La economía depredadora de guerra del terrorismo ha provocado, en la última década, además del coste directo de la muerte y la destrucción, una pérdida productiva de casi 9.000 millones de euros anuales. Tal es la responsabilidad de quienes por miedo, ignorancia o mala fe han contribuido a financiar el terrorismo nacionalista en el País Vasco.
El terrorismo es una forma de actuación política basada en el ejercicio de una violencia sistemática contra las personas y los bienes, destinada lograr la adhesión de la población a su causa, no mediante el convencimiento ideológico, sino por el miedo. Es, en cierta manera, una forma singular de guerra cuyas acciones se diseñan y ejecutan con vistas a lograr el desistimiento de la sociedad frente a las pretensiones de dominación o de poder de las organizaciones que lo utilizan. Esta forma de guerra, al contrario que las establecidas con el desarrollo del Estado moderno, especialmente después de las innovaciones napoleónicas, no trata de preservar el territorio propio para asentar sobre su suelo unas actividades de producción con las que sostener el esfuerzo bélico -como correspondería a una economía de movilización o a la constitución de un complejo militar-industrial-, sino que propicia su destrucción para facilitar la extracción de los recursos materiales y financieros que requiere su mantenimiento. Como ha mostrado en una perspectiva teórica Mary Kaldor, el modelo al que se ajusta este comportamiento es el de una economía depredadora de guerra cuyo fundamento es la transferencia de bienes desde los ciudadanos hacia las organizaciones terroristas por medio del saqueo, la extorsión o el pillaje, el control del mercado negro, la realización de actividades económicas de naturaleza delictiva -entre ellas, el tráfico de drogas y de armas, o el blanqueo de capitales- y la obtención de recursos exteriores -como las aportaciones de residentes en el extranjero, las transferencias gubernamentales y las ayudas humanitarias-.
Este modelo -que ha encontrado un amplio respaldo empírico en la obra de Nicoletta Napoleoni que, centrada en la Yihad, no descuida otras organizaciones terroristas como el IRA o ETA- se especifica en el caso de esta última sobre tres fundamentos. Por una parte, la obtención de pagos en dinero bajo coacción, principalmente de los empresarios, a partir del secuestro de algunos de ellos y de la extorsión de otros al exigírseles el llamado «impuesto revolucionario», así como de otros ciudadanos sujetos a la aportación de pequeñas cantidades como óbolo a cualquiera de las múltiples cuestaciones realizadas por las diferentes organizaciones del Movimiento de Liberación Nacional Vasco. Los datos disponibles sobre los dos primeros de esos conceptos, ciertamente incompletos, señalan que, en las dos décadas finales del pasado siglo, ETA pudo obtener un promedio de 6,5 millones de euros al año. Por otro lado, está la constitución de entidades asociativas y de sociedades mercantiles destinadas a dar soporte a las actividades del entorno terrorista -de forma muy destacada, a las de propaganda, captación de militantes y atención social a los encarcelados-, así como a la realización de negocios lucrativos, el blanqueo de dinero y la obtención de recursos procedentes de las Administraciones Públicas. Estos últimos, que constituyen el tercero de dichos fundamentos, han procedido sobre todo de algunos Ayuntamientos y del Gobierno Vasco, toda vez que tales instituciones nunca han aceptado el hecho, establecido por los tribunales de justicia, de que ETA y las demás organizaciones de su entorno forman un todo unitario. La importancia de estos recursos está fuera de toda duda, hasta el punto de que, según señalan los datos parciales de que se dispone, superan con creces a los antes mencionados. Así, por ejemplo, las subvenciones a AEK han llegado a situarse en 5,6 millones de euros al año, las obtenidas por Egunkaria en sus casi dos lustros de existencia arrojan un promedio de 1,2 millones anuales, y las establecidas para suplir la ilegalización de Senideak se aproximan a 0,2 millones. Y a ello hay que añadir las oportunidades que, para desviar recursos hacia la financiación de las actividades aludidas, proporcionaba el manejo de un presupuesto conjunto superior a 196 millones en cada ejercicio económico en los 44 municipios gobernados por Batasuna.
Pero la economía política del terrorismo no se agota en la consideración de las formas de extracción de los recursos que éste utiliza. Es preciso aludir también a sus efectos destructivos sobre las personas y los bienes, pues la desolación que generan los atentados terroristas, con sus secuelas de inseguridad, presión psicológica y miedo entre la población, es una condición necesaria para asegurar la eficacia de las actividades depredadoras. Aunque los datos disponibles son incompletos, el balance económico de esos estragos que, como promedio anual para las tres últimas décadas, puede establecerse es el siguiente: por daños en las personas (muertos y heridos), 13 millones de euros -lo que incluye 1,5 millones de indemnizaciones cubiertas por seguros, 3,8 millones de indemnizaciones gubernamentales y 7,7 millones de indemnizaciones por responsabilidad civil-; y por daños en los bienes, 11 millones de euros, cifra ésta que sólo incluye la cobertura del Consorcio de Compensación de Seguros, y que podría elevarse, según otras fuentes que se circunscriben al período más reciente, hasta 25,4 millones.
Por tanto, las consecuencias directas del terrorismo nacionalista durante sus más de tres décadas de existencia han tenido un coste del orden de 38,4 millones de euros al año por las destrucciones ocasionadas, y otro que es difícil de establecer, aunque seguramente no habrá sobrepasado un techo de 24 millones de euros anuales, por la transferencia coactiva de recursos. La significación económica de estas cifras -que equivalen a un exiguo 0,15 por 100 del PIB del País Vasco- no la da, sin embargo, su cuantía, sino el hecho de que, a partir de ellas, se han ocasionado daños indirectos de mucha más importancia en el sistema productivo de la región. Tales daños se configuran a partir de la influencia que el terrorismo ejerce sobre las expectativas empresariales, lo que afecta a los planes de inversión y, a través de éstos, a la generación de valor añadido.
En el caso vasco, los estudios que han abordado este tema -cuyas conclusiones no se apartan, en lo fundamental, de las obtenidas para otros países por autores como Gupta o Collier, publicadas respectivamente por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, o las pioneras del profesor Velarde en su ensayo sobre «La economía del terror»- señalan que tanto el terrorismo como la enrarecida situación política de la región son factores que han influido negativamente sobre las decisiones de inversión de los empresarios, a la vez que han estimulado la deslocalización de sus actividades. Ambos elementos han provocado que, como han mostrado el profesor Myro y sus colaboradores, las inversiones productivas reales se hayan alejado progresivamente de su nivel potencial, de manera que, si en los años setenta su cuantía fue un 30 por ciento inferior a ese nivel, en la década siguiente este diferencial se elevó hasta el 40 por ciento, y llegó en la de los noventa hasta el 80 por ciento. Dicho de otra manera, el terrorismo ha ocasionado una insuficiencia muy importante de la inversión en el País Vasco, siendo sus efectos devastadores para la producción. Así, esta última, también ha crecido mucho menos que lo que corresponde a su nivel potencial, de manera que, sólo en la última década, han dejado de obtenerse casi 9.000 millones de euros anuales, lo que equivale a un poco más del 21 por ciento del PIB. El modelo de la economía depredadora de guerra se cierra así con una pérdida de riqueza que excede en más de 140 veces al coste directo de la muerte y la destrucción. Este último, para nuestro pesar, lo hemos sufrido sólo unos pocos, pero aquélla afecta a la totalidad de los miembros de la sociedad. Tal es la responsabilidad de quienes por miedo, ignorancia o mala fe han contribuido a financiar el terrorismo nacionalista.
Mikel Buesa es catedrático de la Universidad Complutense de Madrid.
Mikel Buesa, ABC, 29/11/2004