ABC 26/12/12
ÁLVARO DELGADO-GAL
«La consolidación del Estado Autonómico, efectuada dentro de una lógica estrictamente federal, con paridad, para más señas, de los derechos sociales en todo el territorio, no dice nada interesante a los nacionalistas»
LA apuesta independentista de Mas, malhadada de momento, ha tenido sobre las mentes españolas el mismo efecto que un campo magnético fuerte sobre el cuadro de mandos de un avión en pleno vuelo. Las ruedas de todos los medidores se han puesto a girar a un tiempo, como en busca de un número, una cifra, mágicos. La idea es dar con una combinación que pueda contentar a los nacionalistas catalanes sin destruir el Estado de las Autonomías. Se han dicho cosas para todos los gustos, como veremos dentro de un instante. Se ha levantado, en fin, una polifonía de voces, o más justo sería decir una cacofonía. Lo interesante, sin embargo, no ha sido el desorden de las opiniones, sino el hecho de que casi todas ellas estaban afectadas por un desequilibrio fatal. Lo que ayudaría a cimentar el Estado autonómico no les sirve a los nacionalistas, y también al revés: lo que en principio debería complacer a los nacionalistas no es compatible con la supervivencia del Estado, autonómico o no. Hagamos una descubierta por algunas de las propuestas más sonadas.
Ultrapuertos del autonomismo, y, es obvio, del nacionalismo, se sitúa la idea de recentralizar España. Esto lo defienden pocos, por la sencilla razón de que no se adivinan, dentro del sistema, los recursos políticos necesarios para llevar el proyecto a término. No solo habría que vencer una disidencia catalana y vasca a la que se sumarían muchos vascos y catalanes de confesión no nacionalista. De añadidura, sería preciso refundar el Estado, y junto con este, los partidos. Estas revoluciones magnas solo se acometen en trances de desastre nacional. Solo cuando todo se ha venido a tierra se empieza desde cero. Hasta que no se ha llegado a ese punto, o casi, lo normal es que las clases políticas se inclinen por proyectos todavía congruentes con su instalación en la vida pública.
Más numerosos son los diseños orientados a redondear el sesgo federal que ya ostenta nuestro ordenamiento autonómico. Históricamente, las federaciones han surgido al aceptar territorios que antes eran soberanos una instancia política superior. Se llega así a una suerte de soberanía compartida, con empate de competencias entre los territorios y una demarcación clara de las potestades que corresponden al centro. Nuestra ontogenia nacional se ajusta mal a este esquema evolutivo. En nuestro caso, solo se detectan algunas particularidades forales periféricas, formuladas como «Derechos Históricos» por la Constitución del 78. El sesgo federalizante del Estado autonómico arranca, en realidad, de hace dos días y acusa un carácter accidental: se debe, más que nada, a la dislocación provocada por el desarrollo caótico y saltimbanqui del título VIII. Esta falta de espesor histórico es importante, ya que los países no se improvisan, y una forma constitucional sobrevenida rara vez cuenta con al aval de las virtudes y los automatismos morales e institucionales que confieren vigor a la ley. Pero no quiero entrar en profundidades. A lo que se alude en la práctica, cuando se habla de federalismo, es a una dispersión territorial del poder, signada por el principio de igualdad: todos los poderes subcentrales han de disfrutar de las mismas holguras y capacidades legislativas y administrativas. ¿Sería la opción aceptable por los nacionalistas? No. Estos reclaman desmarcarse, no alinearse con los demás. No hay más remedio, por tanto, que seguir dándole vueltas al manubrio combinatorio.
Una posible salida es la que busca conciliar la igualdad de partida con una progresiva desigualdad en el tiempo. El intríngulis reposa sobre dos patas. En la fase inicial, se aliviaría la presión fiscal sobre las poblaciones relativamente ricas a trueque de rebajar las prestaciones del Estado en el conjunto del territorio. Quedaría acallada, o por lo menos amortiguada, la recriminación, tan vehemente hoy en Cataluña, de que Andalucía o Extremadura están sangrando a sus industriosos connacionales del norte. Pata número dos: dar más recorrido –recorrido que ya existe en parte– a cada administración autonómica para que suba los impuestos en el territorio que gobierna. La resulta sería el ingreso en una nueva fase, caracterizada por inversiones más generosas y gasto social más elevado en las regiones ricas. A esto se le llama «federalismo competitivo». Se supone que el federalismo competitivo permitiría a las comunidades que lo quisieran –y pudieran– averiguar formatos sociales específicos, sufragados con recursos propios. No creo que el federalismo competitivo fuera viable en España. Primero, porque no sabríamos qué hacer con las excepciones vasca y navarra. ¿Las dejaríamos como están? ¿Las corregiríamos a la baja, reproduciendo las agonías anejas a la desechada centralización? En segundo lugar, el federalismo competitivo originaría diferencias muy notables en el disfrute de derechos que perseveramos en considerar básicos. No logro persuadirme de que los andaluces, por poner el ejemplo más a mano, aceptaran servicios asistenciales inferiores a los de los catalanes, vascos, o madrileños. Ni estimo que el PSOE, que es el que más insiste en apretar la tecla federal, se aviniera a la componenda. Toca de nuevo… volver página.
La propuesta siguiente, por mucho que se adorne con el adjetivo «federal», no es ya federal, puesto que consagra desde el comienzo la desigualdad de los territorios. Estoy hablando, claro, del «federalismo asimétrico». No sabemos demasiado bien en qué consistiría el federalismo asimétrico. Pero, a tenor de cómo se maneja el concepto desde el noreste, el federalismo asimétrico se traduciría en dispensar a Cataluña la posibilidad de no transferir renta al resto de España –a semejanza de lo que ocurre en el País Vasco y Navarra–, más otra serie de franquías con las que no les voy a aburrir ahora. Es impensable que el federalismo asimétrico no revirtiera también en beneficio de otras comunidades ricas. El arbitrio sería, no cabe duda, aplaudido por los nacionalistas, pero su generalización inevitable dinamitaría el Estado. ¿Entonces?
La consecuencia lógica del federalismo asimétrico, a poco se estire el invento, es una confederación. Las confederaciones son lo mismo que el rellano de una escalera: una pausa dentro de un recorrido que puede ser de abajo arriba o de arriba abajo. Cuando sucede lo primero, las confederaciones integran un momento provisional en el tránsito de una nación hacia la unidad. Ejemplo palmario, los Estados Unidos. Si el movimiento se produce en dirección contraria, lo que ocurre, por lo común, es que a las confederaciones sucede poco después una disolución nacional. Lo hemos vivido, hace poco más de veinte años, en la Unión Soviética. Cuando estaba ya en las últimas, Gorbachov excogitó un proyecto que no llegó a ver la luz: la Unión de Estados Soberanos. La Unión de Estados Soberanos representaba la renuncia, por parte de un Estado exangüe a seguir siendo eso, un Estado. Los acontecimientos se precipitaron y los soviéticos pasaron en un santiamén de ser a no ser, o, si prefieren, salvaron de un brinco el rellano que separaba los dos tramos de la escalera.
Conclusión: la consolidación del Estado Autonómico, efectuada dentro de una lógica estrictamente federal, con paridad, para más señas, de los derechos sociales en todo el territorio, no dice nada interesante a los nacionalistas. Viceversa, las aspiraciones nacionalistas apuntan a un horizonte confederal. Los arreglos intermedios son confusos, inestables y de implementación muy difícil. Nos enfrentamos, en definitiva, a un sistema de ecuaciones que no tiene solución. A esto, en matemáticas, se le llama «sistema no compatible». No se sigue de aquí que España carezca de solución. La historia altera las concepciones establecidas, y terminan por ocurrir cosas que el cambio de actores o la transformación de las mentalidades nos habían impedido prever con anterioridad. El sistema incompatible se hace entonces compatible. El país, en fin, se va a mover mucho. Necesariamente. Digo «necesariamente» porque, mientras se quede quieto, no es posible que le salgan las cuentas.