algunos políticos se caigan del guindo. Porque lo que Serres llama el «Fin de la era del saber» es también el fin de la era del poder. Ni más ni menos.

JON JUARISTI, ABC 04/05/14